—No me interrumpáis, porque mañana me marcho a Zambia; todavía tengo que vacunarme, y vosotros me estáis interrumpiendo a cada momento... quiero explicaros algo sobre la Bánnaia. La máquina que hay allí es especial. Mide el talento. En unidades absolutas. ¿Sabéis la que armó Sashka Tolokónnikov? ¡En lugar de su galimatías, metió en la máquina cinco páginas de El Don apacible! La mierda de máquina se atragantó, nadie la había calculado para semejante nivel, y ahora van a sancionar a Sashka. Por realizar un acto indigno de un escritor soviético... ¡Pero lo de Sashka fue una tontería! La mismísima Iraida se levantó un día y llevó allí sus borradores. Pensaba que la máquina le cantaría alabanzas, pero de repente, ahí tienes, cero enteros con cero décimas. ¡La que armó a golpes de paraguas! ¡A todos! Estáis sentados aquí y no sabéis nada, pero ayer metí la nariz por allí... había una barrera, milicianos a caballo... Mijéich temblaba, su invento no le ha traído alegría alguna, también tiene que presentar sus manuscritos... Le digo: «Oye, ¿qué temes? ¿Quieres que te preste mis borradores?».
Pues así mismo es nuestro Petia Skorobogátov, nuestro Trepa Nacional. Tomé una copita de vodka y me puse a pensar que en este mundo era imposible inventar algo. Todo estaba ya inventado. Recordé cómo hace quince años, el difunto Anatoli Efímovich se sinceró una vez conmigo y me contó la trama de su nueva comedia. Todo ocurría en una casa de creación literaria, y un inventor lleva hasta allí su fantástico aparato... ¿Qué nombre le puso? ¡Sí! ¡Metales! Medidor del Talento del Escritor. Al principio los escritores, los muy idiotas, se alegran, finalmente todos sabrán que Ivanov es una mierda y yo soy un genio. Pero después, cuando la máquina comenzó a anunciar la verdad objetiva... Finalmente, hicieron polvo la máquina y escribieron una denuncia contra el inventor, con todas las consecuencias que de ello dimanan... Y cuan afligido quedó Anatoli Efímovich cuando, después de pedirle perdón y justificarme, le di a leer La mensura de Zoila,de Akutagawa, un relato escrito en el año dieciséis y publicado en ruso a mediados de los años treinta. No es posible inventar nada. Todo lo que se pueda inventar, o bien lo inventaron antes, o bien existe en la realidad.
—¡Desde el momento en que se inventó aquella cosa —anuncié para todo el salón mirando directamente a los ojos de cerdo de Petia Skorobogátov, después de dar un puñetazo en la mesa—, les llegó su última hora a todos los escritores y pintores que venden carne de perro y la quieren hacer pasar por cordero!
Después de lo cual fui al baño. Ya había bebido suficiente. Me daba cuenta de ello porque mis mejillas estaban entumecidas y constantemente tenía ganas de sacar la quijada. Era el momento de regresar a casa, además podía llegar Katia con el pedido, y en casa quedaba menos de media botella de coñac. Y en casa había algo que debía hacer. Pero ¿qué era exactamente?
En el camino de vuelta me acordé. Debía telefonear y saber qué tal andaba Kostia Kudínov, el poeta, si no se habría muerto. Yo andaba bebiendo vodka con Petia Skorobogátov, mientras Kostia quizá estaba estirando la pata. Qué injusticia.
La mujer de Kostia respondió al teléfono. Parecía bastante animada.
—¿Qué tal está Kostia? —pregunté después de presentarme.
—¡Ay, qué bien que haya llamado, Félix Alexándrovich! Acabo de regresar del hospital, ahora mismo he llegado a casa... Él le ruega que pase a verlo.
—Sin falta —dije—. Y, en general, ¿cómo está?
—Gracias a Dios, todo se ha resuelto. Entonces, ¿irá a verlo?
—Quizá... —balbuceé, sin convicción—. Es posible que mañana, a esta misma hora.
—¡No! No, Félix Alexándrovich, él ha pedido que fuera a verlo hoy, sin falta. Eso es lo que me ha dicho: «¡Llama a Félix Alexándrovich y dile que venga a verme hoy sin-fal-ta! Es algo muy urgente, muy importante...».
