—Tengo los ojos y los oídos cerrados —dijo con un quejumbroso susurro—, avisadme cuando termine esta obscena abominación.
Martha se sobresaltó y Franz pensó que todo estaba perdido: les había visto cogidos de las manos. En aquel mismo momento la pista se volvió negra y el circo se vino abajo bajo una avalancha de aplausos.
—No entiendes absolutamente nada de arte —dijo Martha seca—, lo único que haces es molestar a los que queremos escuchar.
Dreyer emitió un ruidoso suspiro de alivio. Luego, con ademanes llenos de delicadeza, con agitados movimientos de cejas, como un hombre que tiene prisa por olvidar algo, miró el número siguiente en el programa:
—Vaya, esto me gusta más —dijo—, Los Guta Perchas, quienesquiera que sean, y luego un ilusionista de fama intercional.
«Por los pelos», estaba pensando Franz en aquel momento, «la verdad es que fue por los mismísimos pelos, ¡vaya!... Tenemos que andarnos con muchísimo cuidado... Por supuesto que es maravilloso tener la certidumbre de que es mía, mientras él se sienta a nuestro lado sin darse cuenta de nada. Pero es todo tan peligroso...»
La representación terminó con una película, como era costumbre en circos y cafés cantantes desde que se comenzó a exhibir el «bioscopio» como fascinante curiosidad. En la pantalla, extrañamente plana después del espectáculo vivo de la pista, un chimpancé vestido con degradantes prendas humanas realizaba actos humanos que resultaban degradantes en un animal. Martha reía con ganas, observando:
—¡Pero fijaos qué listo es!
Franz chasqueaba la lengua de asombro e insistía con toda seriedad en que se trataba de un enano disfrazado.
Cuando salieron a la calle escarchada, iluminada como una escena más del espectáculo por los anuncios eléctricos del teatro, y el fiel Icarus, se les acercó con celo digno de un payaso, Dreyer se reprochó a sí mismo no haber prestado atención últimamente a la conducta de su chófer. Había llegado el momento perfecto para una pequeña comprobación. Mientras el chófer se ponía a toda prisa sus manoplas de piel, Dreyer trató de detectar con la nariz el vapor que salía de la boca de su empleado. El chófer captó su mirada y, enseñando su mala dentadura, enarcó inocentemente las cejas.
—Hace frío de verdad, eh —dijo Dreyer apresuradamente.
—No está mal —replicó el chófer—, no está nada mal.
«Pues no huelo nada», se dijo Dreyer, «y, sin embargo, estoy convencido de que mientas nos esperaba... La cara enrojecida, los ojos risueños. Bueno, en fin, vamos a ver cómo conduce.»
El chófer condujo muy bien. Franz, respetuosamente encaramado en el fondo mismo de uno de los trasportines del lujoso vehículo, escuchaba el suave zumbido de la velocidad, miraba las margaritas artificiales en su pequeño florero de plata, el tubo acústico que colgaba de su gancho de acero, el reloj de viaje que tenía su propia idea del tiempo, y el cenicero en el que se hincaba un cigarrillo con el filtro dorado. Una noche nevada, con las farolas de la calle aureoladas de luz, se deslizaba rápidamente ante las anchas ventanillas del coche.
—Me bajo aquí —dijo Franz, reconociendo la plaza y la estatua—, estoy a cinco minutos de mi casa.
—No, hombre, te llevamos hasta la puerta —replicó Dreyer con un pequeño bostezo—, ¿cuál es tu dirección exacta?
Martha captó la mirada de Franz y le hizo un movimiento de cabeza. Franz comprendió lo que le quería decir. Dreyer, acostumbrado a ver a su sobrino en su casa casi todas las noches, nunca se había preocupado de preguntarle dónde vivía, y esta información era mejor dejarla en la más silenciosa y propicia oscuridad. Franz carraspeó nerviosamente, dijo:
—No, de veras, me gustaría estirar un poco las piernas.
—Como quieras —dijo Dreyer en pleno bostezo, e, inclinándose por encima de Franz, dio un golpe con el puño en el tabique de cristal.
—¿Por qué llamas? —observó Martha, irritada—, ¿no está para eso el tubo acústico?
Franz se encontró en una plaza blanca y desierta. Se subió el cuello de la gabardina, se hundió bien las manos en los bolsillos y, encogiéndose, fue a toda prisa en dirección a su casa. Los domingos, en la elegante calle de la parte occidental de la ciudad, solía ponerse el abrigo nuevo y andar de una manera muy distinta. Ahora, sin embargo, era otra cosa, y hacía mucho frío. El aire de paseo dominical por la gran ciudad no resultaba fácil de imitar. Consistía en estirar los brazos hasta abajo lo más posible y cruzar las manos (para esto era esencial llevar buenos guantes) debajo del último botón del abrigo, como para tenerlo bien sujeto contra el cuerpo, mientras se contoneaba uno lentamente, con una punta de los zapatos señalando la dirección de cada paso. Así se paseaban los dandies por la Kurfürstendam, a veces en parejas, mirando de vez en cuando a ambos lados a alguna chica, pero sin cambiar nunca la postura de las manos, sino haciendo con el hombro un rápido movimiento hacia atrás.
A pesar del frío, Franz se sentía multiplicado y eufórico, como suele ocurrir después de un espectáculo, e incluso se puso a silbar. «Al diablo el marido. Hay que ser más valiente. Una felicidad como ésta no le cae en suerte a todo el mundo. ¿Qué estará haciendo ahora? Ya tiene que haber llegado a casa, y estará desnudándose. Y ese asqueroso de cerdas amarillas... Importunándola, sin duda. ¡Al diablo con él! Ahora se ha sentado en la cama y estará quitándose una media. Dentro de dos o tres casas más estará desnuda. Tengo que comprarle un camisón de encaje. Y guardarlo entre mis pijamas. Para cuando llegue a esa farola habrá dejado caer la cabeza contra la almohada. Yo cruzo la calle y ella apaga la luz. Comparten el mismo dormitorio. Pero no, está envejeciendo, la dejará en paz. Una manzana más: se ha quedado dormida. Bueno, esta es mi calle. Magnífica, la violinista... y magníficamente presentada, había algo realmente precioso en aquel número. Y el ilusionista era bueno también. Trucos de lo más simple, sin duda: gana mucho dinero engañando a la gente. Ya está profundamente dormida. Ve mi casa en sueños y oye el divino violín. Condenada llave. Siempre se comporta al principio como si fuera la primera vez que está dentro de esta cerradura. Y la luz de la escalera, otra vez estropeada. Un tropezón y te rompes la crisma por las escaleras. Y la llave, se diría que lo hace a propósito.
En el pasillo, medio a oscuras, junto a la puerta, algo más visible, de su cuarto, estaba el viejo Enricht moviendo la cabeza con desaprobación. Llevaba una bata color gris ratón y botines a cuadros.
—Vaya, vaya, vaya —dijo—, acostándose después de media noche. Vergüenza debería darle.
Franz iba a seguir su camino, pero el viejo le cogió de la manga.
—Hoy no puedo enfadarme —dijo, con ternura—, para mí es un día de alegría: ha vuelto mi mujer.
—Enhorabuena —dijo Franz.
—Pero no hay alegría perfecta —prosiguió Enricht, sin soltar la manga de Franz—, mi dama ha vuelto enferma.