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A

Demon recuperó pronto su sangre fría (ya que no su apariencia juvenil), y dijo:

—Confío en ti y en tu buen sentido. No debes permitir a un viejo labertino que reniegue de su único hijo. Si la amas, querrás que sea feliz. Y a tu lado nunca lo será tanto como podrá serlo si la dejas. Puedes marcharte. Dile que venga a verme.

Van bajó. Mi primera es un vehículo en cuyas ruedas se enredan las margaritas ( cart). Mi segunda es un viejo término de Manhattan para designar el dinero ( ridge). Y mi todo hace un agujero ( cartridge).

Al pasar por el rellano del segundo piso, Van, a través de las puertas abiertas, alineadas, de dos habitaciones, vio a Ada, vestida de negro, en pie, de espaldas, ante la ventana oval del gabinete. Envió a un criado para que le transmitiese el encargo de su padre, y atravesó casi corriendo los ecos familiares de las baldosas del vestíbulo.

Mi segunda es también la arista en que dos pendientes alpinas se tocan ( cartouche). Cajón inferior derecho de mi nuevo escritorio, que casi nunca he empleado y que es casi tan grande como el de papá (con saludos de Sig).

Van juzgó que a aquella hora del día le costaría casi tanto tiempo encontrar un taxi como franquear, al paso rápido que era habitual en él, las diez manzanas que le separaban de la avenida Alexis. No llevaba ni americana, ni sombrero, ni corbata. Un viento fuerte y cortante nublaba su vista con una escarcha salada y convertía sus bucles negros en serpientes de Medusa. Entró por última vez en su apartamento, y, riendo estúpidamente, corrió a su escritorio —que era un mueble realmente magnífico— y escribió la siguiente nota:

Haz lo que él te diga. Su lógica, aparentemente absurda, parece presuponer la vaga existencia de una especie de era «victoriana» como la que. conocieron los habitantes de Terra, si hay que dar crédito a «mis locos» (?); pero en un paroxismo de (ilegible) he comprendido de pronto que tenía razón. Sí. Razón aquí y allí, no ni aquí ni allí, como ocurre casi siempre. Ya ves, chica, lo que son las cosas, y lo que tienen que ser. En la última ventana que hemos compartido vimos a un hombre pintando (¿pintándonos"?); pero el ángulo de que tú disponías, desde el segundo piso, probablemente te ha impedido observar que llevaba algo que parecía un delantal de carnicero horriblemente manchado. Adiós, chica.

Van cerró la carta y la selló, encontró su pistola Thunderbolt donde esperaba encontrarla, la cargó con un cartucho y se la llevó a su habita— ción. Entonces, situándose frente a la luna de un armario, apoyó el arma contra su cabeza y apretó el gatillo, cuya suave concavidad permitía alo— jar cómodamente el dedo. No ocurrió nada... o todo, quizás. Quizás en aquel instante su destino se bifurcó, como lo hace a veces durante la noche, especialmente en un lecho extraño, en las horas de gran felicidad o gran desolación, cuando sucede que nos morimos durmiendo, pero continuamos normalmente nuestra existencia, sin ruptura aparente en la serie trucada, a la mañana siguiente (muy limpiamente preparada), llevando a cuestas un pasado espurio, discreta pero firmemente atado. Fuese como fuese, el objeto que tenía en la mano ya no era una pistola, sino un peine de bolsillo que se pasaba por los cabellos, a la altura de la sien derecha. Cabellos que serán ya grises el día venidero en que Ada, ya en la treintena, le diga, hablando de su voluntaria separación:

—Yo también me habría matado si hubiera encontrado a Rosa gimiendo sobre tu cadáver. Secondes pensées sont les bonnes, como decía tu otra bonne, la blanca, en su bonita jerga. En cuanto al delantal, tenías toda la razón. Pero lo que tú no viste es que el artista estaba acabando un gran cuadro que representaba tu humilde palazzoflanqueado por sus dos gigantescos guardias de corps. Quizás iba destinado a la portada de una revista, que no lo publicó. Pero, ¿sabes?, hay una cosa que lamento: el uso que hiciste de tu bastón de alpinista para desahogar una cólera de bruto, no tuya, no de mi Van. Nunca te debí hablar del policía de Ladore. Nunca le debiste conceder tu confianza, ni hacerte su cómplice para incendiar esos archivos... y la mayor parte del bosque de pinos de Kalugano. Eto unizitel'no(es humillante).

—Eso ya está compensando —contestó el grueso Van, con una risita de hombre grueso—. Yo me ocupo de Kim, que está sano y bien cuidado en un Hogar para Víctimas de Accidentes de Trabajo. Y le mando montañas de libros, bellamente escritos en alfabeto Braille, sobre las nuevas técnicas de fotografía en color.

Hay otras posibles bifurcaciones y continuaciones para la mente que sueña. Pero para muestra basta un botón.

TERCERA PARTE

I

Viajó, estudió, enseñó.

Contempló las pirámides de Ladorah (que visitó, principalmente, por razón de su nombre) bajo los rayos de la luna llena que bañaba de plata las arenas incrustadas de sombras negras y puntiagudas. Estuvo de cacería en el Lago Van, en compañía del gobernador británico de Armenia y de la sobrina de éste. Desde la terraza de su hotel de Sidra admiró, por consejo del director del establecimiento, la estela anaranjada de un sol poniente que convertía las ondas de un mar color de alhucema en escamas doradas, y aquel espectáculo le compensó con creces del papel rayado pseudoexótico que tapizaba las exiguas habitaciones que compartía con la joven lady Scramble, su secretaria. En otra terraza, ante otra bahía legendaria, Eberthella Brown, la bailarina favorita del Shah local (una pequeña criatura ingenua que creía que las palabras «bautismo de deseo» tenían una significación sexual), derramó su café matutino al descubrir una oruga de veinte centímetros de longitud, con anillos erizados de pelos rojos, que trepaba por la balaustrada y que se enrolló en forma de bola y «se desmayó» en la mano de Van, el cual, luego de haberla depositado en un arbusto, pasó varias horas extrayendo de sus dedos, por medio de las pinzas de depilación de la chica, los pelos brillantes y urticantes del bello animal.

Aprendió a degustar el pequeño escalofrío insólito del que vagabundea por las callejuelas sombrías de una ciudad extraña, sabiendo bien que no va a descubrir nada, salvo cochambre y tedio, y latas de conserva vacías, y el estrépito de un jazz-band importado saliendo de cafetuchos sifilíticos. A menudo le pareció que las ciudades famosas, los museos; las antiguas cámaras de tortura, los jardines colgantes, no eran más que puntos en el mapa de su propia locura.

Se divertía escribiendo sus libros ( Firmas ilegibles, 1895; Clairvoyeurisme, 1903; El espacio amueblado, 1913; La Textura del Tiempo, comenzado en 1922) en refugios alpinos, en los salones de los grandes expresos, en las cubiertas de los blancos paquebotes, en las mesas de piedra de los parques latinos. A veces le parecía salir de un estado de hipnosis indefinidamente prolongado. Descubría, asombrado, que el navio que le llevaba había invertido su ruta, o que el orden de los dedos de su mano izquierda había sufrido un giro de ciento ochenta grados y ahora empezaba la izquierda por el pulgar, como la mano derecha, o que el Mercurio de mármol que miraba por encima de su hombro se había transformado en un atento árbol de la vida. Adquiría súbitamente conciencia de que tres, siete, trece años, en un ciclo de separación, y luego cuatro, ocho, dieciséis, en otro, habían transcurrido desde la última vez que abrazó a Ada y la inundó con sus lágrimas.

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