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—Siempre puede ser conveniente un mudo —dijo Van, con aire fúnebre—. Podría hacer el papel de eunuco sin lengua en Estambul, mi bulbul, o el de mozo de cuadra disfrazado de muchacha granjera y portador de un mensaje de su amo.

—Van, ¿te estoy aburriendo?

—¡No, qué tontería! Es una pequeña historia clínica interesante y palpitante.

Porque, a decir verdad, Lucette no estaba haciéndolo mal... Con tres tiros había abatido tres años... sin contar el plomo en el ala del cuarto. ¡Buen disparo... Adiana! Me pregunto cuál será el nuevo blanco.

—No me obligues a describirte más en detalle las enternecedoras noches tórridas y terribles que todavía pasamos, entre aquel pobre muchacho y el intruso que le sucedió. Si mi piel fuese tela y sus labios pincel, no habría en mi cuerpo ni una sola pulgada que no hubiese recibido su toque de color, y viceversa. ¿Te horroriza eso, Van? ¿Nos execras?

—Al contrario —replicó Van, en un acceso bastante bien imitado de indecente regocijo—. De no haber nacido macho y heterosexual, yo seguramente hubiera sido lesbiana.

Anonadada ante una reacción tan trivial a su obra maestra de astucia desesperada, Lucette abandonó, y quedó inmovilizada ante un gran agujero negro y gentes que tosían lúgubremente aquí y allá entre el invisible auditorio eterno. Por centésima vez Van miró el sobre azul: el borde longitudinal no estaba exactamente paralelo a la repisa de caoba, el ángulo superior izquierdo casi desaparecía tras la bandeja de las botellas de coñac y soda, el ángulo inferior derecho apuntaba hacia la novela preferida de Van, The Slat Sign, posada sobre el aparador.

—Quiero que volvamos a vernos pronto —dijo Van, que se mordía el pulgar, maldecía el silencio y se moría de ganas de leer el contenido del sobre azul—. Vendrás a mi casa, a un apartamento que he comprado en la Avenida Alexis. He amueblado la habitación de invitados con poltronas, hacheros y mecedoras, de modo que parece el tocador de tu madre.

Las dos comisuras de la triste boca de Lucette hicieron una reverencia «a la americana».

—¿Podrás quedarte algunos días conmigo? Te prometo comportarme como es debido. ¿Te parece bien?

—Tu concepto de «lo que es debido» puede no coincidir con el mío. Pero... ¿olvidas a Córdula de Prey? Quizás a ella no le guste.

—El apartamento es mío. Por lo demás, Córdula es hoy la señora de Ivan G. Tobak. En estos momentos están haciendo locuras en Florencia. Mira su última tarjeta: retrato de Vladimir Christian de Dinamarca, Galería Pitti, quien, según pretende Córdula, es el «muerto retrato» de su Ivan Giovanovich. Puedes mirarlo.

—¿A quién le importa Sustermans? —declaró Lucette, un poco en el estilo de las respuestas oblicuas, de «salto de caballo de ajedrez», de su hermana, o de regate de futbolista latino.

—No. Es un olmo. Tiene quinientos años.

—Su antecesor —continuó Van —fue el famoso almirante ruso que se batió en duelo a espada con Jean Nicot y que dio su nombre a las islas Tobago o a las islas Tobakoff, no recuerdo cuáles, hace mucho tiempo... quinientos años.

—Si te he hablado de Córdula es sólo porque una antigua amante puede fácilmente inquietarse al sacar ciertas conclusiones erróneas... como el gato que llega a saltar una barrera y se va corriendo sin intentarlo por segunda vez, y luego se detiene, un poco más allá, para mirar hacia atrás.

—¿Quién te ha hablado de ese disoluto cordeludio... interludio, quiero decir?

—Tu padre, mon cher. Le hemos visto mucho en el Oeste. Ada se había figurado al principio que Tapper era un seudónimo y que tú te habías batido con otro, pero por entonces nadie conocía aún la muerte de ese otro en Kalugano. Demon opina que habría bastado con que le hubieras apaleado.

—Imposible. Aquella rata estaba pudriéndose en un hospital.

