En ese instante se escuchó un claxon al otro lado del portón, que se abrió, y el maldito camión salió lentamente de la zona especial. Se detuvo al lado de Víktor, la portezuela se abrió y Víktor vio tras el volante no al chaval que esperaba, sino a un leproso calvo y jorobado que lo miraba. Víktor no se movió de su sitio y entonces el leproso retiró del volante una mano enfundada en un guante negro y lo invitó a subir, palmeando el asiento a su lado.
«Vaya, han tenido la condescendencia de rebajarse a mi nivel», pensó Víktor con amargura.
—Mire qué bien, todo está resuelto —dijo el soldadito con alegría—, puede marcharse en paz.
A Víktor le pasó por la cabeza la idea de que si el propio leproso iba a llevar el camión a la ciudad o a alguna otra parte, en otras palabras, si él mismo iba a tratar con la policía, lo mejor sería despedirse allí mismo, perderse campo a través y dirigirse al sanatorio eludiendo la Harley emboscada en las cercanías.
—Ahí delante está la policía —le avisó al leproso.
—No importa, siéntese.
—El problema consiste en que robé este camión, que estaba retenido.
—Lo sé —dijo el leproso con paciencia—. Monte.
Había dejado pasar el momento. Víktor se despidió cordialmente del soldadito, ocupó el asiento y cerró la portezuela. El camión echó a andar y un minuto después vieron la Harley atravesada en el camino, con un policía a cada lado haciendo gestos de que aparcaran en el arcén. El leproso frenó, apagó el motor y sacó la cabeza por la ventanilla.
—Retiren la moto, están impidiendo la circulación —dijo.
—¡Al arcén! —ordenó el policía de la cara molesta—. A ver, sus documentos.
—Voy a la jefatura de policía —anunció el leproso—. ¿No sería mejor conversar allí?
El policía quedó perplejo por un instante y gruñó algo así como «ya lo conocemos, señor». El leproso esperaba tranquilamente.
—Está bien —asintió finalmente el policía—. Pero yo conduciré el camión y éste irá en la moto.
—Muy bien —aceptó el leproso—. Pero, si me lo permite, yo iré en la moto.
—Mejor aún —gruñó el policía de la cara molesta, que por un momento casi sonrió—: Baje.
Intercambiaron de sitio. El policía echó una mirada siniestra a Víktor, se acomodó en el asiento, estirándose y encogiéndose, se puso correctamente el impermeable, mientras Víktor lo miraba de reojo y a la vez contemplaba cómo el leproso, más jorobado y cojo que antes, semejante de espaldas a un enorme mono raquítico, iba hacia la moto y se metía en el sidecar. La lluvia se convirtió de nuevo en feroz aguacero y, en el camión, el policía puso a funcionar los limpiaparabrisas. La caravana echó a andar.
«Quisiera saber cómo terminará todo esto —pensó Víktor con cierto fastidio—. A propósito, la intención del leproso de comparecer en la jefatura de policía crea una esperanza indefinida. Qué descarado aquel leproso, ahora no se cortan por nada... Pero, sea como sea, me pondrán una multa, eso sin falta. Que la policía deje pasar la ocasión de clavarle una multa a alguien, ja... Ah, que se vaya todo al diablo, de todos modos tendré que largarme de aquí. Pero está bien, al menos he podido hacer catarsis...» Sacó un paquete de cigarrillos y convidó al policía, que soltó un gruñido, pero de todas maneras tomó uno. Su mechero no funcionaba y tuvo que soltar otro gruñido cuando Víktor le prestó el suyo. En general, no era difícil entender a aquel agente nada joven, de unos cuarenta y cinco años, sin grados aún; seguramente había sido de los antiguos colaboracionistas: no había metido en la cárcel a los que debía, no había lamido el trasero más conveniente, y cómo iba a entender de traseros, éste sí y éste no... El policía fumaba y su aspecto era menos molesto: sus asuntos mejoraban.
«Ay, qué bien me vendría ahora una botella —pensó Víktor—. Lo convidaría, le contaría un par de chistes irlandeses, diría horrores de los jefes que siempre promueven a los trepas, me quejaría de los estudiantes, y el tipo seguramente se ablandaría.»
—Qué lluvia tan feroz la que está cayendo —dijo Víktor. El policía gruñó con bastante neutralidad, sin rabia—. Antes, había un clima magnífico —prosiguió Víktor, y entonces tuvo una ocurrencia—: Y fíjese usted, allí en la leprosería no llueve, pero cuando se aproxima alguien de la ciudad, empieza enseguida un aguacero.
—Sí, claro —replicó el policía—. Se lo han montado bien en la leprosería.
Se establecía el contacto. Conversaron sobre el clima, cómo era antes y cómo se había vuelto ahora, demonios. Descubrieron que tenían amigos comunes en la ciudad. Conversaron sobre la vida capitalina, las minifaldas, la lacra de la homosexualidad, el brandy de importación y los narcóticos de contrabando. De manera natural coincidieron en señalar que no había orden alguno, nada parecido a antes de la guerra o, digamos, inmediatamente después. Ser policía era tener un trabajo miserable, aunque en los periódicos escribieran que eran los bondadosos y severos guardianes del orden, engranajes indispensables del mecanismo estatal. Pero la edad de jubilación había aumentado, el monto de la pensión había disminuido, por una herida en el servicio daban una miseria, ahora les habían retirado las armas, y en tales condiciones, quién se iba a arriesgar... En resumen, se había creado una situación tal que, con un par de tragos, el policía le hubiera dicho: «Bien, chaval, vete con Dios. Yo no te he visto y tú a mí tampoco». Sin embargo, no había nada de beber, y el momento para pasarle un soborno no había madurado aún cuando el camión llegó ante la entrada de la jefatura de policía, el rostro del agente se ensombreció de nuevo y le indicó secamente a Víktor que lo siguiera deprisa.
El leproso se negó a explicarle nada al oficial de guardia y exigió que los condujeran de inmediato ante el jefe de policía. El oficial de guardia le respondió que seguramente el jefe lo recibiría a él personalmente, pero en lo relativo a este otro señor, está acusado de robar un vehículo, no tiene nada que hacer en la oficina del jefe, hay que interrogarlo y preparar el informe correspondiente.
—No —dijo el leproso con firmeza y serenidad—, eso no va a ocurrir, el señor Bánev no va a contestar a ninguna pregunta y tampoco va a firmar declaración alguna, pues para ello existen determinadas circunstancias relacionadas únicamente con el señor jefe de policía.
El oficial de guardia, a quien todo le daba lo mismo, se encogió de hombros y fue a informar a su superior. Mientras estaba ausente, apareció el chofercillo, aquel chico del mono de trabajo manchado de aceite, que no sabía nada y había bebido lo suyo, así que al momento se puso a gritar, a pedir justicia, a declarar su inocencia y otros asuntos trascendentes. El leproso, con cuidado, le quitó el albarán que el chico agitaba en el aire, se acomodó ante un escritorio y lo firmó. Asombrado, el chofer calló, y en ese mismo momento les dijeron a Víktor y al leproso que el jefe los esperaba.
El jefe de policía los recibió con aire severo. Miró con desagrado al leproso, pero evitó que sus ojos se cruzaran con los de Víktor.