Литмир - Электронная Библиотека
A
A

«No se les puede pegar a los niños —aseguraba Teddy—. Sin tu intervención, todo el que sienta deseos de hacerlo les va a pegar a lo largo de toda su vida, y si tienes ganas de pegarles, mejor pégate tú mismo en la jeta, eso será más provechoso.»

Sin embargo, tras la enésima copa, Víktor recordó que Irma no había dicho una palabra sobre su salvaje comportamiento en el cruce, y llegó a la conclusión de que la niña era bastante pícara y que apelar a la ayuda de tu amante cada vez que no sabes cómo salir de una situación difícil en la que tú mismo te has metido es por lo menos deshonesto. Esas ideas lo entristecieron, pero en ese momento llegó el doctor R. Kvadriga y pidió su habitual botella de ron. Se la bebieron, después de lo cual Víktor comenzó de nuevo a verlo todo con los colores del arco iris, ya que descubrió que Irma simplemente no quería molestarlo, y eso significaba que ella respetaba a su padre, quizá hasta lo amaba... A continuación, llegó alguien más y pidió otra cosa. Después, lo más probable es que Víktor se fuera a dormir... Lo más probable... Hay que suponer que a dormir... La verdad es que conservaba un recuerdo más: un piso de mosaico, totalmente cubierto de agua, pero no podía recordar de qué piso se trataba, ni qué agua era aquélla. Y no era necesario.

Después de acicalarse, Víktor bajó, pidió en la recepción los periódicos del día y conversó con el empleado sobre el estado del tiempo.

—¿Qué tal me porté ayer? —preguntó, como de pasada—. ¿Bien?

—En general, bien —respondió el recepcionista con cortesía—. Teddy le dará la cuenta.

—Aja —dijo Víktor, que había decidido no averiguar nada.

Fue al restaurante. Le pareció que la cantidad de lámparas de pie en la sala había disminuido. «Diablos», pensó asustado, Teddy aún no había llegado. Víktor saludó con la cabeza al hombre joven y a su acompañante, buscó su mesa, se sentó y abrió el diario. En el mundo todo seguía como siempre. Un país retenía los barcos mercantes de otro, y este otro país había manifestado su decidida protesta. Los países que eran del gusto del señor Presidente libraban guerras justas en nombre de sus naciones y de la democracia. Los países que, por alguna razón, no eran del gusto del señor Presidente, llevaban a cabo guerras de conquista, e incluso, hablando con propiedad, no hacían la guerra, sino que realizaban ataques criminales, actos de vandalismo. El propio señor Presidente había pronunciado un discurso de dos horas sobre la necesidad de poner fin de una vez por todas a la corrupción, y pasó con éxito una operación de amígdalas. Un crítico famoso, un canalla de los peores, alababa el nuevo libro de Rots-Tusov, y eso era enigmático, ya que el libro era bueno de veras.

Se acercó un camarero nuevo, desconocido, en tono amistoso le recomendó probar las ostras, tomó el pedido, sacudió la mesa con su servilleta y desapareció. Víktor apartó el diario, encendió un cigarrillo y, después de acomodarse bien en el asiento, comenzó a pensar en el trabajo. Qué bueno sería escribir un relato optimista, alegre... Sobre la vida de un hombre al que le gusta su trabajo, un tipo inteligente que quiere a sus amigos y sus amigos lo valoran, sobre lo bien que le va todo, un tipo excelente, original, ingenioso... Sin trama. Y como no hay trama, será aburrido. Y, en general, si escribía semejante relato habría que analizar por qué todo le iba bien a ese buen hombre, e inevitablemente se llegaba a la conclusión de que le iba bien únicamente porque hacía el trabajo que más le gustaba y el resto le importaba un comino. Entonces, ¿qué clase de buena persona era, si fuera de su trabajo, lo demás le importaba un comino? Por supuesto, se puede escribir sobre una persona cuya vida tiene sentido sólo en el amor al prójimo, por eso le va bien, porque ama al prójimo y le gusta su trabajo, pero hace dos mil años Lucas, Mateo, Juan y alguien más escribieron sobre un hombre así, en total eran cuatro. En general, eran muchos más, pero sólo esos cuatro escribieron lo ocurrido, los demás carecían de algo, unos de conciencia nacional y otros de derecho a correspondencia... y el hombre sobre el cual escribieron, por desgracia era un retrasado mental. Y sería interesante escribir cómo Cristo volvía hoy a la Tierra, pero no como lo hacía Dostoievski, sino como escribieron el tal Lucas y compañía... Cristo llega a un estado mayor general y les propone: «Vamos a amar al prójimo». Y allí, seguramente, habría algún antisemita...

