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Ed Barton sirvió a Lucette lo que ella llamaba una Chambéryzette.

—Ginebra y bitter para mí.

—Me siento tan feliz y tan triste —murmuró Lucette en ruso—. ¡Moio grustnoe schastie!¿Cuánto tiempo estarás en la vieja Lute?

Van contestó que al día siguiente salía para Inglaterra y que dos días más tarde, el 3 de junio (era el 31 de mayo), saldría para América a bordo del Almirante Tobakoff. Ella exclamó que se iría con él, que era una idea maravillosa y que, verdaderamente, le daba lo mismo ir a un sitio que a otro, al Oeste, al Este, a Toulouse, a Los Teques. Van hizo la observación de que era demasiado tarde para reservar un camarote (en un navío nada grandioso, mucho más pequeño que el Queen Guinevere) y cambió de tema.

—La última vez que te vi fue hace dos años, en una estación. Acababas de dejar Villa Armina, y yo llegaba. Llevabas un vestido de flores que se confundían con las que tenías en la mano, porque te movías muy deprisa. Te habías apeado de una calesa verde para volver a saltar al Ausonia Express que me había llevado a Niza.

—Muy expresionista. Yo no te vi, de lo contrario me habría detenido para informarte de lo que acababa de saber. Imagina que mamá estaba enterada de todo. El charlatán de tu padre le había contado lo de Ada y tú...

—Pero no lo de Ada y tú.

Lucette le rogó que no mencionasen más a aquella criatura nauseabunda, enloquecedora. Estaba furiosa contra Ada, y celosa por poderes. Su Andrey, o, mejor, la hermana de éste obrando en nombre de su hermano (que era demasiado estúpido hasta para eso), se interesaba en el arte pompierprogresista y coleccionaba sus productos, raspaduras de limpiabarros, manchas excrementicias sobre tela, imitaciones de los graffiti de un cretino, ídolos primitivos, máscaras aborígenes, objets trouvés, o, mejor, troués, estaca pulida con su agujero pulido estilo Heinrich Heideland. La recién casada encontró el patio del rancho adornado con una escultura (si es esa la palabra exacta) del propio Heinrich y de sus cuatro sólidos ayudantes, un pedazo de caoba burgués, espantoso, enorme, de diez pies de altura por lo menos, titulado Maternidad, y madre (al revés) de todos los gnomos de escayola y hongos de hierro colado que otros Vinelander más antiguos plantaron ante la fachada de sus dachas liaskanas.

El barman secaba al ralentiel mismo vaso, indefinidamente, mientras escuchaba la requisitoria de Lucette con la blanda sonrisa de la perfecta beatitud.

—Y, sin embargo ( odnako) —dijo Van, en ruso —te divertiste mucho allí en 1896. Marina me lo dijo.

—¡Pues bien no ( nichego podobnago)! Me marché de Agavia sin equipaje, en mitad de la noche, con Brigitte, que sollozaba. Nunca he visto una casa como aquella Ada se había vuelto estúpida. Las conversaciones de sobremesa se limitaban a las tres ees: cactus, caballos, cocina aparte de los comentarios de Dorothy sobre el misticismo cubista. El es uno de esos rusos que chliopayut(arrastran) los pies descalzos hasta los lavabos, se afeitan en ropa interior, llevan ligas, consideran indecente subirse los pantalones, pero cuando buscan moneda suelta sujetan con la mano izquierda el bolsillo derecho del pantalón, o viceversa, lo que no sólo es inconveniente, sino también vulgar. Demon está quizá decepcionado porque no tienen hijos, pero, en realidad, ha tomado antipatía al tipo desde que se le pasó el primer acceso de «suegrez». Dorothy es un monstruo piadoso y precioso cuyas visitas se prolongan durante meses, impone los menús y posee una colección particular de llaves que le dan acceso a las habitaciones del servicio —lo que debería haber sabido nuestra estúpida ama de llaves—, sin contar con otras más pequeñas, con las que se insinúa en los corazones. ¿Sabes que ha tratado de convertir a la ortodoxia practicante no sólo a todos los negros americanos a los que ha podido echar mano, sino también a nuestra madre, ya suficientemente pravoslavnaia? Es verdad que, en este último caso, sólo consiguió hacer subir las acciones de Trimurti. Una noche bella y nostálgica...

