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Franz emitió un gruñido de conmiseración.

—Ahí la tiene —exclamó el casero—, sentada en el sillón. Mírela.

Abrió más la puerta y sobre el respaldo del sillón Franz vislumbró una cabeza gris con algo blanco pegado a la nuca con alfileres.

—¿Se da cuenta de lo que quiero decir? —dijo el viejo, mirando a Franz con ojos relucientes—, y ahora, buenas noches —añadió; entrando silenciosamente en su cuarto, cerró la puerta.

Franz siguió su camino. Pero de pronto se detuvo y volvió sobre sus pasos:

—Oiga —dijo, a través de la puerta—, ¿qué hay del canapé ése?

Le respondió una voz ronca, forzada y como de vieja—, el canapé está ya en el cuarto. Le he dado mi propio canapé.

«Dos pobres diablos», pensó Franz, con una mueca de repulsión. Era cierto que el mobiliario familiar de su habitación había aumentado. Era un canapé decrépito y duro, de color entre parduzco y grisáceo, con un dibujo de nomeolvides. Pero, en fin, era un canapé. Cuando Martha lo vio al día siguiente torció el gesto, y, sin alterarlo, localizó enseguida un muelle achacoso; luego levantó el fleco mugriento.

—Bueno, en fin, qué le vamos a hacer —acabó por decir—, no es cosa de ponerse a reñir con la vieja ésa. Lástima que haya vuelto. Un par de oídos más. Pon ahí estos dos cojines. Ahora tiene mejor aspecto.

Y no tardaron en acostumbrarse a él, a su colorido sin pretensiones y a los crujidos de desaprobación con que puntuaba el ritmo de sus entusiastas expansiones amorosas.

No sólo era el canapé, sin embargo, lo que ahora enriquecía la habitación de Franz. En un momento de generosidad, Dreyer le había dado algo de dinero extra del bolsillo de su chaleco (¡verdaderos dólares verdes!), y quince días más tarde, justo a tiempo para Navidad, apareció un nuevo inquilino en el armario ropero de Franz: el tan esperado smoking.

—Todo esto está muy bien —dijo Martha—, pero te siguen faltando cosas. Ahora tienes que aprender a bailar. Mañana por la noche, después de cenar, ponemos un bonito disco en el gramófono y te daré tu primera lección. Tendrá gracia, con tu tío de espectador.

Franz llegó con su smokingnuevo. Ella le riñó por ponérselo innecesariamente, pero encontró que le sentaba muy bien. Eran las nueve. Dreyer estaba al llegar. En esto era de lo más puntual, y siempre telefoneaba para decir que se iba a adelantar o retrasar unos minutos, porque le gustaba muchísimo oír por teléfono la voz suave, aterciopelada, seria, de su mujer: esa voz como de tempranas perspectivas florentinas, tan diferente de la realidad concreta. A Martha le sorprendían siempre esas llamadas telefónicas sobre minutos y segundos carentes por completo de importancia, y, a pesar de lo cuidadosa que era también ella en cuestiones de tiempo, la puntualidad de su marido a este respecto la desconcertaba e irritaba. Hoy no había telefoneado, pero llegaba ya con media hora de retraso. Por respeto a la raya sacrosanta de sus perneras, Franz evitaba sentarse y andaba por la habitación, bordeando el sillón de Martha, pero sin atreverse a besarla por temor a la proximidad de la doncella.

—Tengo hambre —dijo Martha—, no acabo de entender por qué no viene de una vez.

—Podemos empezar con el gramófono. Tú me enseñas mientras esperamos.

—No estoy de humor. Te dije que después de cenar.

Pasaron otros diez minutos. Martha se levantó de pronto y llamó a Frieda.

Una suculenta tortilla y un poco de hígado la reanimaron.

—Ciérrala —le dijo a Franz, señalando a la pueta que Frieda había dejado abierta. Frieda había pasado el día entero con un violento dolor de muelas.

Cuando Franz volvió a su asiento, Martha le envolvió en una mirada de satisfecha adoración. Era aquélla la primera vez que cenaba a solas con Franz. Sí, la verdad, el smokingno podía sentarle mejor. Tenía que regalarle un par de buenos gemelos, en lugar de aquéllos, horribles, como simples botones, que llevaba.

—Queridito mío, queridito —le dijo, alargando hacia él un brazo por encima de la mesa.

—Cuidado —susurró Franz, mirando a su alrededor.

No se fiaba de los cuadros de la pared: el viejo barón, con su levita y su temible mirada fija, dispuesto a bajarse de allí de un salto. Y el aparador reluciente era todo ojos. En los pliegues de los cortinajes acechaban espías encapuchados. Un famoso bromista, Curtis Dreyerson, podía estar también al acecho bajo la mesa. Menos mal que Tom se había quedado en el recibidor. Y la doncella podía volver en cualquier momento. En este castillo lo esencial era no tomarse libertades. A pesar de todo, incapaz de oponerse al sonriente deseo de Martha, Franz le acarició el brazo desnudo. Ella, a su vez, le acarició despacio la nariz con los dedos, sonriéndole abiertamente y humedeciéndose los labios. A Franz le invadió la terrible sensación de que, en aquel mismo instante, Dreyer iba a salir de detrás de la cortina, el bufón convertido de pronto en verdugo:

—Comed, bebed, señor mío. Estamos chez nous—dijo Martha, rompiendo a reír.

Llevaba un vestido de tul negro. Tenía los labios pintados. Sus pendientes verdes resplandecían y su cabello dividido por una raya matemáticamente pura, relucía más que nunca con aquel brillo de melanita que era una de las joyas de su belleza. Una lámpara baja con tulipa anaranjada arrojaba una luz voluptuosa sobre la mesa. Franz, destellando sus gafas adoración por Martha, roía un muslo de pollo frío. Ella se inclinó hacia él, le cogió el hueso lustroso y medio descarnado, riendo solamente con los ojos, y se puso a roerlo con verdadera fruición, sujetándolo delicadamente, con el dedo meñique tieso y agitando las pestañas, cada vez más brillantes los labios.

—Estás deslumbrante —susurró Franz—, te adoro.

—Si pudiéramos cenar todas las noches así, tú y yo solos —dijo Martha. Con un movimiento brusco de cabeza alejó de sí una momentánea expresión ceñuda y exclamó, en tono ligeramente falso—, ¿me harías el favor de servirme un poco de este excelente coñac?, bebamos por nuestra unión.

—Yo no voy a beber. Me temo que no podría aprender a bailar —dijo Franz, inclinando cuidadosamente la jarrita.

Pero qué le importaba a ella bailar o no bailar... Lo que deseaba ardientemente era seguir en este lago ovalado de luz, empapándose en la certidumbre de que seguirían igual mañana, y la noche siguiente, y así sucesivamente, hasta el final de sus vidas. Mi comedor, mis pendientes, mi plata, mi Franz.

Súbitamente se llevó la mano a la muñeca izquierda, volvió su reloj de pulsera, que siempre se le desviaba hacia la parte donde una vena azul se ramificaba.

—Más de una hora de retraso. Tiene que haber pasado algo. Haz el favor de llamar al timbre... sí, ahí, a tu lado.

Le molestó que la alarmase la ausencia de su marido. Qué demonios podría importar si se retrasaba. Pues tanto mejor. La verdad, no tenía derecho alguno a alarmarse.

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