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Demonios, ¿acaso todo lo que el hombre tenía de animal era tan sucio? Hasta la maternidad, hasta la sonrisa de la virgen, sus dulces y tiernas manos que llevan el niño al seno... Sí, por supuesto, el instinto, y toda una religión construida sobre el instinto... seguramente la desgracia consiste en que intentan extender esta religión a la educación, donde ya no funciona instinto alguno, y si funciona es sólo para hacer daño... porque la loba le dice a sus lobeznos: «Morded como yo», y eso basta, y la liebre le dice a los lebratos: «Huid como yo», y eso también basta, pero el hombre educa a su cría: «Piensa como yo», y eso es ya un crimen... Pero esos mohosos, esos malditos infectos, son cualquier cosa menos seres humanos, quizá sean sobrehumanos... ¿qué han hecho? Primero: «Fíjate cómo pensaban antes de ti, mira lo que resultó de ello, eso está mal por esto y por aquello, y debe ser así y de tal manera. ¿Has visto? Y ahora, ponte a pensar por ti mismo cómo hacer para que no ocurra esto y aquello, sino eso y lo otro». Pero no sé qué es esto y aquello, ni qué es eso y lo otro, y en general todo esto ya ocurrió alguna vez, todo eso se ha intentado, salían algunas personas excelentes, casos individuales, pero la masa fundamental seguía el camino de siempre, nunca cambiaba de senda, vivía sencillamente, a nuestra manera. Cómo podrían educar a sus críos si sus padres nunca los educaron, sino que los entrenaron. «Muerde como yo y escóndete como yo», y de la misma forma el abuelo entrenó al padre, y el bisabuelo al abuelo, y así hasta lo más profundo de las cavernas, hasta los cavernícolas peludos con la lanza en la mano, hasta los devoradores de mamuts. A mí me dan lástima esos descendientes lampiños, me dan lástima porque también siento lástima de mí, pero a ellos no les importa, no nos necesitan para nada y no tienen la intención de reeducamos, ni siquiera pretenden destruir el viejo mundo, sólo exigen una cosa: que no se metan con ellos. Ahora eso es posible, ahora se puede comerciar con las ideas, ahora hay poderosos compradores de ideas que te van a proteger, meterán a toda la gente tras las alambradas para que el viejo mundo no moleste, te alimentarán, te cuidarán... con toda delicadeza afilarán el hacha con la que cortas la rama donde ellos se reúnen, llenos de medallas y enfundados en sus uniformes.

Y, qué demonios, eso es grandioso a su manera, ya lo han intentado todos, lo único que no han intentado es esto: educación en frío, sin mocos rosados, sin lágrimas... aunque qué es lo que estoy diciendo, qué sé yo de la educación que dan allí... pero, de todos modos, es crueldad, desprecio, eso está claro... No obtendrán resultado alguno porque, bien, el raciocinio, pensad, estudiad, analizad... ¿Y qué hay de las manos de la madre, de las manos que acarician, calman el dolor y convierten el mundo en un sitio cálido? ¿Y del mentón hirsuto del padre, que juega a la guerra, hace como un tigre, enseña a boxear, es el más fuerte y sabe más que nadie en el mundo? ¡Porque eso también estaba allí! No sólo las peleas a gritos (o en silencio) de los padres, no sólo el cinturón y el gruñido ebrio, no sólo los tirones absurdos de orejas, que de repente y sin saber por qué se transforman en mimos ansiosos, golosinas y monedas para ir al cine... Y qué sé yo, puede ser que ellos tengan equivalentes para todo lo bueno que existe en la maternidad y la paternidad... ¡Cómo miraba Irma a aquel mohoso! Cómo hay que ser para que te miren así... y en todo caso, ni Bol-Kunats, ni Irma, ni el nihilista lleno de granos se pondrán nunca camisas doradas, ¿y eso acaso es poco? Demonios, no necesito nada más de la gente.

