Una característica importante de la vida del emigrado, y que armonizaba con su carácter itinerante y dramático, era la frecuencia anormal de esas lecturas literarias en domicilios particulares o salas públicas. Los diversos tipos de lectores destacan de forma clara en el teatro de marionetas que celebra sus funciones en mi mente. Recuerdo aquella descolorida actriz, con unos ojos como piedras preciosas, que tras haber oprimido contra sus febriles labios el pañuelo que sostenía con el puño cerrado, procedió a evocar ecos nostálgicos del Teatro Artístico de Moscú a base de someter algún famoso fragmento de poesía a la mediación, mitad disección mitad caricia, de su lenta y cristalina voz. Y al irremediablemente escritor segundón cuya voz avanzaba a trancas y barrancas por entre la niebla de su prosa rítmica, y el espectador podía ver el nervioso temblor de sus pobres y torpes pero cuidadosos dedos cada vez que encajaba la página que acababa de leer debajo del montón de las que le quedaban, de modo que su manuscrito conservaba a todo lo largo de su actuación un temible y detestable grosor. Había un joven poeta en el que sus envidiosos hermanos veían, aunque quisieran evitarlo, una preocupante dosis de talento, tan patente como la lista de una mofeta: erecto en el estrado, pálido y con la mirada vidriosa, libres sus manos de todo cuanto pudiese anclarle a este mundo, inclinaba la cabeza hacia atrás y recitaba su poema en un irritante y retumbante canturreo para detenerse bruscamente cuando llegaba al final, cerrando de golpe la puerta del último verso para esperar que el aplauso llenase el silencio. Y estaba también el viejo cher maîtreque dejaba caer una tras otra las perlas de un admirable relato que ya había leído muchas veces, y siempre de la misma forma, con la misma expresión de remilgado desdén que su noble rostro arrugado mostraba en el frontispicio de sus obras completas.
Supongo que no sería difícil para un observador distante hacer chistes sobre todas esas personas casi impalpables que imitaban en ciudades extranjeras una civilización muerta, la de los lejanos, casi legendarios, casi suméricos espejismos de San Petersburgo y Moscú, 1900-1916 (que, ya entonces, en los años veinte y treinta, sonaban más bien a 1916-1900 antes de Cristo). Pero como mínimo eran unos rebeldes, tal como lo habían sido la mayor parte de los grandes escritores rusos desde el nacimiento mismo de la literatura rusa, y, fieles a esta condición insurgente que su sentido de la justicia y de la libertad ansiaba con tanta fuerza como durante el régimen de los zares, los emigrados creían monstruosamente antirruso e infrahumano tanto el comportamiento de los mimados escritores que permanecían en la Unión Soviética como la respuesta servil de esos mismos escritores ante cada uno de los matices de cada decreto gubernamental; porque el arte de la postración estaba desarrollándose allí exactamente en la misma proporción en que aumentaba la eficacia de la policía política, primero de Lenin, y de Stalin después, de modo que el escritor ruso que mayor éxito obtenía era aquel cuyo fino oído sabía captar el suave susurro de las insinuaciones oficiales mucho antes de que se convirtiera en un vozarrón.
