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—¡Los Zemski ganan! Como yo esperaba, te pareces a Dolly, tal como la vemos en ese retrato colgado en la pared, encima de su «inscritorio», todavía vestida con sus lindas pantalettesy con un clavel flamenco entre los dedos.

—No, no —dijo Lucette—. Aquel óleo indiferente vigilaba vuestros estudios y vuestros retozos desde el otro extremo de la sala, cerca de la alacena.

¿Cuándo acabará este suplicio? Ni siquiera puedo abrir esta carta delante de ella y leerla en alta voz para edificación de mi público. Carezco de arte para darle ritmo a mis gemidos.

—Un día, en la biblioteca, arrodillada en una silla Chippendale con cojín amarillo, ante una mesa ovalada con patas de garra de león...

[El estilo epitético de esta frase nos hace creer que está inspirada en una fuente epistolar. Editor.]

—...al terminar una partida de Flavita, me encontré ante seis Buchstabencon las que no sabía qué hacer. Ten en cuenta que tenía ocho años y nunca había estudiado anatomía, pero hacía todo lo que podía, lo poco que podía, para mostrarme a la altura de mis dos Wunderkinder. Tú examinabas, con ojos y dedos, el caballete en que disponía mis letras y redistribuías el orden fortuito en que se encontraban (algo así como LIKROT, o ROTIKL, o...), y Ada, asomando sobre nuestras cabezas, nos inundaba con sus sedas de cuervo. Apenas habías acabado tu pequeña metomorfosis cuando los dos caísteis sobre la alfombra negra en un acceso de hilaridad tan violento como incomprensible. Por fin, yo compuse tranquilamente la palabra ROTIK (boquita), sin saber qué hacer con mi miserable inicial, que me sobraba. Van, supongo que he embrollado las cosas todo lo posible. Es verdad que la plus laide fille du monde peut donner beaucoup plus quelle n’a... Y ahora, digámonos adiós. Tuya para siempre.

—...«mientras esta máquina le pertenezca» —murmuró Van.

—Hamlet —proclamó la más brillante alumna del conferenciante.

—De acuerdo, de acuerdo —asintió su verdugo (y verdugo de sí mismo)—, pero observa que un jugador de Scrabbleinglés de mentalidad inclinada a cuestiones médicas y que dispusiese de dos letras más, habría podido encontrar, por ejemplo, STIRCOIL (famoso estimulante de las glándulas sudoríparas) o CITROILS (ese producto que emplean los mozos de cuadra para frotar a sus potras).

—Cállate, Vandemoniano —gimió Lucette—. Lee la carta y dame mi abrigo.

Pero él continuó, con las facciones convulsas.

—¡Estoy abrumado! Nunca habría creído que una joven de buena familia, descendiente de reyes escandinavos, de grandes príncipes rusos y de barones irlandeses, pudiera emplear el lenguaje proverbial del pueblo llano. Sí, Lucette, tienes razón, te comportas como una cocotte.

Meditativa y melancólica, Lucette precisó:

—Como una cocotte rechazada, Van.

O moia dushen'ka(querida mía) —exclamó Van, indignado de su propia vulgaridad y crueldad—. ¡Perdóname, por favor! Soy un enfermo. Hace cuatro años que sufro de consanguíneocanceroformia, una misteriosa enfermedad que ha descrito Coniglietto. No pongas tu manita fría en mi garra, ese gesto sólo podría precipitar tu fin y el mío. Continúa tu historia.

