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El padre de Van acababa de abandonar un Santiago para ir a observar en otro los efectos de un terremoto, cuando el Hospital de Ladore le telegrafió que Dan estaba muñéndose. Partió sobre la marcha para Manhattan, con alas silbantes. Y ojos encendidos. No tenía muchas distracciones en la vida.

En el aeropuerto de la ciudad, blanca a la luz de la luna, que nosotros llamamos Tent y que los marineros de Tobakov, sus constructores, llamaban Palatka, en el norte de Florida (aeropuerto en que unas complicaciones de motor le obligaron a cambiar de avión), Demon pidió una conferencia interurbana y recibió una información exhaustiva de la muerte de Dan, de labios del doctor Nikulin (nieto del gran roedorólogo Kunikulinov... no podemos librarnos de la lechuga). La vida de Daniel Veen había sido una mezcla de lo prêt-à-portery lo grotesco, pero su muerte se engalanó con una veta de arte, porque fue un reflejo (como su primo, y no su médico, supo ver instantáneamente) de su tardía pasión por los cuadros verdaderos o falsos asociados al nombre de Hieronymus Bosch.

Al día siguiente, 5 de febrero, hacia las nueve de la mañana, hora (de invierno) de Manhattan, cuando se dirigía al despacho del notario de Dan y justo en el momento en que se disponía a atravesar la avenida Alexis, Demon vio a una antigua conocida, la señora Erquatre, que avanzaba hacia él por la misma acera, en compañía de su perro faldero. Sin vacilar, Demon descendió de la acera y, como no tenía sombrero que quitarse (no se llevaba sombrero con el impermeable, y, además, acababa de tomar una píldora muy exótica y potente para poder afrontar la prueba del día después de un viaje sin dormir), se limitó —muy adecuadamente— a agitar su esbelto paraguas, luego se acordó, con una inconfundible pincelada de voluptuosidad, de una de las chicas enjuaga-bocas de su difunto esposo, y pasó suavemente ante el caballo cansino de un carro de verduras, lejos de la línea de avance de la señora R4. Pero, precisamente para una tal eventualidad, el destino tenía preparada su alternativa. Cuando Demon pasaba apresuradamente (o, en términos de la píldora, tranquila y reposadamente) ante el Mónaco, donde tantas veces habían comido, se dijo que su hijo (con quien no había podido establecer contacto) seguía quizás compartiendo el penthousede aquel bello inmueble con la insignificante Córdula de Prey. No había subido nunca... ¿O sí? ¿Para una conversación de negocios con Van? ¿En una terraza inundada de sol? ¿Con un drinkopalino? (Había subido, es verdad; pero Córdula no era insignificante... y, además, no estaba.)

Con la idea sencilla y nítida (desde el punto de vista de una bonita combinación) de que, después de todo, no había más que un solo cielo (blanco, con diminutas y multicolores chispas ópticas), Demon se lanzó al vestíbulo para coger el ascensor, en el que acababa de entrar un camarero pelirrojo con un desayuno para dos en una mesa de ruedas, y el Timesde Manhattan sujeto entre las cúpulas de plata, rutilantes y ligeramente arañadas. ¿Seguía viviendo allí su hijo?, preguntó automáticamente, poniendo entre las cúpulas una pieza del más noble metal. Y el imbécil, radiante, dijo que sí, que había vivido allí con su dama todo el invierno.

—Entonces, somos compañeros de viaje —dijo Demon, olfateando, no sin anticipado sibaritismo, el aroma del café del Mónaco, exacerbado por la sombra de las hierbas y las flores tropicales que se agitaban en la brisa de su mente.

Aquella memorable mañana, Van después de pedir el desayuno, había saltado fuera del baño y se había puesto una bata de color fresa, cuando creyó oír la voz de Valerio en el salón contiguo. Dirigió sus pagos hacia la puerta del mismo, tarareando notas más o menos sueltas, feliz al pensar en aquella nueva jornada de felicidad creciente (otra molesta pequeña arista limada, otro doloroso nudo del pasado readaptado a Ja nueva trama luminosa).

