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Los números, las filas, las series —la pesadilla y la maldición laceraban el pensamiento puro y el tiempo puro— parecían empeñarse en mecanizar su mente. Tres elementos, el fuego, el agua y el aire, destruyeron, por turno, a Marina, a Lucette y a Demon. Terra esperaba.

Durante siete años, desde que había dicho adiós a su marido (un cadáver muy logrado) y a una existencia que ya no le parecía adecuada a su situación, y se había retirado a la Costa Azul, a la villaque Demon le había regalado en otro tiempo (todavía brillante, todavía mágicamente atendida por el personal de servicio), la madre de Van sufrió de diversas enfermedades «oscuras» que todo el mundo creía inventadas o simuladas con talento por ella misma y que ella pretendía curar, y en parte lo conseguía, por un puro esfuerzo de voluntad. Van le hacía visitas menos frecuentes que la fiel Lucette, a la que encontró allí en dos o tres ocasiones. Una de ellas, en 1899, al entrar en el jardín de madroños y laureles de Villa Armina, Van vio a un viejo sacerdote ortodoxo, barbudo y vestido con un traje negro de perfecta neutralidad, que salía en motocicleta para dirigirse a su presbiterio de Niza, en las proximidades del tenis público. Marina habló a Van de religión, de Terra, de teatro, pero parecía haber olvidado a Ada. Nunca pronunciaba su nombre y, del mismo modo que él no pudo adivinar que lo sabía todo—los horrores y los ardores de Ardis—, nadie sospechó nunca los sufrimientos que desgarraban sus entrañas sangrantes y que trataba de aliviar con encantamientos y ejercicios de «autoconcentración» o (su contrario) «autodisolución». Confesaba con una sonrisa enigmática y algo suficiente que, por mucho que le gustasen las columnas azules que salían rítmicamente del incensario, y las ricas vibraciones de la melopea del dyakonen el ambón, y el oscuro icono aceitoso ofrecido bajo su filigrana protectora al beso de los fieles, su alma seguía irrevocablemente consagrada, naperekor(a pesar de) Dacha Vinelander, a la sabiduría suprema del hinduísmo.

A principios del año 1900, algunos días antes de ver a Marina por última vez en su clínica de Niza (donde por primeravez supo el nombre de su enfermedad), Van tuvo una pesadilla «verbal» cuya causa creyó poder atribuir a los efluvios almizclados de la Villa Venus de Miramas (Bouches Rouges-du-Rhône). Dos criaturas informes, gruesas y transparentes, sostenían una discusión contradictoria. «No puedo», repetía una (que quería decir: «no puedo morir», empresa difícil de llevar a buen término voluntariamente sin ayuda del puñal, la bala o el veneno), y la otra afirmaba: «Se puede, señor.» Murió quince días después, y su cuerpo fue quemado, según sus últimas instrucciones.

Van, espíritu lúcido, se sabía menos valiente en lo moral que en lo físico. Siempre (quiero decir hasta una fecha posterior a la década de 1960) recordaría con repugnancia, como si hubiera querido borrar de su memoria una acción mezquina, cobarde y estúpida (porque, después de todo, ¿quién sabe?, los futuros cuernos podían haber sido plantados desde entonces, en el hotel al que habían ido los Vinelander, ante los faroles verdes que hacían más verde aún el verde de las palmeras), el modo en que reaccionó en Kingston al recibir el telegrama enviado desde Niza por Lucette («Mamá muerta esta mañana la raya cremación raya tendrá lugar mañana a raya la puesta del sol»). Pidió que le dijese («ruego me hagas saber») quién más asistiría a la ceremonia Lucette respondió en seguida que Demon había llegado ya, con Andrei y Ada; y él contestó, a su vez: Desolé de ne pouvoir être avec vous?

Había vagabundeado por el Parque de Cascadilla, en Kingston, a la luz del crepúsculo primaveral poblado de aromas flotantes, tan seráfico o más que aquellos asaltos de telegramas. La última vez que había visto a Marina (reseca, apergaminada como una momia) le había dicho que tenía que volver a América (aunque, en realidad, nada le urgía; pero ¡aquel olor de habitación de hospital que ninguna brisa era capaz de disipar!), y ella le había preguntado, con su expresión nueva y tierna y su mirada de miope (porque era una mirada interior): «¿No puedes esperar a que yo me haya ido?» Él contestó: «Estaré de regreso el 25. Tengo que hacer una comunicación sobre la psicología del suicidio.» Y ella le dijo, explicitando el vínculo de parentesco que por fin podía confesar, ahora que todo estaba tripitaka(cuidadosamente empaquetado): «Hablales de tu pobre tía Aqua.» Y él, en lugar de contestar «sí madre», había inclinado la cabeza con una sonrisa forzada. Encorvado bajo el último rayo de sol, en el banco en que poco antes había acariciado y poseído a una estudiante negra, torpe y larguirucha, que le gustaba especialmente, se torturó meditando en su falta de amor filial, vasto engranaje de despreocupación, divertido desdén, repulsión física y olvido habitual. Con un frenético deseo de reparación, miró a su alrededor, ansiando que el espíritu de Marina le hiciese una señal clara y convincente de que continuaba existiendo más allá del velo del tiempo y de la carne de! espacio. Pero no obtuvo respuesta: ningún pétalo cayó sobre su banco, ningún Mosquito rozó su mano. Se preguntó qué podía mantenerlo vivo en aquella terrible Antiterra, cuando Terra sólo era un mito y el arte no era más que un juego, y nada tenía ninguna importancia desde el día en que había abofeteado la cara caliente y peluda de Valerio; y de dónde, de qué pro. fundo manantial de esperanza sacaba aún una estrella estremecida cuando todo estaba orlado de sufrimiento y desesperación y otro hombre compartía todos los dormitorios de Ada.

II

Una sombría mañana de finales de la primavera de 1901, en París, Van, tocado con un sombrero negro, con una mano hundida en el bolsillo del abrigo, jugueteando con algunas tibias monedas, y la otra en un guante de cabritilla, balanceando un paraguas inglés plegado, pasaba ante la terraza de uno de los cafés menos atractivos de cuantos bordean la avenida de Guillaume Pitt, cuando un hombre calvo y rechoncho, vestido con un arrugado terno marrón y con una cadena de reloj en el chaleco, se levantó de su mesa y le saludó.

Van observó perplejo durante unos instantes aquellas mejillas redondeadas y rubicundas, aquella perilla negra...

—¿ Ne uznayosh(no me reconoces)?

—¡Greg! ¡Grigori Akimovich! —exclamó Van, quitándose el guante.

—Me he dejado crecer una regular Vollbart este verano. Nunca me habrías reconocido. ¿Quieres una cerveza? Me pregunto cómo te las arreglas para conservar ese aire tan juvenil.

—Cuestión de régimen —dijo el profesor Van, poniéndose las gafas y haciendo una seña al camarero con el puño de su paraguas—. Champaña, mejor que cerveza. No es que permita guardar mejor la línea, pero mantiene el escroto fresco y firme.

—Tampoco yo estoy delgado, ¿verdad?

—Habíame de Grace... No puedo imaginármela engordando.

—Los gemelos siguen siendo iguales. Y también mi mujer es bastante corpulenta.

—¿ Tak ti zhenat(entonces, ¿estás casado?)? No lo sabía. ¿Desde cuándo?

—Hace dos años.

—¿Con quién?

—Maude Sween.

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