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Van había visto la película y le había gustado. La actriz irlandesa Lenore Colline, infinitamente graciosa y melancólica

Oh, qui me rendra ma colline,

et le grand chêne, and my colleen!

había hecho que se le abriera el corazón, tanto se parecía a una foto de Ada Ardis junto a su madre, en Belladonna, una revista de cine que Greg Erminin le había enviado, pensando que le encantaría ver a su tía y a su prima fotografiadas juntas en un patio californiano, en vísperas del estreno de la película. En el primer acto, la hija mayor del difunto general Serguei Prozorov, Varvara, procedente de su lejano convento o Tsitsikar, llega a Perm (llamada también Permaceti), ciudad situada en la aislada región de la Bahía de Akimsk, en Canadia septentrional, para tomar el té con Olga, Macha e Irina en la onomástica de esta última. Para consternación de la monja, sus tres hermanas sólo piensan en una cosa: dejar la húmeda y fría «Permanente» (como la llama, por burla, Irina) y sus nubes de mosquitos —por lo demás, el lugar más encantador y tranquilo del mundo— para ir a darse la gran vida en Moscú, Idaho, remota y pecadora ciudad, que fue la primera capital de Estocilandia. En la primera edición de su drama (que nunca logró del todo ese suave suspiro que caracteriza las obras maestras), Tchechoff (como él mismo escribía su nombre aquel año, en la execrable pensión rusa del número 2 de la calle Gounod, Niza, acumulaba en las dos breves páginas de una ridícula escena expositoria toda la información que deseaba soltar, grandes masas de recuerdos y de fechas cuyo peso eran incapaces de soportar los frágiles hombros de las tres desventuradas estocianas. Más tarde redistribuyó aquel lote informativo en una escena mucho más larga, y la llegada de la cuarta hermana, la monachka Varvara, le dio ocasión de vaciar en el diálogo todo lo que se necesitaba para satisfacer la insaciable curiosidad de los espectadores. Fue una prueba de su habilidad de dramaturgo. Desgraciadamente, como tantas veces ocurre cuando el autor introduce un personaje con la única intención de que le saque de un apuro, la monja prolonga su visita, y hasta el tercer acto (el penúltimo) no conseguirá el autor devolverla a su convento.

—Supongo —dijo Van, buen conocedor de su amiga —que no habrás pedido a Marina que te enseñase algún truco para la interpretación de Irina.

—Desde luego que no. Habríamos acabado peleándonos. Sus consejos me han exasperado siempre, por sarcásticos y ofensivos. He visto madres-pájaro que se enfurecen o se burlan neuróticamente cuando sus pobres pequeños, a los que ni siquiera les ha salido la cola, no aprenden a volar en seguida. Es algo que conozco demasiado. Por cierto, éste es el programa de mipequeño fracaso.

Van recorrió con la mirada la lista de actores y reparó en dos detalles divertidos: el papel del oficial de artillería Fedotik (cuyo atributo cómico consiste en un aparato fotográfico cuyo disparador hace funcionar constantemente), había sido confiado a un tal «Kim (diminutivo de Yakim) Eskimossoff», mientras que el denominado John Stornin hacía el personaje de Skvortsov (testigo en el duelo bastante irregular del último acto), cuyo nombre deriva de skvorets, estornino. Cuando Van hizo esta última observación, Ada se sonrojó, según sus hábitos del Viejo Mundo.

—Sí —dijo—. Era un muchacho encantador; flirteamos un poco, pero la tensión y los conflictos de la bisexualidad eran excesivos para él: había sido, desde la pubertad, el puerulusde un maestro de ballet, el gordo Dangleleaf. Acabó suiciándose. Ya ves («el rubor de sus mejillas había ahora dado paso a una palidez mate») que no te oculto ni una sola mancha de lo que rima con «Perm».

—Ya lo veo. Y Yakim...

—¡Oh, Yakim no era nada para mí!

—No es eso lo que quiero decir. Yakim al menos no hizo (como su homónimo) una foto del que era tu hermano en la comedia abrazando a su amiguita. Interpretada por Alba del Aire.

—No estoy segura. Creo recordar que nuestro director no desdeñaba algún intermedio cómico, de comic relief.

—Alba «en robe rose et verte», al final del primer acto.