«Espera —se dijo—. Encuentra lo fundamental. ¿Estás a favor o en contra de ellos? También hay una tercera salida: hacer la vista gorda. Pero yo no puedo hacer la vista gorda. ¡Ah, cuánto me gustaría ser cínico, qué fácil, sencillo y lujoso es ser cínico! Qué cosa: toda la vida me han pintado como un cínico, lo intentan, consumen unos medios fabulosos, gastan balas, flores de elocuencia, papel, puños, no escatiman gente, no escatiman nada para que yo me vuelva cínico, pero yo, de ninguna manera... Bien, está bien. De todos modos: ¿a favor o en contra? En contra, por supuesto, porque no soporto el desprecio, odio a todas las élites, odio toda intolerancia y no me gusta, no me gusta nada que me abofeteen y me echen... Y estoy a favor, porque amo a la gente inteligente, con talento, odio a los tontos, odio a los obtusos, odio las camisas doradas, odio a los fascistas, y por supuesto, está claro que de esa manera no lograré definir nada, sé demasiado poco sobre ellos, y de lo que sé, de lo que he visto con mis propios ojos, sólo sobresale lo malo: la crueldad, el desprecio, la inhumanidad, la fealdad física... Y el resultado es el siguiente: a favor de ellos está Diana, a quien amo, y Gólem, a quien aprecio, e Irma, a quien amo, y Bol-Kunats, y el nihilista lleno de granos... ¿Y quién está en contra? El burgomaestre está en contra, viejo canalla, fascista y demagogo; y el jefe de policía, uno que se vende al mejor postor; y Roscheper Nant, y la estúpida de Lola, y la banda de camisas doradas, y Pavor... Es verdad que, por otra parte, a favor de ellos está el profesional larguirucho, así como un tal general Pferd, no soporto a los generales, y en contra está Teddy y seguramente, muchos otros como Teddy... Sí, esto no se decide por mayoría de votos. Es algo parecido a las elecciones democráticas libres: la mayoría está siempre a favor de los canallas...»

Diana llegó a las dos, Diana Común Alegre, enfundada en una ceñida bata blanca, maquillada y peinada.

—¿Cómo va el trabajo? —preguntó.

—Ardo en él —respondió Víktor—. Ardo, alumbrando a otros.

—Sí, hay bastante humo. Deberías abrir la ventana... ¿Quieres comer?

—¡Demonios, claro que sí! —dijo Víktor, recordando que no había desayunado.

—¡Entonces vamos, diablos!

Bajaron al comedor. En torno a una larga mesa, sombríos por el agotamiento físico, los Hermanos de Raciocinio, serios y en silencio, tomaban una sopa dietética. El gordo entrenador, vistiendo un jersey azul, daba paseítos a espaldas de ellos, les palmeaba los hombros, les desordenaba el cabello y vigilaba atentamente los platos.

—Ahora te presentaré a una persona que comerá con nosotros —anunció Diana.

—¿De quién se trata? —inquirió Víktor con desagrado; tenía deseos de comer en silencio.

—De mi marido. Mi ex marido.

—Aja. Aja. Pues, bien... Es un placer.

«¿Y por qué se le habrá ocurrido eso? —pensó con cierta tristeza—. Nadie necesita eso.» Echó una mirada lastimera a Diana, pero ella lo conducía ya, con presteza, a la mesa de servicio, en el rincón más lejano. El ex marido de Diana se levantó al verlos llegar: de rostro amarillento, nariz ganchuda, vestía un traje oscuro y llevaba guantes negros. No le tendió la mano a Víktor, se limitó a inclinar la cabeza levemente.

—Hola, me alegro de verle —dijo en voz baja.

—Bánev —se presentó Víktor, con la falsa cordialidad que lo embargaba cada vez que veía a un marido.

—En realidad, ya nos conocemos. Soy Zurzmansor.

—¡Ah, claro! —exclamó Víktor—. ¡Por supuesto! Debo decirle que mi memoria es... —Calló un instante—. Un momento... ¿qué Zurzmansor?

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