Po-russki—dijo Van, observando que una pareja inglesa acababa de pedir unas copas y se había instalado junto a ellos para escuchar tranquilamente.

Kak-to noch iu(una noche), aprovechando la ausencia de Andrei, que se había marchado a que le operaran de las amígdalas o no sé de qué, la querida y vigilante Dorochka penetró en la habitación de mi doncella, alertada por un grito sospechoso, y encontró a la pequeña Brigitte dormida en una mecedora, y a mí y a Ada en la cama, entregándonos a nuestros antiguos juegos ( triahnuvchih starinoi). Fue entonces cuando le dije a Dora que no podía tolerar sus maneras y me marché inmediatamente a Monarch Bay.

—Hay gentes verdaderamente extrañas —dijo Van—. Si has terminado esa bebida pegajosa, vamos a tu hotel y comemos juntos.

Ella pidió pescado, él prefirió carne fría y ensalada.

—¿Sabes a quién he encontrado esta mañana? Al bueno de Greg Erminin. Él fue quien me dijo que estabas por aquí. Su mujer es un poco snob, según parece.

—Todo el mundo es un poco snob. Tu Córdula, que tampoco está lejos de aquí, no perdona a Shura Tobak, la violinista, que aparezca junto a su marido en la guía de teléfonos. En cuanto acabemos de comer subiremos a mi habitación, que es el número veinticinco... mi edad. Tengo un fabuloso diván japonés, y montañas de orquídeas que me ha enviado esta mañana uno de mis galanes. Ach, Bozhe moi, ahora caigo, tengo que aclararlo, quizás sean para Brigitte, que se casa pasado mañana a las tres y media, con un maîtredel Alfonso Tercero, en Auteuil. Sean para quien sean, son verdosas, con manchas anaranjadas y violeta, una delicada variedad de Oncidium, «ranas de ciprés», según su estúpido nombre comercial. Y me tenderé como una mártir, ¿te acuerdas?

—¿Eres todavía medio-mártir... quiero decir, medio-virgen?

—Un cuarto de virgen. ¡Oh, Van, prueba conmigo! Mi diván es negro, con almohadones amarillos.

—Podrás sentarte un minuto en mis rodillas.

—No... a menos que estemos desnudos y que me empales.

—Como muchas veces te he reprochado, querida, aunque pertenezcas a una familia principesca te expresas como la más disoluta de las Lucindas. ¿Es una chifladura de tu pandilla?

—Yo no pertenezco a ninguna «pandilla», soy una solitaria. De vez en cuando salgo con dos diplomáticos, un griego y un inglés; les permito que me toqueteen y que se diviertan juntos en mi presencia. Un vulgar pintor mundano está haciéndome un retrato y, cuando estoy bien dispuesta, su mujer y él me acarician. Tu amigo Dick Cheshire me hace regalos y me da informes secretos para ganar en las carreras. Es una vida triste, Van. Me gustan muchas cosas —continuó Lucette con voz soñadora y melancólica, clavando el tenedor en los flancos de una trucha azul que, a juzgar por su forma convulsa y sus ojos desorbitados, debía de haber sufrido viva el atroz suplicio del fuego lento—, me gustan la pintura flamenca y holandesa, las flores, la buena cocina, Flaubert, Shakespeare, comprar, nadar, esquiar, los besos de las bellas y las bestias... Pero, sin embargo, todo eso, todos esos placeres menudos, esta salsa y todos los tesoros de Holanda, no forman más que una fina cutícula ( tonen'kiy-tonerikiy, pequeña y delgada) bajo la cual no hay nada, absolutamente nada, salvo, desde luego, tu imagen... Tu imagen, que no hace más que ahondar en ese vacío y añadirle los sufrimientos de la trucha atormentada. Yo sólo soy —como Dolores— «una imagen pintada en el aire».

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