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Me quité el abrigo lentamente mientras conversaba con el tío Kolia sobre el tiempo reinante, agarré un ejemplar del periódico del club y dejé una moneda en su lugar, me arreglé el cabello y los bigotes, saludando las imágenes de gente conocida que aparecía en lo profundo del espejo, y a continuación, mientras seguía saludando, me fue invadiendo una cálida sensación de comodidad que me apartaba de todo lo incómodo y peligroso. Entré en el restaurante caminando alegremente.

De ahí en adelante, todo fue según el programa. Lo único que falló fueron las setas marinadas. Cuando terminaba de tomar la solianka,los amigos de siempre comenzaron a acudir a mi mesa. El primero fue Garik Aganián, que una hora después comenzaba un seminario. Por esa razón no bebió y pidió una tontería. No tuvimos tiempo ni de intercambiar dos palabras cuando Zhora Naúmov se acercó, cojeando. Llevaba en una mano un botellín medio lleno, y en la otra un cuenco con restos de ensalada capitalina. Resulta que esa misma mañana había decidido pasar por Moscú, mientras viajaba de Krasnodar a Tallinn. La cosecha en el sur tenía buen aspecto, y lo demás, como siempre, quedaba en manos de Dios. Y en ese momento apareció en el horizonte Valia Démchenko, que llevaba bajo el brazo un bastón nuevo, cuya empuñadura tenía la forma de la garra de un león.

Discutimos sobre aquel bastón, hablamos de la cosecha de otoño y de la plaga de filoxera del año anterior; Garik nos explicó, dibujando con el tenedor en el mantel, cómo había que entender el artículo publicado en la prensa central, titulado «Un hueco en el universo», y después conté mis desgracias de ese día con Kostia Kudínov.

Mi relato dio lugar a una reacción apática, inesperada para mí.

—Nada, saldrá a flote, la mierda no se hunde —masculló Garik, despectivo.

Valia citó un chiste sobre Kostia que él mismo se había inventado.

—Ayer, el ayudante del presidente de la Comisión Extranjera, camarada Kudínov, recibió en el Salón Blanco a un grupo de escritores de Paraguay, a quienes tomó por escritores de Uruguay...

Y Zhora Naúmov, que examinaba el mundo a través de su copa de vodka, narró la intervención de Kostia Kudínov, estudiante del Instituto Literario, en aquella época un tipo rubicundo, audaz y sobrio, ante la asamblea general de su curso en el memorable año de 1949. Cuando Zhora terminó, todos quedaron en silencio.

—Y tú, ¿qué dijiste entonces? —preguntó Valia con interés.

—Yo, ¿qué? —replicó Zhora, agresivo—. Tenía ganas de romperle la cara, pero en aquella época él era levantador de pesas, un fortachón, ¿entiendes?, y yo tenía heridas de bala en ambas piernas y andaba sacudiéndome con dos muletas, como las vergüenzas de un anciano...

—Pero más tarde, cuando ya no llevabas muletas —intervino Garik—, en el bendito año cincuenta y nueve... ¿no se disculpó ante ti?

—¡Por supuesto! Hasta me dedicó unos versos. En la Gaceta Literaria.Al estilo de Pushkin, hablando de la amistad estudiantil...

—¿Algo así como que seas tu propio tártaro [5]? —preguntó Valia con sarcasmo.

Nos echamos a reír pero sin mucha alegría, después nos pusimos a hablar de poesía y, sin darnos cuenta, la conversación derivó a la calle Bánnaia.

Resultó que, menos yo, todos habían visitado la Bánnaia.

Garik, disciplinado, había ido allí en octubre. Nada de interés. Un ordenador bastante miserable, quizá un ES 10-20, o hasta un Minsk, más sencillo. Un holgazán de bata negra te quitaba el manuscrito y lo metía por una ranura, hoja a hoja. En una pantalla aparecían unos números, y después podías irte tranquilo a casa.

Zhora, que había pasado por allí después de Año Nuevo, dijo que no encontró ningún ordenador, sino unos armarios grises; el holgazán llevaba entonces una bata blanca y olía a patatas asadas. En general, un embuste, un engaño a los trabajadores.

—Si quieren saber mi opinión —dijo Zhora Naúmov, conocido también como Girsh Naúmovich—, todo es muy sencillo: algún judío de la Academia ha engañado a nuestro Teodor Mijéich, y escribe ahora su tesis de doctorado a costa de nuestro sudor de currantes.

En respuesta a aquel bulo antisemita, Valia Démchenko objetó que aquello era una insignificancia, que la verdadera desgracia (y esto lo dijo con aire misterioso) consistía en el hecho de que llevaban varios años desarrollando un redactor cibernético. Un regalo de los científicos para los escritores. Para ayudarlos. El robot redactor ya había sido creado, y lo estaban entrenando con nuestros manuscritos. Y cuando aquella máquina comenzara a funcionar sería el fin de todos nosotros, porque no sólo corregiría los errores gramaticales y el estilo, sino que detectaría a dos metros de distancia el contenido entre líneas. Colegas, ellos sabrían de inmediato quién es quién y por qué.

Miré con respeto a Valia al percibir en su inspirada charlatanería el aroma de cierta noble locura que no me era ajena. Garik se reía abiertamente, y Zhora, un hombre más llano, preguntó molesto de dónde sacaba Valia todo aquello.

—¡A los ojos! —pronunció Valia con emoción—. A la gente hay que mirarla a los ojos. ¡No importa de qué color sea su bata, blanca o negra! ¡Lo comprendí todo cuando lo miré a los ojos! —Garik le sirvió cerveza y Valia continuó su relato. El robot redactor era sólo el primer paso hacia una nueva era. Se trataba de una máquina voluminosa, estática, cara—. Pero, amigos —siguió diciendo Valia—, si queréis saberlo, estamos a punto de recibir máquinas de escribir especiales, electrónicas, por el momento sólo para nosotros, los prosistas. En estas máquinas han instalado limitadores electrónicos que censuran. ¿Os lo imagináis? Tecleas con dos dedos «culo» y en el papel aparece «mulo», «bulo», «trasero», o en el peor de los casos, «c» con tres puntitos.

Y en ese momento apareció entre nosotros Petia Skorobogátov, conocido como Trepa Nacional. No estaba, y de repente se materializó entre Garik y Valia, y comenzó a servirse vodka de mi botellín. Sus ojos, como siempre, estaban inflamados y se le cruzaban, y como siempre estaba cubierto de manchas rojas y escamas de piel muerta.

Como siempre, rebosaba de novedades y rumores, que al inicio parecían importantes y auténticos, pero cuando salían a la atmósfera se echaban enseguida a perder y se convertían en mentiras y jactancias. Era imposible conversar y sólo nos dedicamos a escuchar.

Para comenzar, nos contó que sobre la calle Bánnaia había algunos rumores que venían directamente de «allí». (El grueso dedo índice apuntaba hacia el techo.) Valia tenía razón: ahora todo lo harían las máquinas, pues la corrupción alcanza a todo el mundo y no se puede confiar en nadie. Ya habían puesto en marcha una máquina de recursos humanos, que había dado la orden de cesar a todos los directores de editoriales y a todos los redactores jefe en Moscú. Por esa razón él, Petia Skorobogátov no se apresuraba a firmar dos contratos que le habían enviado recientemente. ¿Por qué? Porque no tenía sentido. De todos modos, designarían directores nuevos y redactores jefe nuevos, y los contratos serían revisados...

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