—Ha llegado el momento de beber —dijo Víktor.
Lamentaba ya el haber aceptado hablar de algo serio con aquel inspector sanitario. Tenía ahora un aspecto desagradable. Se había alterado mucho, tanto que sus ojos bizqueaban. Eso echaba a perder su aspecto, y hablaba como todos los adeptos a los abismos, diciendo puras banalidades. Sintió deseos de decirle exactamente eso: deje de cubrirse de vergüenza, Pavor, vuélvase de perfil y búrlese con ironía.
—¿Eso es todo lo que me puede responder? —inquirió Pavor.
—También puedo darle un consejo. Más ironía, Pavor. No se altere tanto. De todas maneras, no puede hacer nada. Y si pudiera, no sabría qué.
—Yo sí lo sé —dijo Pavor con expresión burlona.
—¿Qué?
—Sólo hay una manera de detener la descomposición...
—Lo sabemos, lo sabemos —dijo Víktor sin pensar—, ponerles camisas doradas a todos los imbéciles y que marchen. Toda Europa está bajo nuestros pies. Eso ya ha ocurrido.
—No —dijo Pavor—. Eso fue sólo un aplazamiento. La solución es única: eliminar la masa.
—Hoy está usted de un humor excelente —replicó Víktor.
—Eliminar al noventa por ciento de la población —prosiguió Pavor—. Quizá al noventa y cinco. La masa ha cumplido su misión: sus entrañas han parido la flor y nata de la humanidad, los que han creado la civilización. Ahora está muerta, como una patata podrida que ha dado vida a una nueva planta. Y cuando el difunto comienza a pudrirse, es hora de enterrarlo.
—Dios mío. ¿Y todo eso porque tiene catarro y no lo dejan entrar en la leprosería? ¿O tiene problemas familiares?
—No se haga el tonto. ¿Por qué no quiere pensar en cosas que conoce perfectamente? ¿A causa de qué degeneran las ideas más luminosas? A causa de la estupidez de la masa gris. ¿Cuál es la causa de las guerras, del caos, de la maldad? La estupidez de la masa gris, que elige los gobiernos que se merece. ¿Cuál es la causa de que el siglo de oro siga estando desesperadamente tan lejos? La rutina y la ignorancia de la masa gris. En principio, Hitler tenía razón, una razón subconsciente, percibía que había demasiadas cosas sobrantes en la tierra. Pero era un producto de la masa gris y lo echó a perder todo. Era una estupidez organizar el aniquilamiento según criterios raciales. Además, él no contaba con medios auténticos de aniquilamiento.
—Y usted, ¿qué criterio utilizaría para el aniquilamiento?
—El criterio de la imperceptibilidad —respondió Pavor—. Si la persona es gris, imperceptible, eso significa que hay que aniquilarla.
—¿Y quién va a determinar si una persona es perceptible o no?
—Ésos son detalles. Yo le explico los principios, pero el quién y el cómo sólo son detalles.
—¿Y en aras de qué se relaciona usted con el burgomaestre? —preguntó Víktor, que ya estaba harto de Pavor.
—¿Qué quiere decir?
—¿Para qué demonios necesita ese proceso judicial? ¡Son minucias, Pavor! Con ustedes, los superhombres, siempre pasa lo mismo. Se disponen a rehacer el mundo, no aceptan menos de tres mil millones de cadáveres, y mientras tanto se preocupan de los ascensos, o se curan la gonorrea, o por un interés miserable ayudan a que gente dudosa cometa actos oscuros.
—Usted, tranquilícese —dijo Pavor, se veía que estaba bastante rabioso—, no es más que un borracho y un holgazán.
—En cualquier caso, no organizo procesos políticos inflados y no intento rehacer el mundo.
—Sí —dijo Pavor—, usted ni siquiera es capaz de eso, Bánev. No es más que un bohemio, o sea un canalla, un alborotador barato y una mierda. Ni siquiera sabe qué quiere, y hace sólo lo que le indican. Se somete a los deseos de otros canallas semejantes a usted, y por esa razón imagina ser uno de los que cambian los cimientos, un artista libre. Simplemente, es un escritor de versitos sucios, de esos que aparecen en los urinarios públicos.
—Todo eso es correcto —aceptó Víktor—. Es una lástima que no lo haya dicho antes. Fue necesario ofenderlo para que lo dijera. Resulta entonces, Pavor, que es usted una personita asquerosa. Simplemente, uno más entre todos. Y si emprenden el aniquilamiento, a usted también lo van a aniquilar. Siguiendo el principio de la imperceptibilidad. ¿Un inspector sanitario que hace filosofía? ¡Al crematorio!
«Sería interesante ver qué aspecto tenemos, vistos de lejos —pensó—. Pavor es repulsivo. ¡Vaya sonrisita! ¿Qué le ocurre hoy? Y Kvadriga duerme, qué le importa la masa gris, las disputas y toda esa filosofía... Y Gólem está despatarrado, como en el teatro, con la copa entre los dedos y el brazo tras el respaldo del butacón, espera a ver quién golpea a quién. Pavor lleva un rato en silencio... ¿Qué, busca argumentos?»
—Pues, bien —dijo Pavor finalmente—. Ya hemos conversado.
Su sonrisita desapareció y sus ojos volvieron a ser los de un Sturmbahnführer.Tiró sobre la mesa su tarjeta de crédito, terminó de beberse el coñac y se fue sin despedirse. Víktor sintió un agradable desencanto.
—De cualquier manera, para ser escritor usted no sabe calibrar a las personas —dijo Gólem.
—Eso no es asunto mío —dijo Víktor de inmediato—. Que los psicólogos y el departamento de seguridad se ocupen de calibrar a la gente. Mi tarea es detectar las tendencias con la elevada percepción del artista... ¿Y por qué me dice esto? ¿Qué, de nuevo no me deja rezongar?
—Le avisé que no molestara a Pavor.
—¡Qué demonios! —dijo Víktor—. En primer lugar, yo no lo molesté. Fue él quien me molestó. Y en segundo, es un cerdo. ¿Sabe que él está ayudando al burgomaestre a llevarlo a usted ante los tribunales?
—Lo presiento.
—¿Y eso no le preocupa?
—No. Sus manos no llegan muy lejos. Me refiero a las manos del burgomaestre y del tribunal.
—¿Y las de Pavor?
—Las de Pavor son muy largas. Y por eso, deje de meterse con él. Ya ve que yo no rezongo en su presencia.
—Me interesa saber delante de quién rezonga usted —gruñó Víktor.
—A veces, delante de usted. Siento debilidad por usted. Sírvame coñac.
—Por favor. —Víktor le llenó la copa—. ¿Despertamos a Kvadriga? ¿Por qué no me defendió de Pavor?
—No, no lo despierte, vamos a conversar. ¿Para qué se mete en esos líos? ¿Quién le pidió que se llevara el camión?
—Me entraron ganas de hacerlo. Retener libros es una canallada. Además, el burgomaestre me echó a perder el día. Atentó contra mi libertad. Cada vez que alguien atenta contra mi libertad, cometo alguna gamberrada... Por cierto, Gólem, ¿el general Pferd podría defenderme ante el burgomaestre?