—¿La hija del poeta?
—No, no. Su madre es una Brougham.
¿Quién sabe? Habría podido contestar «Ada Veen» si el señor Vinelander no hubiese andado más listo como pretendiente. Creo haber encontrado una Broom en otro sitio. Pero cambiemos de tema. Lamentable unión, sin duda: una mujer fornida y despótica, y él más aburrido que nunca.
—Nos vimos por última vez hace trece años. Tú montabas un poney negro... No, una Silentiumnegra. ¡ Bozhe moy!
—Sí, bozhe moy, puedes decirlo. ¡Oh, qué adorables suplicios en el adorable Ardis! ¿Sabes que yo estaba absolyutno bezumno(locamente) enamorado de tu prima.
—¿Mi prima? ¿Miss Veen? Lo ignoraba. ¿Cuánto tiempo...?
—Ella tampoco lo sabía. Yo era terriblemente...
—¿Cuánto tiempo vas a estar...?
—...terriblemente tímido; y es que me daba cuenta de que no podía competir con sus numerosos amigos.
—¿Numerosos? ¿Dos? ¿Tres? ¿Quizá nunca había oído hablar del principal? ¿Y seguía ignorando lo que sabían todas las doncellas y todos los arbustos de las tres casas? ¡Noble discreción de las que nos hacen las camas!
—¿Cuánto tiempo vas a estar en Lute? No, Greg, he sido yo quien lo ha pedido. Ya pagarás la segunda botella. Dime...
—¡Qué extraño resulta recordarlo! Era la fantasía, el frenesí, la realidad elevada a la potencia x. Francamente, habría consentido de buena gana en que un tártaro me cortara la cabeza si ella me hubiera permitido a cambio que le besase el tobillo Tú, que eres su primo, casi su hermano, no puedes comprender la fuerza de aquella obsesión. ¡Ah, aquellos pic-nics! Y el pobre Percy de Prey, que se jactaba de sus éxitos y me volvía loco de envidia y de pena; y el doctor Krolik, que también la amaba, según se decía; y Phil Rack, aquel compositor genial... Muertos, todos muertos.
—Yo sé muy poco de música, pero me encantó hacer aullar de dolor a tu compinche. Lo siento, pero tengo un compromiso para dentro de unos minutos. Za tvoyo zdorivie, Grigori Akimovich.
—Arkadievich —dijo Greg, que había dejado pasar el error la primera vez, pero que lo corrigió ahora de un modo mecánico.
—¡ Ach, sí! ¡Estúpido lapsus de una lengua descuidada! Y ¿cómo está Arkadi Grigorievich?
—Murió. Unos días antes que tu tía. Me parece que los periódicos rindieron un bello tributo a su talento. ¿Y dónde está ahora Adelaida Danilovna? ¿Se casó con Christopher Vinelander o con su hermano?
—Está en California, o en Arizona. Él se llama Andrey, según creo. Quizá me equivoque. A decir verdad, nunca he conocido muy bien a mi prima. Después de todo, sólo visité Ardis un par de veces, y sólo unas semanas, hace ya años.
—Alguien me ha dicho que es artista de cine.
—No tengo ni idea. Nunca la he visto en la pantalla.
—¡Oh, sería terrible, francamente, enchufar la dorotele y verla aparecer de pronto! Sería como el hombre que se está ahogando y recuerda todo su pasado... y los árboles, y las flores, y Dack, con su diadema... Debió afectarla mucho la terrible muerte de su madre.
Le gusta la palabra «terrible», «francamente». Es terrible su traje, terrible el tumor. ¿Por qué tengo que soportarle? Repugnante... y, al mismo tiempo, fascinante, de un modo casi sobrenatural: mi sombra parlanchina, mi doble cómico.
Van estaba a punto de levantarse e irse cuando un chófer de uniforme, muy compuesto, se presentó para anunciar a my lordque su señora estaba aparcada en la esquina de la rueSaigón, esperándole.
—¡Ah! —dijo Van—. Veo que utilizas tu título inglés. Tu padre prefería pasar por coronel checo.
—Maude es angloescocesa y, bueno, le gusta así. Encuentra que un título favorece en el extranjero. A propósito, alguien me ha dicho... sí, Tobak... que Lucette está en el Alfonso Cuarto. No te he preguntado por tu padre. ¿Se encuentra bien? (Van hizo una reverencia). Y ¿qué ha sido de la guvernantka belletristka?
—Su última novela se titula L'ami Luc. Acaba de obtener el Premio de la Academia Lebon por su fecundidad literaria.
Se separaron riendo.
Un momento más tarde, como ocurre tan a menudo en los vodeviles y en las ciudades extranjeras, Van tropezó con otro antiguo conocimiento. Con un escalofrío de placer vio a Córdula, enfundada en una estrecha falda escarlata, prodigando, en lenguaje infantil, palabras de consuelo a dos desgraciados cachorrillos caniches atados a una argolla ante una charcutería. Van le hizo una caricia con la punta de los dedos y, cuando ella se irguió y se volvió indignada (indignación que cedió inmediatamente el campo a la alegría del reencuentro), citó el dístico, ya gastado, pero apto para las circunstancias, que conocía desde los lejanos tiempos en que sus compañeros de colegio le daban la tabarra con él:
Los Veen sólo hablan a los Tobak,
pero los Tobak sólo hablan a los perros.
El paso del tiempo no había hecho más que perfeccionar la belleza de Córdula, y, aunque la moda hubiese cambiado más de una vez desde 1889, aquel año los peinados y la línea de las faldas habían hecho un regreso efímero (otra señora infinitamente más elegante que Córdula estaba ya mucho más adelantada) al estilo que floreciera unos doce años antes, aboliendo la interrupción de la aprobación y del placer rememorados. Córdula se desbordó en un torrente de preguntas corteses, pero Van tenía un asunto más urgente del que ocuparse... mientras la llama todavía brillaba.
—No desaprovechemos la tumescencia del tiempo reencontrado con efusiones de parloteo. Estoy reventando de energía, si es eso lo que quieres saber. Y ahora, escucha. Puede que te parezca estúpido e insolente, pero tengo una pregunta urgente que hacerte: ¿estás dispuesta a colaborar conmigo en la cornificación de tu marido? ¡Es imperativo!
—Verdaderamente, Van —exclamó Córdula, enfadada—, te pasas de la raya. Soy una esposa feliz. Mi Tobachok me adora. Tendríamos ya diez hijos si no hubiese sido prudente con él y con los otros.
—Te alegrará saber que este otro ha sido encontrado perfectamente estéril por los médicos.
—Bueno, eso es justamente lo que yo no soy. Creo que haría parir a una mula sólo con mirarla. Por otra parte, hoy almuerzo con los Goal.
—Es extraño. Una jovencíta excitante como tú que se deja enternecer tan fácilmente por los caníches y que, sin embargo, rechaza a un viejo Veen panzudo y tieso.
—En cuestión de galantería, los Veen son unos mastines demasiado peligrosos.
—Puesto que coleccionas adagios, deja que te cite uno de Arabia: el Paraíso es sólo un assbaa al sur de la cintura de una bella muchacha ¿Y bien?
—Eres imposible. ¿Dónde y cuándo?