—¿Dónde? En ese hotelito cochambroso de la acera de enfrente. ¿Cuándo? En seguida, por supuesto. Todavía no te he visto en un bidet... es todo lo que nos permite el tout confort.
—Tengo absoluta necesidad de volver a casa antes de las once y media. Son ya casi las once.
—Cinco minutos me bastarán. ¡Por favor!
A horcajadas, Córdula parecía una niña que se hace la valiente la primera vez que sube a un tiovivo. Hacía una mueca rectangular mientras usaba el vulgar aparato. Las tristes peripatéticas lo hacen con una cara inexpresiva, con los labios apretados. Ella se sentó encima dos veces. Su alegre ejercicio y su repetición duraron en total no cinco, sino quince minutos. Van, muy satisfecho de sí mismo, la acompañó un rato por el verde y oscuro Bois de Belleau, en dirección a su osobnyachyok(hotelito particular).
—Ahora recuerdo —dijo Van —que ya no utilizo nuestro apartamento de Alexis Avenue. Hace siete años que instalé allí a unas pobres gentes, la familia de un oficial de policía que había sido lacayo en la casa de campo del tío Dan. El policía está ahora muerto, y su viuda y sus tres hijos han vuelto a Ladore. Tengo la intención de deshacerme del apartamento. Acéptalo como regalo de bodas, un poco tardío, de un fiel admirador. ¿De acuerdo? De acuerdo. Algún día volveremos a empezar. Mañana tengo que estar en Londres, y el día 3, mi barco preferido, el Almirante Tobakoff, me llevará a Manhattan. Hasta la vista. Dile que tenga cuidado con las puertas bajas. Los cuernos son a veces muy sensibles en su primera edad. Greg Erminin me dijo que Lucette está en el Alfonso Cuarto.
—Exacto. Y la otra, ¿dónde está?
—Creo que es mejor que nos separemos aquí. Son las doce menos veinte. Tienes el tiempo justo de llegar.
—Hasta la vista. Eres un chico muy malo, y yo una chica muy mala, pero ha sido divertido, aunque me hayas hablado como no hablarías a una amiga, sino como hablarás probablemente a las putillas. Aquí tienes yna dirección ultrasecreta donde siempre (hurgando en su bolso) podrás encontrarme (encuentra una tarjeta de visita con las armas de su marido y garrapatea un criptograma), en Malbrook, Mayne. Paso allí todo el mes de agosto cada año.
Miró a derecha e izquierda, se alzó sobre la punta de los pies como una bailarina y besó a Van en la boca. ¡Adorable Córdula!
III
El portero sin edad, de mentón borbónico, cabellos negros y planchados, al que Van, en los tiempos de Chose, había apodado Alfonso Quinto, creía haber visto a la señorita Veen un instante antes en el Salón Récamier, donde Vivían Vale exhibía sus velos de oro. Ondeando el faldón de su librea, al gruñido de la portezuela que giraba sobre sus goznes, Alfonso salió corriendo de su garita para ir a ver. Por encima del mango de su paraguas, los ojos de Van recorrieron una estantería giratoria llena de libros de la Colección Sapsucker, con el curioso pajarito grabado en el lomo: La gitanilla, Sahman, Salzman, Salzman, Invitación al éxtasis, El umbral del sufrimiento, Los carillones de Chose, La gitanilla... y un viejo colega de Demon en Wall Street, el muy «patricio» Kithar K. L. Sween, que escribía versos, y un personaje más viejo aún, el magnate de las inmobiliarias, Milton Eliot, que no reconocieron, aunque varios espejos le traicionasen, a un Van agradecido.
El portero regresó sacudiendo la cabeza. Por pura bondad de corazón, Van le dio una guinea Goal y le dijo que volvería a pasar a la una y media. Atravesó el vestíbulo (donde el autor de Líneas agónicasy míster Eliot, apoltronados en sus butacas, con las americanas muy ensanchadas en los hombros, comparaban sus cigarros puros), salió del hotel por una puerta lateral y atravesó la rue des Jeunes-Martyrspara tomar una copa en Ovenman.
Se detuvo en el guardarropa el tiempo necesario para dejar su abrigo, pero conservó su fedora negra y su paraguas fusiforme como había visto hacer a su padre en aquella clase de lugares poco decentes, aunque elegantes, que las mujeres honradas no frecuentan, al menos sin ir acompañadas. Se dirigió al bar y empezaba a limpiarse los cristales de las gafas de montura negra cuando, en una niebla óptica (¡reciente venganza del Espacio!) vio a la chica, cuya silueta recordaba haber visto (mucho más nítida en anteriores ocasiones) a intervalos regulares desde su pubertad. Entraba sola, bebía sola, estaba siempre sola, como la Incógnitade Blok. Experimentó una curiosa sensación... Era como una escena vuelta a representar por error, un fragmento de frase mal colocado en las galeradas un plano cinematográfico proyectado antes de tiempo, la repetición de una falta, un error en el itinerario del Tiempo. Se apresuró a volver a colocar sobre sus orejas las gruesas patillas de sus gafas y se acercó a ella en silencio.
Durante un segundo se mantuvo a su espalda, ofreciendo su perfil al recuerdo y al lector (como ella lo hacía con respecto a nosotros y al bar), con el paraguas de seda levantado casi hasta rozarse los labios con el puño. Sobre el fondo dorado de una mampara de sakarama próxima a la barra, la mujer se acercaba a ésta con paso deslizante. Todavía estaba de pie, tomaba un taburete, había puesto ya en el mostrador una mano enguantada en blanco. Llevaba un romántico vestido negro de escote cerrado y mangas largas, cuerpo ceñido y ancha falda. Su esbelto cuello se elevaba con gracia por encima de la corola negra de un volantito plisado. Con la mirada triste del libertino seguimos la línea orgullosa y pura) de la garganta y del alzado mentón. Los labios, de un rojo brillante, ávidos, de hada, están entreabiertos y descubren el destello blanco de los anchos incisivos superiores. Ya conocemos —y amamos —ese pómulo alto (cuya piel rosa y ardiente conserva una mota de la borla de empolvarse), la franja oblicua de largas pestañas negras, los ojos felinos de párpados pintados... Todo esto visto de perfil, lo repetimos suavemente. Bajo el ancho borde ondulado de su sombrero de falla negro, con un gran lazo igualmente negro, una espiral de cobre ardiente, rizada por una mano experta y desordenada con arte, desciende sobre la encendida mejilla; las luces del bar juegan entre la onda que se ahueca sobre la frente, la cual, observada de perfil, proyecta su masa convexa entre el extravagante borde del sombrero Rubens y la línea fina y alargada de la ceja. Aquel perfil irlandés, suavizado por una sombra de languidez eslava que le da una expresión de misteriosa espera y de sorpresa nostálgica, será considerado, imagino, por los amigos y admiradores de mis memorias como una obra de arte natural infinitamente más bella y más fresca que el retrato de esa gueule de guenonparisina que figura en una postura idéntica en el horrible cartel pintado para Ovenman por un artista de vida rota.
—¡Hola, Ed! —dijo Van, dirigiéndose al barman. Y ella se volvió, al sonido de su querida voz ronca.
—No esperaba verte con gafas. Por poco recibes tú el «paquete» que preparaba al hombre que suponía que me estaba mirando el sombrero. ¡Querido Van! ¡ Duchka moi!
—Tu sombrero es verdaderamente lautreamontiano... quiero decir, lautrecaquiano... No, decididamente no acierto a formar el adjetivo.