Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Un nuevo silencio, bajo el que corría un hilo de agua subterránea.

—En otra ocasión te hablaré del chantajista Miller... Ahora no, porque es algo demasiado mezquino.

La esposa del doctor Lapiner, condesa de Alp, no se había contentado con abandonar el hogar conyugal en 1871 para vivir con Norbert von Miller, poeta amateur, traductor del ruso en el consulado italiano de Ginebra y traficante profesional de neonegrina, un producto que sólo se encuentra en el Valais; reveló, además, a su amante los detalles melodramáticos del subterfugio que el buen médico había imaginado para hacer un favor a las dos damas. El cosmopolita Norbert hablaba el inglés con un extraño acento, admiraba ilimitadamente a las personas ricas y, cuando mencionaba a alguien, nunca dejaba de precisar que era mooy opulento, palabras que pronunciaba con una especie de delectación idolátrica, mientras se arrellanaba en su butaca y extendía ante él los brazos en actitud de abarcar una invisible fortuna. Tenía la cabeza redonda y totalmente calva, la nariz como el ombligo de un cadáver, las manos muy blancas, muy blandas, muy húmedas y muy cargadas de brillantes gemas. Su amante no tardó en abandonarle. El doctor Lapiner murió en 1872. Más o menos por entonces, el barón se casó con la inocente hija de un posadero y empezó a chantajear a Demon Veen. Aquello duró unos veinte años, hasta el día en que Miller, ya viejo, fue abatido por un policía italiano en una senda fronteriza poco conocida que parecía cada año más abrupta y más fangosa. Por generosidad, o por hábito, Demon continuó abonando a la viuda de Miller —que creía inocentemente que se trataba de un seguro del difunto —la renta trimestral, redondeada a cada nuevo embarazo de la robusta helvética. Demon solía decir que algún día publicaría las aleluyas con las que el chantajista poeta salpimentaba sus cartas:

Mi esposa engorda y yo adelgazo,

trae nueva boca el embarazo.

Sé bueno tú y yo lo seré:

ayuda al gasto del bebé.

Añadamos, para completar este útil paréntesis, que en los primeros días de febrero de 1893, poco después de la muerte del poeta, otros dos chantajistas, menos afortunados que el primero, aguardaban entre bastidores: uno de ellos era Kim, que no habría dudado en incomodar de Hue a Ada de no haber sido encontrado en su choza con un ojo colgando y el otro anegado en su sangre; el otro era el hijo de uno de los más antiguos empleados de la famosa agencia de mensajes clandestinos y quiso empezar la operación en 1928, cuando la agencia fue clausurada por el gobierno americano, pero por entonces el pasado había perdido importancia y el optimismo de los bribones de segunda generación no podía esperar más recompensa que un catre en la cárcel.

El más prolongado de los sucesivos silencios fue roto por la voz de Demon, con un vigor que hasta entonces le había faltado:

—Van, recibes las noticias que te comunico con una calma incomprensible. No recuerdo ejemplo alguno, real ni ficticio, de un padre obligado a revelar a su hijo cosas como éstas en circunstancias como éstas. Y tú juegas con un lápiz, y pareces tan sereno como si hablásemos de tus deudas de juego o de las reivindicaciones de una joven a la que hubieras preñado bajo un puente.

¿Le hablaría del álbum de la buhardilla? ¿De indiscreciones de criados (anónimos)? ¿De una fecha de matrimonio falsificada? ¿De todo lo que dos niños particularmente despiertos habían desvelado? Sí, lo haría. Y lo hizo.

—Ella tenía doce años —añadió—. Yo era un primate macho de catorce y medio. No nos preocupamos, sencillamente. Y ahora es demasiado tarde para que nos preocupemos.

—¡Demasiado tarde! —exclamó Demon, enderezándose en su asiento.

—Por favor, papá, no pierdas la calma. Ya te dije una vez que la naturaleza había sido amable conmigo. He podido permitirme el lujo de ser despreocupado en todos los sentidos del término.

