«Gracias aunque sea por eso», pensó.
—Entonces, ¿llamamos al señor Gólem? —preguntó el soldado.
—¿A Gólem? —Víktor se animó, en general no estaría mal pasearse con aquel viejo gruñón bajo la lluvia, tomando en cuenta además que tenía un coche—. Sí, cómo no, llámelo.
—Eso sí podemos hacerlo. Lo llamaremos. Pero es difícil que venga, seguramente dirá que está ocupado.
—No importa —dijo Víktor—, dígale que lo solicita Bánev.
—¿Bánev? Se lo diré. Pero da igual, de todos modos no vendrá. Aunque eso no me cuesta trabajo. Así que Bánev...
El soldadito se marchó, un soldadito simpático, puras pecas bajo el casco.
Víktor encendió un cigarrillo, y en ese momento se escuchó el traqueteo del motor de una moto. De la cortina de lluvia salió una Harley con sidecar a gran velocidad, se dirigió al portón y se detuvo. Uno de los policías era aquel de la expresión molesta, y en el sidecar había otro, envuelto en una lona hasta los ojos.
«Ahora habrá lío», pensó Víktor, bajando más el capuchón. Pero eso no sirvió de nada. El policía de la cara molesta descendió de la moto y se aproximó a Víktor.
—¿Dónde está el camión? —vociferó.
—¿Qué camión? —dijo Víktor asombrado, para ganar tiempo.
—¡No se haga el despistado! —volvió a gritar el policía—. ¡Yo mismo lo vi! ¡Irá a los tribunales! ¡Ha robado un vehículo que había sido retenido!
—No me grite —replicó Víktor con dignidad—. ¡Qué descaro es éste! Me quejaré.
—¿Es él? —preguntó el segundo policía mientras se acercaba y se quitaba sobre la marcha su envoltorio de lona.
—¡El mismo! —dijo el policía de la cara molesta mientras sacaba unas esposas del bolsillo.
—¡Cuidado, cuidado! —pronunció Víktor, retrocediendo un paso—. ¡Esto es una arbitrariedad! ¿Cómo se atreve?
—No se resista, será peor —le aconsejó el segundo policía.
—No soy culpable de nada —proclamó Víktor con descaro, metiéndose las manos en los bolsillos—. Señores, ustedes me confunden con otro.
—Usted robó el camión —dijo el segundo policía.
—¿Qué camión? —gritó Víktor—. ¿De qué camión están hablando? He venido aquí de visita, a ver al señor Gólem, el médico jefe. Pregunten a los custodios. ¿De qué camión hablan?
—¿No nos estaremos equivocando? —La duda se apoderó del segundo policía.
—¡Pues claro que es él! —objetó el de la cara molesta, y se aproximó a Víktor con las esposas listas—: ¡Las manos!
En ese instante, la puerta de la caseta de vigilancia se abrió.
—¡Las aglomeraciones están prohibidas! —gritó una voz aguda.
Los policías y Víktor dieron un salto. En la puerta de la caseta estaba el soldadito pecoso y les apuntaba con el fusil automático.
—¡Apártense del portón! —gritó, con voz aguda.
—¡Tú, cállate! —replicó el policía de la cara molesta—. Somos la policía.
—¡Quedan prohibidas las aglomeraciones de más de una persona junto al portón de la zona especial! ¡Tras el tercer aviso, disparo! ¡Apártense del portón!
—Vamos, vamos, apártense —dijo Víktor preocupado, empujando levemente el pecho de los dos policías.
El de la cara molesta lo miró con perplejidad, le apartó la mano y comenzó a caminar hacia el soldado.
—Oye, chaval, ¿qué te pasa, te has vuelto loco? —dijo—. Este tipo se ha llevado un camión.
—¡No hay ningún camión! —El soldadito, simpático y cariñoso, soltó un largo grito con su voz aguda—. ¡Último aviso! ¡Los dos, apártense a cien metros del portón!
—Oye, Roch —dijo el segundo policía—, vamos a apartarnos, qué demonios; de todos modos, ése no puede ir a ninguna parte.
El policía de la cara molesta, rojo de ira, estaba a punto de abrir de nuevo la boca cuando en la puerta de la caseta apareció un sargento panzón con un bocadillo a medio comer en una mano y un vaso en la otra.
—Soldado Dzhura —dijo, mientras masticaba—. ¿Por qué no abre fuego?
Una expresión de ferocidad se apoderó del rostro pecoso bajo el casco. Los policías echaron a correr hacia su moto, montaron, giraron delante de Víktor, que había asumido una pose de guardia de tráfico, y se alejaron. El policía de cara morada le gritó algo que se perdió en el ruido del motor. Se detuvieron a unos cincuenta pasos.
—Demasiado cerca —dijo el sargento, con aire de desaprobación—. ¿Qué, no lo ves? Demasiado cerca.
—¡Más lejos! —gritó el soldadito, agitando el fusil.
Los policías se alejaron y se perdieron de vista.
—Conque ahora se les ocurre formar grupos ante el portón —dijo el sargento al soldadito mientras no apartaba su mirada de Víktor—. Está bien, sigue vigilando.
Regresó a la caseta. El soldadito pecoso dio varios paseítos por delante del portón hasta que se le pasó la excitación.
—¿Podría decirme si el doctor Gólem va a venir? —preguntó Víktor unos minutos después.
—No está —gruñó el soldadito.
—Qué lástima. Entonces, mejor me voy... —Miró la lluvia, la niebla tras la que se escondían los policías.
—¿Cómo que se va? —dijo el soldadito, preocupado.
—¿Qué, está prohibido? —preguntó Víktor, también con alarma.
—No, no está prohibido. Es por el camión. Si usted se va, ¿qué pasa con el camión? Nunca lo dejan junto al portón.
—¿Y qué pinto yo en todo eso? —Víktor estaba cada vez más alarmado.
—¿Cómo? Usted fue quien lo trajo, usted... Siempre se hace así, si no, ¿cómo?
«Diablos —pensó Víktor—. ¿Y dónde lo meto?» Desde unos cien metros llegaba el ronroneo del motor de la moto, que funcionaba en punto muerto.
—¿Es verdad que se llevó el camión? —preguntó el soldadito con curiosidad.
—¡Sí! La policía retuvo al chofer, y yo, tonto de mí, decidí ayudar...
—Va-a-aya —pronunció el soldadito con simpatía—. Pues no sé qué aconsejarle.
—¿Y si yo ahora, digamos, me largo? —preguntó Víktor con sigilo—. ¿Va a dispararme?
—No lo sé —reconoció el soldadito con sinceridad—. Creo que eso no está indicado. ¿Lo pregunto?
—Sí, por favor —dijo Víktor, calculando si tendría tiempo para perderse de vista o no.