—Está bien —le dije, y nos despedimos.
«No se pueden hacer buenas acciones —pensé mientras regresaba al restaurante—. Uno hace la primera y eso no tiene fin. Además, prestad atención, ni una palabra de agradecimiento. Llevo todo el día recorriendo Moscú por culpa de este farsante, cuánto miedo he pasado, y al caer la noche, ahí tenéis, a empezar todo de nuevo, vete quién sabe adonde, como un camello en el desierto, y ni una palabra de agradecimiento...»
Garik ya se había ido, se había marchado a su seminario; en su lugar estaba un amigo de Petia. Lo conocía, me lo habían presentado en varias ocasiones pero no recordaba su nombre ni sabía qué relación tenía con la literatura. Creo que pasaba todo el día en la sala de billar del club y ahí terminaba toda su relación con la literatura soviética.
Además, mientras estuve fuera, en la mesa apareció una enorme botella de vodka de trigo, y antes había aparecido mi buen amigo del portal de al lado, Slava Krutoiarski, escuálido, cetrino, de pelo largo, cubierto de un brillo artificial y proclive a teorizar.
—¿Qué es la crítica? —le preguntaba a Zhora Naúmov, que se había quitado su chaqueta lanuda y la había colgado del respaldo de la silla—. Además, no estoy hablando de la crítica que tenemos ahora, ¿me entiendes?
Cada dos frases, Slava preguntaba a su interlocutor si lo entendía.
Zhora asintió solemnemente, asegurando que sí, entendía; también lo hizo Valia Démchenko, con aire pensativo; y yo también asentí, mientras me sentaba; lo mismo hicieron Petia y su amigo, con tanta energía que el vodka de sus copas salpicó la mesa.
—La crítica es una ciencia —prosiguió Slava, mirando fijamente a Zhora—. Se trata de vincular, de correlacionar la histeria del creador con las necesidades de la sociedad, ¿me entiendes? Esclarecer la relación entre los terribles sufrimientos del creador y la vida cotidiana del socium,en eso consiste la tarea de la crítica. ¿Me has entendido?
Aquella idea le pareció tan saludable e interesante al sociumque todos se pusieron a pedirse mutuamente lápiz y papel. Para escribirla. Pero nadie tenía lápiz ni papel; llamaron a Aliónushka, le mendigaron un trocito de lápiz y una hoja de su cuaderno de notas, y Petia exigió que Slava repitiera su formulación, cosa que éste intentó con toda honestidad, pero no le salió. Zhora Naúmov tampoco logró repetirla, lo confundió todo, le introdujo una tal quintaesencia y, mientras todos gritaban interrumpiéndose, pensé que no importa cómo se definiera la crítica, no aportaba utilidad alguna y no había manera de evitar el daño que causaba. Nuestra crítica no se dedicaba en absoluto a la quintaesencia de la histeria del creador, sino a nivelar la literatura para que resultara más fácil saldar las cuentas personales y estéticas con los escritores. Así mismo.
Bebí y comí un trocito de filete frío. Mientras tanto, el debate terminológico sobre la crítica se convirtió, de modo natural, en una discusión sobre la política de pago de honorarios.
Mi visión sobre la política de pago de honorarios es simple: mientras más paguen, mejor; todos los debates de los escritores sobre la estimulación material no valen un comino. Gentes como Trepa Nacional gritan constantemente que si les pagaran como a Pedro, ellos escribirían como León. Miente el muy chapuzas. No importa cuánto le paguen, siempre escribirá como una mierda. Págale quinientos por página, setecientos, de todos modos escribirá la misma idiotez: niños, estudiar bien es muy bueno, estudiar mal es feo, feo, eso no está bien y no se debe ofender a los más pequeños. Y lo seguirán publicando, porque en todas las redacciones de literatura infantil han reservado, digamos, el treinta por ciento del volumen editorial para la literatura sobre los escolares, pero habría que discutir si hay suficientes buenos escritores para cubrir ese treinta por ciento. Se supone que sí. Pero a Valia Démchenko le puedes pagar doscientos, cien solamente, de todos modos va a escribir bien, no va a escribir peor porque le paguen peor, aunque no tiene ningún espacio reservado para su urbanismo crítico, y los reseñistas se lanzan sobre él como perros rabiosos.