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—¡Llevaos a los imbéciles! —gritaba—. ¡Llevaos a los bomberos! ¡Son la muerte! ¡Que se vayan! ¡Diana!

Era imposible saber qué gritaba cada cual en la multitud, pero aquella masa, inmóvil hasta entonces, comenzó a estremecerse rítmicamente, como un gigantesco plato de gelatina, y el oficial dejó caer el megáfono, retrocedió hasta la cabina del centinela, mientras los rostros de los soldados se endurecían, se erizaban, y arriba, en la torre, dejaron de moverse para apuntar. Y en ese momento se escuchó la Voz.

Era como un trueno, brotaba a la vez de todas partes y acalló de inmediato todos los demás sonidos. Era serena, hasta melancólica, en ella se adivinaba un hastío inconmensurable, una condescendencia infinita, como si hablara un gigante, soberbio y despectivo, que daba la espalda a la multitud molesta; como si hablara por encima del hombro, abandonando un momento sus ocupaciones trascendentales en aras de aquellas minucias que lo habían sacado de quicio.

—Dejad de gritar. Dejad de hacer gestos y de amenazar. ¿Acaso es tan difícil callarse y pensar en calma unos minutos? Vosotros sabéis perfectamente que vuestros hijos han huido de casa por propia voluntad, nadie los obligó, nadie los arrastró. Se han marchado porque vosotros os habéis vuelto del todo desagradables para ellos. No quieren seguir viviendo así, como habéis vivido vosotros y han vivido vuestros antepasados. A vosotros os encanta imitar a vuestros antepasados, y suponéis que la dignidad humana es eso, pero ellos piensan de otra manera. No quieren crecer para convertirse en borrachos y depravados, en gentuza insignificante, en esclavos y conformistas, no quieren que los conviertan en criminales, no quieren vuestras familias ni vuestro estado.

La Voz calló durante un minuto. Y durante un minuto no se escuchó sonido alguno, sólo un murmullo como causado por la niebla al arrastrarse sobre el terreno.

—Podéis estar tranquilos respecto a vuestros hijos —comenzó la Voz de nuevo—. Estarán bien, mejor que con vosotros y mucho mejor que vosotros. Hoy ellos no pueden recibiros, pero podéis venir desde mañana. En el valle de los Caballos se instalará una casa de encuentros, venid todos los días si lo deseáis, después de las tres de la tarde. Todos los días saldrán tres autocares desde la plaza central, a las dos y treinta. Eso no será suficiente, en todo caso es lo que hay para mañana, que vuestro burgomaestre se ocupe de incrementar el transporte.

La Voz calló de nuevo. La multitud estaba inmóvil, como una muralla. Era como si la gente temiera el menor movimiento.

—Sólo tened en cuenta una cosa —prosiguió la Voz—: Depende únicamente de vosotros que los niños quieran veros. Los primeros días todavía podremos hacer que los niños vengan a vuestro encuentro, incluso si no lo desean, pero más adelante... es asunto vuestro. Y ahora, dispersaos. Sois una molestia para nosotros, para vuestros hijos, para vosotros mismos. Y os doy un consejo: meditad, tratad de pensar qué podéis darles a vuestros hijos. Examinaos a vosotros mismos. Los habéis parido y los destrozáis a vuestra imagen y semejanza. Pensad en ello. Y ahora, dispersaos.

La multitud seguía inmóvil. Quizá intentaba pensar. Víktor lo intentaba. Eran pensamientos fragmentarios. Ni siquiera pensamientos, sino retazos de recuerdos, pedazos de conversaciones, el rostro tonto y maquillado de Lola... ¿No sería mejor un aborto? ¿Qué falta nos hace esto ahora?... El padre, con los labios temblorosos de rabia... Cachorro sarnoso, haré de ti un hombre, te voy a moler a palos... Resulta que tengo una hija de doce años, ¿no podrías ayudarme a meterla en algún sitio decente? Irma mira con curiosidad a Roscheper, hinchado en su insolencia... no mira a Roscheper, sino a mí... Sí, me da vergüenza, pero ¿qué entiende ella de eso, mocosa? ¡A la cama! Ahí tienes la muñeca, ¿te gusta? Eres muy pequeña todavía, crecerás y entenderás.

