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Vladislav Hodasevich solía quejarse, en los años veinte y treinta, de que los jóvenes poetas emigrados se habían apropiado de la forma artística de su obra, mientras que por otro lado seguían a las camarillas que imponían la moda de la angoissey de la reforma del alma. Llegué a sentir una gran simpatía por este hombre amargo, forjado con ironía y un talento metálico, y cuya poesía era una maravilla tan compleja como la de Tyutchev o Blok. Tenía, físicamente, un aspecto enfermizo, con desdeñosas aletas nasales e hirsutas cejas, y cuando evoco su imagen en mi mente jamás se levanta de la silla de respaldo duro en la que está sentado, con sus flacas piernas cruzadas, los ojos centelleando de malicia e ingenio, sus dedos enroscando en una boquilla la mitad de un pitillo Caporal Vert. Hay pocas cosas de la poesía moderna que puedan compararse con los poemas de su Pesada lira, pero, por desgracia para su fama, la perfecta franqueza que se permitía cuando alzaba la voz para hablar de las cosas que no le gustaban le granjeó algunos enemigos terribles en el seno de las camarillas críticas más influyentes. No todos los mistagogos eran como el Alyosha de Dostoyevski; también había unos pocos que recordaban a Smerdyakov, y la poesía de Hodasevich fue acallada con la meticulosidad de una venganza mañosa.

Otro escritor independiente era Ivan Bunin. Yo siempre había preferido su escasamente conocida poesía a su famosa prosa (las relaciones que ambas tienen entre sí, dentro del marco de su obra, recuerdan lo que ocurre en el caso de Hardy). En aquellos momentos le encontré profundamente preocupado por los problemas personales del envejecimiento. Lo primero que me dijo fue que se sentaba más tieso que yo, a pesar de que me llevaba treinta años. Se tostaba al sol del premio Nobel que acababan de otorgarle, y me invitó a un restaurante caro y moderno de París para que habláramos allí de corazón a corazón. Por desgracia, siento una morbosa antipatía por los restaurantes y cafeterías, sobre todo los de París: detesto las multitudes, los camareros apresurados, los bohemios, los brebajes que sirven para el vermú, el café, el zakuski, las varietés y todo lo demás. Me gusta comer y beber en posición recostada (preferiblemente en un sofá) y en silencio. Las conversaciones de corazón a corazón, las confesiones al estilo de Dostoyevski, tampoco me van. Bunin, un viejo pero ágil caballero, con un vocabulario rico y obsceno, se quedó pasmado por mi rechazo del gallo lira a la avellana, que ya había probado suficientes veces en mi infancia, y exasperado por mi negativa a tratar cuestiones escatológicas. Hacia el final de la comida estábamos absolutamente hartos el uno del otro.

—Morirá usted en medio de horribles dolores y completamente aislado —comentó rencorosamente Bunin cuando nos encaminábamos al guardarropa. Una jovencita atractiva y de aspecto frágil tomó el número de nuestros pesados gabanes y al cabo de un rato cayó, abrazada a ellos, sobre el bajo mostrador. Quise ayudar a Bunin a ponerse su raglán, pero me detuvo con un ademán orgulloso de su mano abierta. Sin haber abandonado nuestra somera pelea —él trataba ahora de ayudarme a mí— salimos a la pálida tenebrosidad de un día invernal de París. Iba mi acompañante a abrocharse el cuello cuando una expresión de sorpresa y desdicha torció sus bellos rasgos. Abriendo cautelosamente su gabán, comenzó a tirar de una cosa que le molestaba en el sobaco. Acudí en su ayuda, y entre los dos conseguimos finalmente sacarle de la manga mi larga bufanda de lana, que la joven había metido en su abrigo. Fue saliendo centímetro a centímetro; era como desenvolver a una momia, y para lograr nuestro objetivo tuvimos que ponernos a girar lentamente el uno en torno al otro, para irreverente diversión de tres putas callejeras. Luego, concluida la operación, nos dirigimos sin decir palabra hacia una esquina en donde nos dimos la mano y nos separamos. Posteriormente nos vimos con bastante frecuencia, pero siempre con otras personas, generalmente en casa de I. I. Fondaminski (un alma santa y heroica que hizo más que nadie por la literatura rusa de la emigración y que murió en una prisión alemana). Fuera por el motivo que fuese, Bunin y yo habíamos adoptado un trato zumbón y una conversación de tipo bastante deprimente, una variante rusa del «kidding» norteamericano, que impidió que hubiera ningún tipo de comercio real entre los dos.