Debido a lo limitada que era la circulación de sus obras en el extranjero, incluso la generación más madura de escritores emigrados, cuya fama ya había quedado sólidamente establecida en la Rusia prerrevolucionaria, no podía confiar en ganarse la vida con sus libros. Escribir un columna semanal para un periódico de emigrados no era nunca del todo suficiente para mantener unidos el cuerpo y la pluma. De vez en cuando llegaba algún inesperado empujoncito gracias a la traducción de una obra a otro idioma; pero, aparte de esto, lo que prolongó las vidas de los autores de mayor edad fueron las becas concedidas por diversas organizaciones de emigrados, los ingresos debidos a las lecturas públicas, y la generosa beneficencia de los particulares. Los escritores jóvenes, menos conocidos pero más adaptables, suplementaban los casuales subsidios trabajando en diversos empleos. Yo recuerdo haber dado clases de inglés y de tenis. Frustré pacientemente la manía que tenían los «businessmen» berlineses de pronunciar «business» de modo que rimara con «dizziness»; y, como un hábil autómata, bajo las lentas nubes de un largo día veraniego, en pistas polvorientas, serví pelota tras pelota a sus bronceadas hijas con el pelo cortado a lo garçon. Me pagaron cinco dólares (una importante suma durante la inflación alemana) por mi traducción al ruso de Alice in Wonderland. Contribuí a compilar una gramática rusa para extranjeros, cuyo primer ejercicio empezaba con las palabras Madam, ya doktor, vot banan( Señora, soy el médico, aquí tiene un plátano). Y lo mejor de todo fue que me dediqué a elaborar para un diario de emigrados, el Rui'de Berlín, los primeros crucigramas rusos, que bauticé con el nombre de krestoslovits'i. Me resulta extraño recordar aquella existencia tan extravagante. Los solaperos aman apasionadamente la lista de oficios más o menos groseros que el joven escritor (con una obra que trata de la Vida y las Ideas, cosas muchísimo más importantes, naturalmente, que el simple «arte») ha desempeñado: repartidor de periódicos, vendedor de helados, fraile, luchador, capataz de una acería, conductor de autobuses, etc. Desgraciadamente, no me he sentido llamado por ninguna de estas vocaciones.
Mi pasión por la buena literatura me puso en contacto con diversos escritores rusos que residían en el extranjero. Yo era joven en aquel entonces, y sentía por la literatura un interés mucho más apasionado que ahora. La prosa y la poesía del momento, los planetas brillantes y las galaxias más pálidas discurrían por la ventana de mi buhardilla noche tras noche. Había autores independientes de edad y talento diversos, y grupitos y camarillas en las que ciertos autores más o menos jóvenes, algunos de ellos bastante dotados, se agrupaban en torno a algún crítico de tendencia filosofante. El más importante de estos mistagogos conjugaba el talento intelectual con la mediocridad ética, y también un gusto misteriosamente seguro en lo que se refiere a la poesía rusa moderna con un conocimiento fragmentario de los clásicos rusos. Su grupo creía que ni la mera negación del bolchevismo ni los ideales rutinarios de las democracias occidentales bastaban para construir la filosofía en la que debía apoyarse la literatura de la emigración. Su sed de un nuevo credo era tan intensa como la que siente el preso drogadicto por su paraíso doméstico. De forma más bien patética, envidiaban a los grupos católicos parisienses por las salpimentadas sutilezas de las que tan obviamente carecía la mística rusa. La llovizna dostoyevskiana no podía competir con el pensamiento neo-tomista; pero, ¿no había otras fórmulas? El ansia por encontrar un sistema de creencias, el constante balancearse al borde de una u otra religión aceptada, resultó capaz de proporcionar por sí mismo una satisfacción especial. Sólo mucho después, en los años cuarenta, algunos de esos escritores lograron descubrir una pendiente definitiva por la que deslizarse en actitud más o menos genuflexa. Esta pendiente fue el entusiasta nacionalismo capaz de decir que un estado (la Rusia de Stalin, en este caso) era bueno y adorable por la única y exclusiva razón de que su ejército había ganado una guerra. A comienzos de los años treinta, sin embargo, el precipicio nacionalista sólo era percibido confusamente, y los mistagogos disfrutaban aún de las emociones del equilibrio resbaladizo. Eran curiosamente conservadores en su actitud con respecto a la literatura; para ellos, lo primero era salvar el alma, luego venía el intercambio de favores, y el arte ocupaba el último lugar. Una mirada retrospectiva basta para notar un hecho sorprendente: que estos literatos libres que vivían en el extranjero estaban imitando el pensamiento aherrojado de su país cuando decretaban que era más importante ser el representante de un grupo o de una época que ser un escritor individual.