—No me interesan la semántica ni el semen. Yo sólo sé, y quiero saber, una cosa: noes demasiado tarde para acabar con esa cosa innoble.

—Evitemos los gritos y los adjetivos horteras —interrumpió Van.

—De acuerdo —dijo Demon—, retiro el adjetivo y te pregunto, con toda calma: ¿es demasiado tarde para impedir que tu relación con tu hermana destruya su vida?

Van esperaba aquello, y dijo que lo esperaba. Su acusador había renunciado al «innoble». ¿Podía pedirle que precisase lo que entendía por «destruir»?

La conversación tomó un tono neutro mucho más terrible que la confesión preliminar de faltas por las que los jóvenes amantes habían ya perdonado, desde mucho antes, a sus padres. ¿Qué pensaba Van de la carrera teatral de Ada? ¿Reconocía que sería inevitablemente destruida si sus relaciones continuaban? ¿Consideraba la posibilidad de vivir a escondidas, en un exilio lujurioso? ¿Estaba decidido a privar a Ada de su legítimo derecho a un matrimonio normal y a la satisfacción normal de sus ilusiones de maternidad?

—No olvides el «adulterio normal» —interrumpió Van.

—¡Cuánto mejor sería! —dijo sombríamente Demon, sentándose en el borde del canapé, con los codos en las rodillas y la frente entre las manos—. El horror de esta situación es un abismo que se hace más profundo cuanto más pienso en él. Me obligas a emplear términos tan trillados como «familia», «honor», «posición», «legalidad»... ¡Sí, yo he sobornado, en mi vida desordenada, a muchos representantes del orden establecido! ¡Pero ni tú ni yo podemos comprar toda una civilización, un país entero! Y el choque emocional de descubrir que, durante casi diez años, tú y esa deliciosa niña habéis engañado a vuestros desventurados padres...

Van esperaba que Demon utilizase el recurso de «quieres-matar-a-tu-pobre-madre», pero Demon tuvo la suficiente sabiduría para abstenerse de hacerlo. Nada podía «matar» a Marina. En caso de que alguna vez llegasen a sus oídos ecos escandalosos de incesto, el afán de proteger su «paz interior» los haría inaudibles para ella... o, al menos, los envolvería en un halo romántico, fuera del alcance de la realidad. Tanto Van como su padre lo sabían muy bien. La imagen de Marina, apenas entrevista, desapareció en un cómodo fundido.

—No puedo desheredarte —prosiguió Demon—. Aqua te dejó suficiente ridgey propiedades para dejar sin efecto un castigo convencional. Tampoco puedo denunciarte a las autoridades sin comprometer a mi hija, a la que he de proteger cueste lo que cueste. Pero todavía me queda algo por hacer. Puedo maldecirte, puedo hacer que ésta sea nuestra última, nuestra última...

Van, cuyo dedo índice acariciaba en un incesante movimiento de vaivén el borde mudo pero aliviadoramente liso del escritorio de caoba, oyó con horror el sollozo que conmovió el cuerpo de Demon y vio caer un diluvio de lágrimas por sus mejillas hundidas y atezadas. Quince años antes, el día del cumpleaños de Van, Demon, haciendo de Boris Godunov había derramado lágrimas extrañas, aterrorizadoras, de un negro de jade, antes de rodar por los escalones de un trono de parodia, en el total abandono de la muerte a la fuerza de gravedad. Los surcos negros que aparecían en su cara en la nueva representación, ¿se debían a que se teñía las pestañas, los párpados, las cejas? El jugador funesto... la pálida mujer fatal de otro famoso melodrama... o del nuestro. Van ofreció a su padre un pañuelo limpio para remplazar lo que ya sólo era un guiñapo. La calma marmórea que experimentaba en sí mismo no le sorprendía: el ridículo de un dúo lacrimoso con su padre obstruía oportunamente los conductos naturales de las emociones.

118
{"b":"143055","o":1}