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Estaba totalmente demudado. Había una enorme nariz de color azul claro, con venitas azul oscuro, sobre unos bigotazos, había unos labios pálidos y temblorosos, había unos ojos negros, angustiados, llenos de lágrimas y desesperación. Apretaba las malditas partituras enrolladas entre sus manos peludas, que llevaba apretadas contra el pecho. Callaba, y sentí tanto miedo ante un horrible presentimiento que tampoco pude pronunciar palabra, y me limité a echarme a un lado para dejarlo pasar.

Como si estuviera ciego, cruzó el vestíbulo, tropezó contra la pared, y entró en el despacho con pasos indecisos. Allí tiró las partituras sobre la mesa con ambas manos, como si aquel cilindro de papel lo quemara, se dejó caer en el butacón y se llevó las manos a los ojos.

Se me doblaron las piernas y me quedé parado en la puerta, agarrado del marco. Él callaba, y me parecía que aquel silencio se prolongaba demasiado. Además, era como si nunca fuera a terminar, y brotó en mí la esperanza loca de que nunca terminara y nunca conocería el horror que me traía Chachua. Pero, finalmente, habló.

—Oye... —masculló, apartando las manos del rostro y metiendo sus dedos en la espesa cabellera que le cubría las orejas—. ¡De nuevo le han metido una paliza al Spartak! ¿Qué se puede hacer, eh?

OCHO

Bánev. Los cisnes feos.

—¿Qué hora es? —preguntó Diana, soñolienta.

Víktor retiró con cuidado una franja de espuma de la mejilla izquierda y echó un vistazo al espejo antes de responder.

—Duerme, pequeña, duerme. Todavía es temprano.

—Es verdad —dijo Diana, y el sofá chirrió—. Son las nueve, ¿qué estás haciendo?

—Me afeito —respondió Víktor, mientras retiraba otra franja de espuma—. De pronto, me entraron deseos de afeitarme.

«Pues me afeito», pensé.

—Loco —dijo Diana, entre dos bostezos—. Hay que afeitarse por la noche. Me tienes toda arañada con esa cara hirsuta. Eres un cacto.

Por el espejo, Víktor la vio acercarse al butacón con pasos inseguros, sentarse con los pies bajo el trasero y acomodarse para mirarlo. Víktor le hizo un guiño. De nuevo era otra, tierna, dulce, cariñosa, cómoda como una gata satisfecha, cuidada, reluciente, deliciosa, tan diferente de la que había irrumpido la noche antes en su habitación.

—Hoy pareces una gata —le dijo—. Mejor, una gatita, una gatita pequeña... ¿Y esa sonrisa?

—No tiene nada que ver contigo. Es algo que me ha venido a la mente...

Bostezó y se estiró con deleite. Se perdía dentro del pijama de Víktor, de aquel montón informe de seda que cubría el butacón sobresalían únicamente sus delicadas manos y su rostro maravilloso. Como si saliera de una ola marina. Víktor comenzó a afeitarse más rápido.

—No te apresures —le dijo ella—. Te vas a hacer un corte. De todos modos, tengo que marcharme ya.

—Por eso me apresuro —replicó Víktor.

—Pues no me gusta. Sólo los gatos hacen eso... ¿Y mis trapos?

Víktor extendió la mano y palpó su vestido y sus medias, que colgaban de la rejilla de calefacción. Todo estaba seco.

—¿Adonde vas con tanta prisa?

—Ya te lo he dicho. A ver a Roscheper.

—No lo recuerdo. ¿Qué le pasa a Roscheper?

—Tuvo un accidente —explicó Diana.

—¡Ah, sí! Sí, algo me contaste. Se cayó de alguna parte. ¿Se hizo mucho daño?

—Ese cretino decidió suicidarse y se tiró por la ventana. Se lanzó como un toro, con la cabeza por delante, destrozó los vidrios pero olvidó que se encontraba en un primer piso. Se hirió una rodilla, dio unos cuantos alaridos, pero ahora está en cama.

—¿Qué le dio de repente? —La voz de Víktor era indiferente—. ¿ Delirium tremens?

—Algo parecido.

—Espera. Entonces, ¿estuviste dos días sin venir a verme por su causa? ¿Por esa bestia?

—¡Pues sí! El médico principal me ordenó quedarme con él, porque Roscheper no podía vivir sin mí. No podía, simplemente. No podía hacer nada. Ni siquiera mear. Tuve que imitar el sonido del agua corriente y hablarle de urinarios.

—De eso entiendes algo —masculló Víktor—. Conque tú le hablabas de urinarios y yo sufría aquí solo, sin poder escribir nada, ni siquiera una línea. ¿Sabes?, en general no me gusta escribir, y en los últimos tiempos... En general, mi vida en los últimos tiempos... —Se detuvo: ¿qué le importaba eso a ella?—. Sí, oye... ¿Cuándo enloqueció Roscheper?

—Hace tres días.

—¿Por la noche?

—Aja —respondió Diana mientras roía una galleta.

—A las diez de la noche —dijo Víktor—. Entre las diez y las once.

—Exactamente —dijo Diana, asombrada, había dejado de masticar—. Y tú, ¿cómo lo sabes? ¿Recibiste un «telepatema necrobiótico» suyo?

—Espera. Ahora te cuento algo interesante. Pero antes, dime: ¿qué hacías tú en ese momento?

—¿Yo?... Ah, sí. Recuerdo que esa noche me volví majara. Estaba enrollando vendas y de repente sentí tal angustia que hubiera podido morir. Metí la cara en aquellas vendas y me puse a llorar a gritos, creo que no había llorado así desde que era niña...

—Y de repente, todo pasó.

—Sí... —Diana quedó pensativa—. No... De repente, Roscheper comenzó a gritar en la calle, me asusté y salí corriendo.

Víktor quiso decir algo más, pero llamaron a la puerta y el picaporte giró.

—¡Víktor, Víktor, despierta! —resonó la voz ronca de Teddy en el pasillo—. ¡Abre, Víktor! —Víktor quedó paralizado, con la máquina de afeitar en la mano—. ¡Víktor, abre! —gritaba Teddy con voz ronca y hacía girar con furia el picaporte.

Diana se levantó de un salto e hizo girar la llave en la cerradura. La puerta se abrió e irrumpió Teddy: empapado, hecho un desastre, con una carabina en las manos.

—¿Dónde está Víktor? —rugió, enronquecido.

—¿Qué ocurre? —preguntó Víktor saliendo del baño, mientras el corazón le latía con fuerza: lo iban a arrestar, había guerra...

—Los niños se han marchado —dijo Teddy, respirando con dificultad—. ¡Vamos, los niños se han marchado!

—Espera, ¿qué niños?

Teddy tiró la carabina sobre la mesa, al montón de papel arrugado, lleno de garabatos y tachaduras.

71
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