—Señor burgomaestre —dijo Víktor, con un suspiro—. Debo reconocer que me resulta muy difícil seguir sus larguísimos párrafos. Es mejor hablar de manera llana, como buenos hijos de la misma nación. Es mejor no hablar de lo que no vamos a hablar, y hablar de lo que vamos a hablar.
El burgomaestre le lanzó una mirada rápida, calculó algo mentalmente, comparó algo; quién sabe qué estaría comparando, pero seguramente todo valía: el hecho de que Víktor se emborrachaba con Roscheper, que las borracheras eran conocidas en todo el país, que Irma era una niña prodigio, que existía una tal Diana, y muchísimas otras cosas, tantas que el burgomaestre comenzó a marchitarse visiblemente y, con un grito, pidió que le sirvieran una copa de coñac. Víktor también pidió una copa a gritos. El burgomaestre soltó una carcajada, contempló la sala que ya se había vaciado de clientes, y dio un leve puñetazo sobre la mesa.
—Está bien, con usted no hay que andarse por las ramas —dijo—. Se ha vuelto imposible vivir en la ciudad, dele las gracias a su amigo Gólem. A propósito, ¿sabe que Gólem es un criptocomunista? Sí, se lo aseguro, existen informes... Está pendiente de un hilo, ese Gólem suyo... Lo que le digo es que están pervirtiendo a los niños ante nuestros ojos. Esa carroña se ha colado en las escuelas y ha echado a perder totalmente a los niños... Los electores están molestos, algunos abandonan la ciudad, hay mar de fondo, temo que en cualquier momento empiecen los linchamientos, la administración regional no mueve un dedo: ésa es la situación que tenemos. —Vació la copa—. Debo decirle cuánto odio a esa chusma, los mataría a dentelladas, pero me dan náuseas. No me creerá, señor Bánev, pero los odio hasta tal punto que les pongo cepos. Pervertir a los niños es lo de menos. Los niños son niños, los puedes pervertir cuanto quieras, siempre les parecerá poco. Pero póngase en mi situación. Estas lluvias son asunto de ellos, no sé cómo lo hacen, pero es así. Construimos un sanatorio, un balneario de aguas medicinales, el clima era un lujo, el dinero llegaba a paletadas, venían incluso desde la capital, ¿y en qué ha terminado todo? Lluvia, niebla, clientes con congestión nasal... A continuación todo empeora, viene de visita un físico famoso... he olvidado su nombre, seguramente usted lo conoce... estuvo dos semanas y listo: pescó el mal de los gafudos y a la leprosería. ¡Excelente publicidad para el sanatorio! Después, otro caso, y otro, y otro, los clientes desaparecieron del todo. El restaurante se consume, el sanatorio agoniza, gracias a Dios que apareció un entrenador idiota, entrena un equipo para torneos en países lluviosos... Y el señor Roscheper colabora, en cierto sentido... ¿Me entiende usted? Intenté ponerme de acuerdo con ese tal Gólem, pero fue como hablar con una pared: terco como una muía. Me dirigí a las altas instancias, sin resultado. Más arriba, y nada. Más arriba todavía, y me responden que acusan recibo y han emitido las orientaciones correspondientes a las instancias inferiores... Los odio, pero me sobrepuse a mí mismo y fui a visitarlos a la leprosería. Me dejaron entrar. Les estuve rogando, traté de convencerlos... ¡Qué tipos más miserables! Miran a uno con esos ojos despellejados como si uno fuera un gorrión, como si no estuviera ahí... —Se inclinó hacia Víktor y le dijo en un susurro—: Temo que haya un motín. ¿Usted me entiende?
—Sí —dijo Víktor—. ¿Y qué pinto yo en todo esto?
El burgomaestre se reclinó en el asiento, sacó un habano a medio fumar de un estuche de aluminio y lo encendió.
—En mi situación sólo me queda llamar a todas las puertas. Se necesita transparencia. El municipio ha dirigido una petición al departamento de sanidad, el señor Roscheper la firmará y espero que usted también, pero no creo que tenga mucho efecto. ¡Hace falta transparencia! Se necesita un buen artículo en un diario de la capital, firmado por alguien famoso. Por usted, señor Bánev. El material es de gran actualidad, precisamente para un tribuno como usted. Se lo ruego. En mi nombre y en el de la municipalidad, y en el de los infelices padres... Hay que conseguir, aunque sea, que se lleven de aquí la leprosería al quinto infierno. A cualquier parte, pero que no quede aquí ni el olor de los gafudos, de esa carroña. Eso es lo que quería decirle.