—¿Por qué estáis ahí parados? —tronó nuevamente la Voz—. ¡Dispersaos! —Una ráfaga de viento azotó los rostros y se esfumó—. Idos ya —añadió la Voz.

Y de nuevo azotó el viento, un viento denso como una pesada mano mojada, que empujó los rostros y desapareció. Víktor se secó las mejillas y vio que la multitud había retrocedido. Alguien gritó, se escucharon voces inseguras, se formaron pequeños remolinos en torno a los coches y los autocares. Treparon a la trasera del camión, todos deprisa, empujándose unos a otros, ocuparon los asientos de la cabina, otros montaban deprisa en sus bicicletas, los motores se pusieron en marcha. Muchos se iban caminando, mirando atrás con frecuencia, pero no hacia los soldados ni la ametralladora en la torre, ni al blindado, que se había aproximado haciendo rechinar sus metales y se había detenido a la vista de todos, con las escotillas abiertas. Víktor sabía por qué la gente se volvía y por qué se apresuraba, tenía las mejillas encendidas, y si algo le daba miedo era que la Voz les ordenara de nuevo que se fueran, que otra vez una pesada mano mojada les empujara el rostro con asco.

El grupo de idiotas de camisas doradas seguía ante el portón, de pie, indecisos, pero su número había disminuido. El oficial se acercó a los que quedaban y les gritó una orden, con firmeza, imperativo, cumpliendo un agradable deber, y ellos también retrocedieron, después se dieron la vuelta y echaron a andar, recogiendo por el camino los impermeables y capas grises, azules, oscuros, que yacían sobre el terreno, hasta que no quedó ni una mancha dorada. Por su lado pasaban autocares y coches, y la gente en la trasera del camión, impacientes y asustados, miraban en derredor y preguntaban dónde estaba la conductora.

Al rato, apareció Diana, Diana Airada, subió al estribo y miró a la trasera del vehículo.

—¡Sólo hasta el cruce! —gritó muy molesta—. ¡El camión va al sanatorio!

Y nadie se atrevió a objetar, todos estaban inusitadamente callados, conformes con cualquier cosa. Teddy no apareció, seguramente se había marchado en otro coche. Diana sacó el camión a la carretera, dejando atrás grupos de peatones y ciclistas, mientras a su vez, autos repletos de gente hasta el tope los adelantaban. No llovía, sólo había niebla y un aire húmedo y frío. La lluvia comenzó cuando Diana llegó al cruce, la gente bajó del camión y Víktor pasó a la cabina.

Se mantuvieron callados hasta llegar al sanatorio.

Diana fue enseguida a ver a Roscheper (al menos, eso fue lo que dijo que haría), y Víktor fue a su habitación, se despojó del impermeable, se dejó caer en la cama, encendió un cigarrillo y clavó los ojos en el techo. Estuvo fumando sin cesar una hora, quizá dos, dio vueltas en la cama, se levantó, caminó por la habitación, miró por la ventana sin objetivo alguno, subió y bajó las cortinas, fue al grifo a beber agua para aliviar la sed que lo atormentaba y volvió a la cama.

«Qué humillación», pensó. Sí, por supuesto. Te han abofeteado, te han llamado miserable, como a un mendigo que tiene harto a todos, pero de todas maneras, se trataba de padres y madres, de personas que amaban a sus críos, les pegaban pero estaban dispuestos a dar la vida por ellos, los corrompían con su ejemplo, pero no lo hacían intencionadamente, sino por ignorancia... Las madres los parían con dolor, y los padres los alimentaban, los vestían, y estaban orgullosos de sus hijos y se jactaban de ellos entre sí, con frecuencia los maldecían, pero no se imaginaban la vida sin ellos... y ahora, la vida se había vaciado de sentido, no quedaba absolutamente nada. ¿Cómo era posible tratarlos con tal crueldad, con tal desprecio, tan fríamente, tan racionalmente, y como despedida darles una bofetada...?

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