Demon, completamente vestido de negro, botines negros, chalina negra y el monóculo sujeto por una cinta negra más ancha de lo acostumbrado, estaba sentado a la mesa del desayuno, con una taza de café en la mano, y en la otra una página financiera del Times, plegada según las leyes de la comodidad.

Se sobresaltó ligeramente y dejó su taza con un gesto más bien brusco, al observar k coincidencia cromática entre el albornoz y un detalle (súbitamente luminoso en su recuerdo) del ángulo inferior de cierto cuadro reproducido en el catálogo copiosamente ilustrado de su mente.

Todo lo que Van pudo decir fue «no estoy solo», pero Demon estaba demasiado lleno del rico material de malas noticias de que era portador para prestar atención a la estúpida advertencia de Van, que, simplemente, debería haber entrado en el dormitorio contiguo para volver a salir un momento después (luego de cerrar con llave la puerta, dejando así fuera años y años de vida perdida). En cambio, todo lo que hizo fue quedarse de pie junto a la silla en que su padre estaba sentado.

Según Bess (que en ruso quiere decir «diablo»), la hermosa —pero, por lo demás, desagradable —enfermera de Dan, que él había preferido a todas las demás, y a la que se había llevado a Ardis porque todavía sabía extraer bucalmente unas últimas gotas de placer de su cuerpo cansado, Dan llevaba ya algún tiempo quejándose (incluso antes de la súbita partida de Ada) de que un diablo que reunía las características de la rana y de los roedores trataba de montar a horcajadas sobre él y hacerle galopar hasta ese lugar de suplicio que es la eternidad. Dan describía a su jinete ante el doctor Nikulin como un ser negro, de vientre pálido, con un escudo dorsal negro y brillante como el caparazón de un escarabajo pelotero y que blandía un cuchillo en una de sus patas delanteras. Una Mañana helada de finales de enero Dan había conseguido escaparse por un dédalo de bodegas y un cuarto de herramientas de jardinería hacia los arbustos sin hojas del parque de Ardis. No llevaba encima otra cosa que una roja toalla de baño pendiente de su grupa como una especie de concha, y, a pesar de las dificultades del camino, se había arrastrado a cuatro patas, como una cabalgadura lisiada montada por un jinete invisible, hasta muy dentro del bosque. Por otra parte, si Van hubiese intentado prevenirla, ella podría haber dejado oír su gran bostezo «ádico» y pronunciado alguna palabra irrevocablemente íntima en el momento de abrir él la espesa puerta protectora.

—Por favor —dijo Van —baja, y me reuniré contigo en el bar en cuanto esté vestido. Me encuentro en una situación muy delicada.

—¡Vamos, vamos! —replicó Demon, ajustándose el monóculo—. Córdula no se enfadará.

—Es otra chica, mucho más impresionable (¡otra horrible torpeza!), ¡Al diablo Córdula! Córdula es ahora la señora Tobak.

—¡Ah, claro! —exclamó Demon—. ¡Qué estúpido soy! Ahora recuerdo que el prometido de Ada me lo dijo. Ha trabajado algún tiempo en Phoenix, en el mismo banco que el joven Tobak. ¡Por supuesto! Un rubio de ojos azules, cuadrado de espaldas. Un tipo espléndido. Backbay Tobakovich.

—Me importa poco... aunque tenga el aspecto de un sapo albino, mu. tilado y crucificado. Por favor, papá, es realmente necesario que...

—Es curioso lo que acabas de decir. Sólo he venido a informarte de que el pobre primo Dan ha muerto, de una muerte singularmente «boschiana». Imaginaba que un fantástico roedor cabalgaba sobre él y le obligaba a salir de la casa. Le encontraron demasiado tarde, y ha muerto en la clínica de Nikulin, delirando sobre ese detalle del cuadro. Ahora tengo el problema de reunir a la familia. El cuadro se conserva en el museo de bellas artes de Viena.

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