—Sí, entiendo —pronunció Víktor lentamente—. Lo entiendo perfectamente.
«Aunque seas una bestia —pensó—, aunque seas un cerdo cebado, puedo entenderte. ¿Qué es lo que ha ocurrido con los leprosos? Eran callados, jorobados, caminaban apartándose de todos, no se decía de ellos nada semejante, y si de algo había quejas era de que apestaban como si fueran infecciosos, que fabricaban juguetes excelentes, objetos de madera... La madre de Fred decía, lo recuerdo, que echaban el mal de ojo, que la leche se cortaba por culpa de ellos, que nos traerían la guerra, la peste y el hambre... Y ahora están allí, tras su cerca de alambre espino, ¿y qué es lo que hacen? Uf, hacen muchísimas cosas. Cambian el estado del tiempo, atraen a los niños (¿para qué?) y han espantado a los gatos (otra vez, ¿para qué?) y a sus chinches les han salido alas.»
—Seguramente usted piensa que estamos sentados en nuestros despachos, mano sobre mano —dijo el burgomaestre—. De eso, nada. Pero, ¿qué podemos hacer? Estoy preparando un proceso contra Gólem. El señor inspector sanitario Pavor Summan ha aceptado asesorarme. Haremos hincapié en el hecho de que aún no se ha dado una opinión unívoca sobre el carácter infeccioso de la enfermedad, y Gólem se aprovecha de ello, en su calidad de criptocomunista. Eso, en primer lugar. En segundo, trataremos de responder al terror con el terror. La Legión Urbana, nuestro orgullo, chicos magníficos, águilas... pero eso quizá no sea lo que haga falta. No recibimos orientaciones desde arriba. La policía está en una situación ambigua... y en general... Así que ponemos obstáculos como podemos. Retenemos las mercancías que van destinadas a ellos, los envíos personales, por supuesto, nunca la comida ni la ropa de cama, sino los libros de todo tipo, compran muchísimos... Hoy hemos detenido un camión y siento cierto alivio. Pero todas esas tonterías son para calmar la angustia, lo que habría que hacer es algo radical...
—Así que águilas —dijo Víktor—, chicos magníficos... ¿Cómo se llama ése? ¿Flamenda? Ése, el sobrino...
—Flamin Yuventa —dijo el burgomaestre—, ¡mi sustituto para asuntos de la Legión! ¡Un águila! ¿Usted lo conoce?
—Más o menos. ¿Y para qué retienen los libros?
—Cómo que para qué... Por supuesto, es una tontería, pero somos seres humanos, es que estamos hartos. Y, además —siguió diciendo el burgomaestre con una sonrisa, como si estuviera avergonzado—, es una tontería, por supuesto, pero corre el rumor de que ellos, sin libros, no pueden... de la misma manera que la gente normal no puede vivir sin alimentos.
Se hizo el silencio. Víktor pinchaba la carne con el tenedor, ahora sin apetito. «Sé muy poco de los mohosos, y lo que sé no me hace sentir la menor simpatía hacia ellos. Quizá todo sea porque no me han gustado desde mi niñez. Pero conozco bien al burgomaestre y su banda, la grasa y el tocino de la nación, los lacayos presidenciales, sus centurias negras. Por lo tanto, si estáis en contra de los leprosos, eso significa que en ellos hay algo... Por otra parte, se puede escribir el artículo más feroz, de todos modos nadie se arriesgaría a publicarme, pero el burgomaestre estaría satisfecho, yo podría cobrarle el favor, podría vivir bien aquí. ¿Quién de los verdaderos escritores puede jactarse de que vive bien? Podría instalarme aquí, obtener una sinecura, una plaza, por ejemplo, de inspector municipal de playas urbanas, y dedicarme a escribir sobre lo bien que vive una buena persona que se dedica a aquello que ama, y hablar sobre este tema ante los niños prodigio. Ah, el problema consiste en aprender a secarse. Te escupen a la cara y te secas. Primero, con vergüenza, después con perplejidad, y quién sabe si después te secarás con dignidad, mientras sientes, incluso, cierto placer.»