—Creo que hubo un escape entre bastidores y algún eco de franco regocijo en la sala. Todo lo que tenía que hacer el pobre Estornino era gritar «¡ohé!» desde una barca en el Kama, para invitar a mi novio a pasar a la palestra.

Pero volvamos al metaforismo didáctico del amigo de Chejov, el conde Tolstoi.

Todos conocemos los viejos guardarropas de los viejos hoteles de la zona subalpina del Viejo Mundo. En principio, uno abre la puerta con infinitas precauciones, muy lentamente, muy suavemente, con la vana esperanza de ahogar el atroz crujido, el gemido rechinante que la puerta va emitiendo al abrirse. Y luego, se descubre en seguida que cuando se la abre o cierra con celeridad, con un empujón audaz el gozne diabólico es cogido por sorpresa y su grito no viene a turbar nuestro silencio triunfante. A pesar de la exquisita y soberana felicidad que les inundaba y satisfacía (y no queremos hablar solamente de la herida rosa de Eros), Ada y Van sabían que ciertas puertas de la memoria deben permanecer cerradas si no se quiere que su monstruosa queja desgarre hasta el último nervio del alma. Pero si la operación se ejecuta con presteza, si las manchas indelebles sólo son mencionadas entre dos ágiles agudezas, es posible que la fuerza anestésica de la vida atenúe el inolvidable suplicio que podía resultar de la puerta que se abre.

De cuando en cuando Ada ironizaba a propósito de los pecadillos sexuales de Van, aunque generalmente tendía a ignorarlos, como si reivindicase implícitamente, para los pequeños extravíos propios, una tolerancia igual a la suya. Van era más inquisidor, pero no aprendió de sus labios mucho más de lo que ya sabía por sus cartas. Ada atribuía a sus antiguos admiradores todos los defectos que ya conocemos: incompetencia en la tarea, inanidad y nulidad. En cuanto a sí misma, todo lo que tenía que reprocharse eran las fáciles complacencias de la piedad femenina. Los argumentos higiénicos y sanitarios que invocaba herían a Van más de lo que le habría herido la confesión insolente de una apasionada traición. Ada había optado por «trascender» los pecados sensuales de ambos. Para ella, el adjetivo «sensual» designaba lo que no tenía sentido ni alma, y, en consecuencia, nada significaba en el inefable «a partir de ahora» en el que creían tácitamente, tímidamente, los dos jóvenes. Van se esforzaba en acomodarse a la misma línea lógica, pero no conseguía olvidar la vergüenza y el suplicio, ni siquiera cuando alcanzaba las cimas de felicidad que no había conocido en las horas más luminosas que habían precedido a las más sombrías de su pasado.

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Tomaron muchas precauciones... todas perfectamente inútiles, pues nada puede cambiar el final (escrito y archivado) de este capítulo. Sólo Lucette y la agencia que les remitía las cartas conocían la dirección de Van. Por mediación de una amable dama de honor del banco de Demon, Van supo que su padre no aparecería por Manhattan antes del 30 de marzo. Nunca salían ni volvían juntos, y acordaban un lugar de reunión —la biblioteca o algún mercado— para que sirviese de punto de partida a sus excursiones del día... Y he aquí que la única vez que quebrantaron la regla (Ada se había quedado bloqueada en el ascensor durante unos instantes y Van había bajado demasiado alegremente las escaleras desde su cima común), desembocaron en mitad del campo visual de la anciana señora Erquatre, que pasaba justamente ante la puerta en compañía de su minúsculo y sedoso Yorkshirede largos pelos grises y castaños. El reconocimiento resultó inmediato y completo: la dama conocía a las dos familias desde hacía años y se enteró con interés (de labios de una Ada que cotorreaba más que charlaba) de que Van se encontraba en la ciudad cuando, casualmente, Ada había llegado del oeste, que Marina estaba muy bien, que Demon se encontraba en Méjico o en Oxmice, y que Lenore Colline tenía un perrito igual de adorable, con una igual de adorable raya a lo largo de la espina dorsal. Aquel mismo día (3 de febrero de 1893) Van volvió a untar al ya ahíto portero para que respondiera a toda pregunta que pudiera hacerle cualquier visitante —y sobre todo a una viuda de dentista con perro-oruga —acerca de cualquier Veen, con una breve declaración de absoluta ignorancia. El único personaje que se olvidó de tener en cuenta era la vieja bribona que suele presentarse en figura de esqueleto o de ángel.

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