—¿Me permite, señor Bánev? —cloqueó sobre él una agradable voz masculina.

Se trataba del burgomaestre en persona. No de aquel cerdo con el rostro morado por la inminente apoplejía, que gruñía de asqueroso placer en la amplia habitación de Roscheper, sino de un hombre elegante y grueso, perfectamente afeitado y vestido de manera impecable, que llevaba en el ojal la cinta de una condecoración y el escudo de la Legión de la Libertad en el hombro izquierdo.

—Tenga la bondad —dijo Víktor sin la menor alegría.

El señor burgomaestre se sentó, miró a su alrededor y cruzó las manos sobre la mesa.

—Intentaré no molestarlo mucho con mi presencia, señor Bánev, y no echarle a perder la comida. La cuestión que intento poner en su conocimiento basta para que todos nosotros, los grandes y los pequeños, los que valoramos el honor y el bienestar de nuestra ciudad, estemos dispuestos a apartarnos de nuestras tareas para lograr su más rápida y efectiva solución.

—Lo escucho —dijo Víktor.

—Nos hemos encontrado aquí, señor Bánev, en un ambiente más bien no oficial, ya que tomando en cuenta sus múltiples ocupaciones no me atreví a molestarlo en horas laborales, sobre todo atendiendo a lo específico de su labor. Sin embargo, ahora me dirijo a usted como funcionario oficial, tanto en mi nombre como en nombre de la municipalidad...

El camarero trajo las ostras y una botella de vino blanco. El burgomaestre lo detuvo con un gesto del dedo.

—Amigo mío, tráigame media ración de esturión de Kitchingan y una copa de licor de menta. El esturión, sin salsa... —Se volvió hacia Víktor—. Como iba diciendo, temo que nuestra conversación no pueda ser considerada como de sobremesa, ya que hablaremos de asuntos y circunstancias no sólo lamentables; yo diría que además son poco apetitosos. Tenía la intención de conversar con usted sobre los gafudos, ese maldito tumor canceroso que lleva varios años minando nuestra infeliz región.

—Sí, sí —dijo Víktor, el asunto comenzaba a interesarle.

El burgomaestre pronunció un discurso nada altisonante, bien meditado y estilísticamente perfecto. Contó cómo veinte años atrás, tras la ocupación, se creó una leprosería en la cañada del Caballo, un campo de cuarentena para personas que sufrían la enfermedad llamada lepra amarilla, o mal de los gafudos. Hablando con propiedad, aquella enfermedad había aparecido en el país en tiempos inmemoriales, como bien sabía el señor Bánev, y como indicaban las investigaciones especializadas, por alguna razón desconocida atacaba con particular frecuencia a los residentes de nuestra región. Sin embargo, sólo gracias a los esfuerzos del señor Presidente se le prestó seria atención a la enfermedad, y sólo por sus indicaciones personales esos infelices, carentes de atención médica, dispersos por todo el país, sometidos con frecuencia a injustas persecuciones por parte de otros sectores de la población, y hasta a la eliminación directa por parte de los ocupantes, esos infelices fueron finalmente reunidos en un lugar y obtuvieron la posibilidad de una existencia tolerable, que adecentaba su situación. Nada de esto da lugar a la menor objeción, y las medidas antes mencionadas sólo pueden ser alabadas. Sin embargo, como ocurre con frecuencia entre nosotros, las mejores y más nobles iniciativas se han vuelto contra nosotros. No vamos a buscar culpables ahora. No nos vamos a dedicar a investigar las actividades del señor Gólem, una actividad probablemente abnegada, pero como se ha aclarado recientemente, preñada de consecuencias harto desagradables. Tampoco nos vamos a dedicar a hacer críticas prematuras, aunque la posición de algunas instancias bastante altas, que tercamente se niegan a prestar atención a nuestras protestas, nos parece incomprensible. Pasemos a los hechos. El burgomaestre bebió una copa de licor de menta, tomó un trocito de esturión y su voz se hizo más aterciopelada todavía, resultaba del todo imposible imaginar que ponía cepos para cazar personas. Con fervorosa elocuencia expresó el deseo de no ocupar demasiado tiempo la atención del señor Bánev con los rumores que circulaban por la ciudad, rumores que debía reconocer eran el resultado de la realización imprecisa y nada unánime, por todos los niveles de la administración, de las orientaciones del señor Presidente: hablamos de la opinión, ampliamente difundida, del papel fatal de los denominados gafudos en el abrupto cambio del clima, de su responsabilidad por el incremento del número de abortos espontáneos y el índice de matrimonios estériles, de la desaparición total en la ciudad de varias especies de animales domésticos y de la aparición de una variedad especial de chinches domésticas, exactamente la chinche alada...

48
{"b":"142718","o":1}