Conocí a otros muchos escritores rusos emigrados. No llegué a encontrarme con Poplavski, que murió joven y era un violín lejano entre balalaikas.

Vete a dormir, oh Morella, qué horribles son las vidas aguileñas.

No olvidaré jamás sus entonaciones quejumbrosas, ni tampoco podré perdonarme jamás la malhumorada crítica en la que le ataqué por ciertos defectos triviales de sus inmaduros versos. Conocí al sabio, estirado y encantador Aldanov; al decrépito Kuprin, que sujetaba cuidadosamente una botella de vin ordinairemientras avanzaba por las calles lluviosas; a Ayhenvald —una versión rusa de Walter Pater—, que murió posteriormente atropellado por un tranvía; a Marina Tsvetaeva, esposa de un agente doble y poeta de talento, que, a finales de los treinta, regresó a Rusia y murió allí. Pero, naturalmente, el autor que más me interesaba era Sirin. Pertenecía a mi propia generación. Entre los escritores jóvenes que produjo el exilio, él era el más solitario y el más arrogante. Desde la aparición de su primera novela en 1925 y a lo largo de los siguientes quince años, hasta que desapareció tan extrañamente como había llegado, su obra provocó un interés tan profundo como morboso entre los críticos. Del mismo modo que los publicistas marxistas de los años ochenta en la vieja Rusia hubieran denunciado su despreocupación por la estructura económica de la sociedad, los mistagogos de las letras de la emigración deploraban su carencia de sensibilidad religiosa y de interés por la moral. Todas sus características tenían que resultar por fuerza una ofensa para las convenciones rusas y sobre todo para ese sentido ruso del decoro que, por ejemplo, se siente tan peligrosamente ofendido hoy en día por los norteamericanos cuando éstos, en presencia de distinguidos militares soviéticos, se pasean con ambas manos en los bolsillos de los pantalones. Contrariamente, los admiradores de Sirin alabaron mucho, quizás en demasía, su raro estilo, su brillante precisión, la funcionalidad de sus imágenes y cosas por el estilo. Los lectores rusos, que habían sido educados en la recia sencillez del realismo ruso y habían cogido en abrenuncio a las estafas decadentistas, se quedaron impresionados ante los ángulos especulares de sus claras pero misteriosamente engañosas frases, y por el hecho de que la verdadera vida de sus libros discurriera en sus figuras, que un crítico ha comparado con «unas ventanas que dan a un mundo contiguo..., un corolario rodante, la sombra de un tren de pensamiento». Por el cielo oscuro del exilio Sirin pasó, por utilizar un símil más conservador, como un meteoro, y desapareció sin dejar tras él más que cierto sentimiento de desasosiego.

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A lo largo de mis veinte años de exilio dediqué una prodigiosa cantidad de tiempo a la composición de problemas de ajedrez. Se fija en el tablero cierta disposición, y el problema a resolver consiste en averiguar cómo hacerles mate a las negras en un número determinado de movimientos, por lo general dos o tres. Es un arte bello, complejo y estéril que sólo está relacionado con la forma corriente de este juego en la misma medida en que, por ejemplo, tanto el malabarista que inventa un nuevo número como el tenista que gana un torneo sacan provecho de las propiedades de las esferas. La mayor parte de los jugadores de ajedrez, de hecho, tanto maestros como aficionados, sólo sienten un leve interés por estos acertijos especializadísimos, fantásticos y elegantes, y aun en el caso de que apreciasen algún problema difícil se quedarían perplejos si alguien les invitara a que ellos mismos compusieran otro.

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