—¡Se han llevado a los niños, los muy canallas! —gritó—. ¡Se los han llevado! ¡Han colmado el vaso! Basta, hemos aguantado demasiado... ¡Han colmado el vaso!
Víktor seguía sin entender nada, sólo veía que Teddy estaba fuera de sí. Lo había visto así únicamente en una ocasión, cuando en una riña en el restaurante, durante el alboroto, le habían robado la caja. Víktor, confuso, abría y cerraba los ojos, mientras que Diana había recogido su ropa interior del respaldo del butacón y había desaparecido en el baño, cerrando la puerta a sus espaldas. En ese momento, el teléfono comenzó a sonar. Víktor respondió: se trataba de Lola.
—Víktor, no entiendo nada. —En su voz había notas de llanto—. Irma ha desaparecido; dejó una nota diciendo que nunca regresaría, y por todas partes dicen que los niños se han marchado de la ciudad... ¡Tengo miedo! Haz algo, por favor...
—Está bien, está bien, ahora... Deja que me ponga los pantalones. —Colgó y miró a Teddy. El barman estaba sentado sobre el lecho en desorden, balbuceaba palabras extrañas y vertía en un vaso los restos de todas las botellas—. Espera, no hay razón para que cunda el pánico. Ahora mismo voy...
Regresó al baño y terminó de afeitarse el mentón enjabonado. Se hizo varios cortes, no tenía tiempo para guiar la hoja. Diana había salido de la ducha y se vestía a sus espaldas; su rostro era duro y decidido, como si se dispusiera a pelear, pero estaba absolutamente tranquila.
Los niños marchaban, formando una interminable columna gris, por caminos grises, lavados por la lluvia, caminaban dando tropezones, resbalando y cayéndose bajo el aguacero, andaban encogidos, empapados, con sus tristes bultitos apretados en las manilas azules por el frío, caminaban pequeñitos, indefensos, sin comprender, llorando, en silencio, mirando atrás, caminaban agarrados de la mano o de los tirantes, mientras que a los lados del camino marcaban el paso lúgubres figuras negras, sin rostro, cuyo lugar era ocupado por vendas negras, y por encima de las vendas se veían ojos fríos e implacables, no humanos, y manos enfundadas en guantes negros apretaban fusiles automáticos, y la lluvia caía sobre el acero pavonado, las gotas temblaban y se deslizaban sobre el acero...
«Qué tontería —pensaba Víktor—, qué tontería, no se trata de eso, ahora no es eso que yo ya he visto, pero fue hace mucho tiempo y ahora no es así...»
Iban alegres, y para ellos la lluvia era una amiga, chapoteaban contentos por los charcos con pies descalzos y cálidos, charlaban y cantaban con alegría y no miraban atrás porque ya lo habían olvidado todo, porque lo único que tenían era el futuro, porque habían relegado al olvido su ciudad que roncaba y se sorbía las narices en la madrugada, aglomeración de guaridas de chinches, nido de pasioncillas y deseos miserables, preñada de crímenes horrendos, siempre vomitando delitos e intenciones criminales de la misma manera que una hormiga reina pone huevos constantemente; ellos iban, susurrando, conversando, y desaparecieron en la niebla mientras nosotros, ebrios, nos llenábamos de aire viciado, retorciéndonos en las malditas pesadillas que ellos nunca habían visto y ya no verían nunca...
Víktor se puso los pantalones y saltaba sobre una pierna cuando los cristales temblaron y un denso rugido mecánico irrumpió en la habitación. Teddy corrió hacia la ventana, pero tras el vidrio seguía habiendo la misma lluvia, la misma calle empapada y desierta, y lo único era que alguien había pasado en bicicleta, un saco chorreante de hule que movía las piernas con esfuerzo. Pero los cristales seguían vibrando y sonando, y aquel rugido profundo y angustioso continuaba; un minuto después, al ruido se le unieron unos silbidos lastimeros y esporádicos.