—Yo me refiero al verdadero Tapper —exclamó Lucette, que estaba embrollando mucho su visita —y no a mi pobre profesor de música, traicionado, envenenado, inocente, al que ni la misma Ada, si hemos de creerla, consiguió curar de su impotencia.

—¡ Dresgemelos! —dijo Van.

—¿Quién te asegura que son suyos? El amante de su mujer tocaba la viola de tres mangos. Mira, voy a cogerte un libro (posando la vista por el estante más próximo, La Gitanilla, Clichés de Clichy, Buenos días, Mertvago, El feo de Nueva Inglaterra) y a acurrucarme, komondi, en el cuartito de al lado, mientras tú... ¡Oh, adoro The Slat Sign!

—No hay ninguna prisa —dijo Van.

Silencio (aún falta un cuarto de hora para el final del acto).

—A la edad de diez años —volvió a hablar Lucette, por decir algo —yo estaba todavía en la etapa del viejo Stopchin rosa, pero nuestra hermana (aquel año, aquel día, Lucette se permitía emplear el inesperado, el prohibido, el técnicamente impreciso posesivo plural de los autores, de los reyes, de los papas, del lenguaje humorístico, para hablar de Ada a Van), nuestra hermana había leído, en tres idiomas, muchos más libros que yo a los doce años. ¡Y, sin embargo...! Después de una horrible enfermedad que contraje en California, recuperé lo perdido: los pioneros vencieron a los piógenos. No intento alardear, pero, ¿conoces, por casualidad a mi gran favorito, Herodas?

—Pues, sí —contestó Van, negligentemente—. Obsceno contemporáneo de Justino, el erudito romano. Sí, es una bella obra, mezcla rutilante de sutileza y de brillante grosería. La has leído en la traducción francesa literal, con el texto griego, ¿verdad? Pero un amigo de Kingston me ha dado a conocer un fragmento descubierto recientemente y que tú no puedes conocer: la historia de dos niños, hermano y hermana, que lo hicieron tan a menudo, tan a menudo, que acabaron por morir de ello, tan enlazados que no se les pudo separar... Aquello se estiraba y se alargaba, y volvía a su sitio con un chasquido elástico en cuanto los padres, perplejos, aflojaban su esfuerzo. Es todo muy obsceno, pero, al mismo tiempo, muy trágico y terriblemente divertido.

—No, no conozco ese pasaje —dijo Lucette—. Pero, Van, ¿qué te pasa? ¿Por qué...?

—¡La fiebre del heno! —gritó Van, hurgando simultáneamente en cinco bolsillos en busca de pañuelo. El fracaso de su búsqueda, y la consiguiente mirada compasiva de Lucette, le anegaron en tal ola de pesar que prefirió salir de la habitación. Al pasar, tomó la carta, la dejó caer, la recogió y se encerró en la pieza más retirada (que olía aún a intimidades de Lucette) para leerla de un tirón.

Querido Van: Esta carta es mi último intento. Puedes considerarla como un documento sobre la locura, o como la hierba del arrepentimiento. No importa: lo que quiero es volver contigo, y vivir contigo, donde estés, para siempre, siempre. Si desprecias a «la doncella al pie de tu ventana», envío inmediatamente un aerograma comunicando que acepto la propuesta de matrimonio que han hecho a tu pobre Ada el mes pasado, en el estado de Valentín. Se trata de un ruso de Arizona, correcto y simpático, no muy brillante y pasado de moda. Nuestro único punto en común es el vivo interés que ambos sentimos por muchas plantas desérticas de aspecto militar, y particularmente por diversas especies de pitas, huéspedes de las orugas endófitas del más noble animal de América, la Hesperia gigante (ya ves, Krolik otra vez). Es propietario de caballos, de cuadros cubistas y de pozos de petróleo (cosa esta última que no sé bien lo que es; nuestro padre que está en los Infiernos y que también los tiene, no ha querido informarme, limitándose a hacer alguna que otra arriesgada alusión, según su costumbre). He dicho a mi paciente Valentines que le daré una respuesta definitiva después de haber consultado con el único hombre a quien he amado y amaré en toda mi vida. Procura telefonearme esta tarde. Algo va mal en la línea de Ladore, pero me aseguran que la avería será localizada y reparada antes de la hora de la marea. Tvoia, tvoia, tvoia (tuya),

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