—Bien, después de haberme enseñado ejercicios sencillos para una sola mano que podía practicar sola, la cruel Ada me abandonó. Desde luego, nunca dejamos realmente de hacerlo juntas alguna que otra vez, después de una fiesta, en el ranchito de unos conocidos al que habíamos sido invitadas, en un remolque blanco que ella me enseñaba a conducir, en un coche-cama que cruzaba la pradera a toda velocidad, y en el triste, triste Ardis, donde pasaba una noche con ella antes de salir para Queenston. Oh, Van, yo amo sus manos porque tienen tu misma rodinka(pequeña mancha de nacimiento), porque sus dedos son igual de largos, en fin, porque son, verdaderamente, las manos de Van en un espejo reductor, sus tiernos diminutivos, v laskatel'noy forme(el discurso de Lucette, como ocurría a menudo, en los momentos de emoción intensa, a los miembros de la rama Veen-Zemski de aquella extraña familia, la más noble de Estocilandia, la más ilustre de Antiterra, estaba salpicado de términos rusos, efecto no demasiado consecuentemente reproducido en este capítulo; esta noche nuestros lectores están levantiscos).

—Me abandonó —prosiguió Lucette, con un chasquido de labios y alisándose con mano distraída las medias transparentes—. Sí, se lanzó a una aventurilla bastante triste con Johnny, un joven actor de Fuerteventura — c'est dans la famille—, su exacto odnoletok(coetáneo), nacido el mismo año, el mismo día, en el mismo segundo... como si fuese su hermano gemelo.

La tonta de Lucette acababa de cometer un error.

—¡Ah, eso no puede ser! —interrumpió Van, sombrío, balanceándose a derecha e izquierda, con las manos crispadas y el ceño fruncido (¡cómo le gustaría a uno aplicar un Wattebausch—como el pobre Rack solía llamar a los vacilantes arpegios de Lucette —empapado en agua hirviente a ese pequeño furúnculo maduro que apunta en la sien derecha de Van!)—. Sencillamente, no puede ser. Ningún maldito gemelo puede hacer eso. Ni siquiera las que vio Brigitte, un número gracioso sin duda, con la llama de su vela excitando sus pezones desnudos. La diferencia de edad habitual entre dos gemelos (su voz era la voz de un loco, pero tan bien contenida que sonaba como la de un redomado pedante) no es inferior a un cuarto de hora: ése es el tiempo que la matriz en ejercicio necesita para descansar y distenderse, con una revista femenina, antes de reemprender sus poco apetitosas contracciones. En ciertos casos muy raros en que la matriz sigue trabajando automáticamente, el tocólogo, aprovechándose del hecho, extrae el segundo crío, que entonces puede ser considerado como tres minutos más joven que su predecesor. Y, cuando consideraciones dinásticas acompañan el feliz acontecimiento —doblemente feliz, en este caso (Egipto entero está ansioso)—, esa diferencia de tiempo puede tener, y tiene, más consecuencias que en la línea de meta de una carrera. Pero las criaturas, cualquiera que sea su número, no salen nunca en fila india: la expresión «gemelos simultáneos» presenta una contradicción en sus términos.

Nu uzh ne znayu(bueno, no sé) —murmuró Lucette, reproduciendo fielmente el tono abatido con que su madre pronunciaba la frasecita, expresión aparente de una confesión de ignorancia y error, pero que tendía, con su acento apenas perceptible de condescendencia, más que de consentimiento, a atenuar y diluir la veracidad de la réplica correctora del interlocutor—. Lo único que yo quería decir —continuó —es que se trataba de un bello hispanoirlandés sombrío y pálido, y que la gente les tomaba por gemelos. No he dicho que fuesen verdaderos gemelos. O «drillizos».

¿ Drillizos? ¿Quién lo pronunciaba así? ¿Quién, quién? ¿Una pobre criatura empapada y chorreando, en un sueño? ¿Vivían todavía los huérfanos? Pero sigamos oyendo a Lucette.

—Al cabo de un año, más o menos, descubrió que era el querido de un viejo pederasta, y le dejó. El desgraciado se metió una bala en la cabeza, en una playa de moda, durante la marea alta, pero los turistas y los bisturistas le sacaron de aquel mal paso, aunque ahora tiene el cerebro deteriorado y ha perdido definitivamente el habla.

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