—Vamos —dijo Diana, que se había puesto ya el impermeable.
—No, espera —la detuvo Teddy—. Víktor, ¿tienes un arma? Una pistola, un fusil automático... ¿Sí?
Víktor no respondió, tomó su impermeable y los tres bajaron las escaleras hasta el vestíbulo, ahora totalmente vacío, sin encargado ni portero. Al parecer, en el hotel no quedaba ni una persona, únicamente R. Kvadriga estaba sentado tras una mesa del restaurante, mirando a todas partes con asombro: seguramente llevaba mucho rato esperando el desayuno. Salieron a la calle y montaron en el camión de Diana, los tres en la cabina. Ella se sentó al volante y comenzaron a recorrer la ciudad. Diana callaba, Víktor fumaba y Teddy seguía soltando unos tacos monumentales a media voz, ni siquiera Víktor comprendía el significado de muchas de las palabras ya que sólo podía comprenderlas Teddy, aquella rata de orfanato educado en las casuchas del puerto, vendedor de narcóticos y gorila de prostíbulo, posteriormente soldado de una compañía de enterradores, más tarde bandido y merodeador, y finalmente barman, barman, barman y de nuevo barman.
En la ciudad casi no había gente, Diana se detuvo solamente en la calle Solar para dejar montar en la trasera del vehículo a una pareja con aspecto alelado. El aullido de las sirenas de la Defensa Antiaérea y los chillidos de las fábricas no cesaban, y en aquellos gemidos de voces metálicas sobre la ciudad desierta había algo apocalíptico. Todo se encogía por dentro, daban deseos de huir a alguna parte, de esconderse o de disparar, hasta los Hermanos de Raciocinio pateaban el balón en el estadio sin su acostumbrado entusiasmo: algunos de ellos, con la boca abierta, miraban a su alrededor, tratando de entender algo.
En la carretera, más allá de los suburbios, comenzó a aparecer cada vez más gente. Unos iban a pie, empapándose bajo la lluvia, lastimeros, asustados, sin entender nada de lo que hacían ni de sus motivos. Otros iban en bicicleta y también se veían agotados, porque la marcha era contra el viento. Varias veces el camión dejó atrás autos abandonados, rotos o que se habían quedado sin gasolina por imprevisión, uno de ellos estaba volcado en la cuneta. Diana se detenía y recogía a todos, y al poco tiempo el camión se llenó a reventar. Víktor y Teddy pasaron también a la trasera del vehículo, dejando su lugar a una mujer con un niño de pecho y a una anciana medio loca. Después no quedaba lugar tampoco en la trasera, y Diana no volvió a detenerse. El camión avanzaba a gran velocidad, dejando atrás y salpicando a decenas y cientos de personas que se dirigían a la leprosería. Varias veces adelantó a otros camiones llenos de gente, a motocicletas, y un camión se les pegó y siguió detrás de ellos.
Diana estaba acostumbrada a llevarle coñac a Roscheper, o a recorrer los alrededores de la ciudad a gran velocidad para diversión propia, y por eso daba miedo viajar en la trasera del camión. No todos podían sentarse, faltaba lugar, y los que viajaban de pie se aguantaban unos en otros, cada cual intentaba colocarse lo más lejos posible de las barandas y nadie decía nada, simplemente soltaban chillidos y palabrotas, y una mujer lloraba sin parar. Además llovía, un aguacero que Víktor no recordaba haber visto en su vida, ni siquiera había imaginado que semejantes aguaceros pudieran tener lugar. La visibilidad era casi nula, quince metros delante, quince metros detrás, y Víktor tenía mucho miedo de que Diana chocara con algún vehículo que hubiera frenado. Pero todo fue bien, y Víktor sólo recibió un fuerte pisotón cuando los pasajeros cayeron unos sobre otros por última vez y el camión se detuvo ante las puertas de la leprosería, junto a una enorme concentración de vehículos.