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Van abrió un cajón, tomó un pañuelo limpio de un montón impecable y repitió en seguida el gesto arrancando de un bloc una hoja de papel. Es extraordinaria la utilidad que pueden tener, en momentos caóticos, esas reiteraciones rítmicas que asocian objetos relacionados por alguna analogía (en este caso, la blancura, la forma rectangular). Van escribió un breve aerograma y regresó al salón. Encontró allí a Lucette, que volvía a envolverse en sus pieles, y a cinco científicos de gestos torpes a los que abría camino un criado estúpido. Los cinco formaron círculo, en silencio, en torno al amable y gracioso maniquí que hacía la presentación de un modelo de la nueva colección de invierno. Bernard Rattner, joven rechoncho y colorado, de cabello negro y gruesas gafas, acogió a Van con aire de afable alivio.

—¡Dios santo! —exclamó Van—. Yo había entendido que debíamos vernos en casa de su tío.

Con gestos rápidos centrifugó a los intrusos hacia las sillas de la sala de espera, y, pese a las protestas de su linda prima («son sólo veinte minutos, a pie; no me acompañes, por favor»), campofonó que le acercaran el coche. Después, en la estela de Lucette, bajó ruidosamente los peldaños de la estrecha escalera, katrakatra(cuatro a cuatro). Por favor, niños, katrakatrano (Marina).

—Yo también sé —dijo Lucette, como continuando la conversación anterior— quién es él.

Y mostraba con el dedo la inscripción «Voltemand Hall», grabada en la fachada del inmueble del que acababan de salir.

Van le dirigió una mirada rápida... pero ella sólo quería hablar del cortesano de Hamlet.

Pasaron bajo una bóveda oscura, y, cuando llegaron al aire libre y multicolor de un delicado crepúsculo, Van hizo detenerse a Lucette y le dio el aerograma que había escrito. En él pedía a Ada que alquilase un avión y se presentase en su apartamento de Manhattan en cualquier momento de la mañana siguiente. Él saldría de Kingston, en automóvil, hacia la media noche. Conservaba la esperanza de que el dorófono de Ladore estaría reparado antes de su partida. De todos modos, su aerograma seguramente no tardaría más de dos horas en llegar a su destino. Lucette dijo «¡hum, hum!» que primero tenía que pasar por Mont-Dore (perdón, Ladore) y que si llevaba la palabra «Urgente» llegaría sin duda al amanecer, en manos de un mensajero deslumbrado por la aurora, galopando hacia el este en el jamelgo loco del maestro de posta, porque las ordenanzas locales prohibían en domingo el uso de motociclos: l'ivresse de la vitesse, conceptions dominicales.Pero, aún así, Ada dispondría de tiempo sobrado para hacer el equipaje, encontrar la caja de lápices de color que Lucette le había pedido que trajera si venía, y llegar a la hora del desayuno al dormitorio que, hasta fecha reciente, había sido de Córdula. Ninguno de los hermanastros estaba aquel día en su mejor forma.

—A propósito —dijo Van—. Fijemos la fecha de tu próxima visita. Esta carta cambia mis planes. Cenemos juntos en el Ursus el próximo fin de semana. Ya te avisaré.

—Sabía que había perdido de antemano —dijo Lucette, desviando la mirada—. Sin embargo, lo he hecho lo mejor que he sabido. He imitado todos sus shtuchki(pequeños ardides), soy mejor actriz que ella. Pero eso no basta, ya lo sé. Y ahora, vuelve a subir en seguida: van a emborracharse abominablemente con tu coñac.

Él hundió las manos en las vulvas tibias de las mangas sedosas de Lucette, y apretó durante unos instantes sus codos delgados y desnudos, contemplando sus labios pintados con un deseo meditativo.

—Un beso, sólo uno —imploró Lucette.

—¿Me prometes no abrir la boca, no derretirte, no hacer bailar y vibrar la lengua?

—¡No lo haré, lo juro!

Van vaciló.

—¡No! Es una tentación desgarradora, pero es preciso que no sucumba. No sobreviviría a otro desastre, a otra hermana, aunque sólo sea medio— hermana.

Takoe otchaianie(¡qué desesperación!) —gimió Lucette, ajustándose el abrigo que instintivamente acababa de abrir para recibirle.

—¿Te consolaría saber que de su regreso no espero más que torturas? ¿Que te considero como un ave del paraíso?

Ella sacudió la cabeza.

—¿Y que mi admiración por ti es dolorosamente intensa?

—Lo que yo quiero es Van, y no una admiración intangible...

—¿Intangible? ¡No seas tonta! Juzga tú misma. Te permito que toques, ligeramente, una sola vez, con el revés de tus dedos enguantados. He dicho con el revés... y una sola vez. Bueno, ya basta. No puedo besarte. Ni siquiera en tu cara ardiente. Hasta la vista, pequeña mía. Di a Edmond que eche un sueñecito cuando vuelva. Le necesitaré a las dos de la mañana.

VI

El objeto de aquella importante reunión era un cotejo de notas a propósito de un problema que Van iba a intentar resolver, muchos años más tarde, por otras vías.

Los investigadores de la clínica de Kingston habían examinado cuidadosamente varios casos de acrofobia para determinar si estaba mezclada con alguna forma particular de «terror del tiempo». Los tests habían proporcionado resultados enteramente negativos, pero lo que parecía especialmente curioso era que el único caso disponible de cronofobia aguda difería por su misma naturaleza —olor metafísico, tonalidad psicológica, etcétera —de los casos mejor estudiados de angustia del espacio. Sin duda, la observación de un solo enfermo enloquecido por el contacto de la trama del tiempo constituía una muestra demasiado restringida para que fuese posible compararla con la de un grupo numeroso de acrófobos locuaces. Y aquellos de nuestros lectores que hayan podido acusar a Van de temeridad y desatino (según la cortés terminología del joven Rattner) tendrán sin duda mejor opinión de él cuando sepan que había hecho todo lo posible para impedir que el señor T. T. (el valioso cronófobo) fuese curado demasiado precipitadamente de su rara e importante locura. Van estaba convencido de que dicho mal no tenía nada que ver con los relojes, ni con los calendarios, ni con ninguna medida o contenido del tiempo. Por el contrario, sospechaba y esperaba (como sólo puede esperar un investigador apasionado, pura y profundamente inhumano) que sus colegas acabarían por darse cuenta de que el miedo a las alturas (acrofobia) dependía esencialmente de una mala apreciación de las distancias, y que el señor Arshin, su mejor acrófobo, que ni siquiera podía saltar de un taburete, se lanzaría desde lo alto de una torre si se consiguiera persuadirle, por algún truco óptico, de que la red que los bomberos desplegaban cincuenta metros más abajo era una colchoneta colocada a un par de centímetros de sus pies.

Van hizo subir fiambres y un galón de cerveza de Gallows, pero su Pensamiento estaba en otro sitio y no brilló apenas en una conversación que iba a grabarse en su memoria como una grisalla inconcluyente y fastidiosa.

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