Fuera como fuese, durante mis recluidos años alemanes, jamás me encontré con esos amables músicos de antaño que, en las novelas de Turgenev, tocaban sus rapsodias hasta bien entrada la noche; ni con esos alegres cazadores con sus presas prendidas con alfileres a la copa de sus sombreros, esos que tan ridículizados fueron por el Siglo de las Luces: el caballero de La Bruyère que derrama lágrimas al ver a una oruga paralítica, los filósofos de Gay, «más graves que sabios» y que, disculpen ustedes, «persiguen a la ciencia en las mariposas»; y, de forma menos insultante, los «curiosos alemanes» de Pope, que atrapan «bellos insectos»; ni, simplemente, con lo que la gente suele llamar personas francotas y saludables, las mismas que durante la última guerra fueron preferidas por los soldados del Middle West que padecían morriña por contraposición al reservado campesino francés o a la enérgica Madelón II. Todo lo contrario. La figura más vívida con que me encuentro cuando trato de localizar en mis recuerdos a alguien a quien destacar de entre mi magro abastecimiento de conocidos no rusos y no judíos de los años transcurridos entre las dos guerras, es la imagen de un joven universitario alemán, educado, tranquilo, con gafas, cuyo pasatiempo favorito era la pena capital. En nuestro segundo encuentro me mostró una colección de fotografías entre las cuales había una serie recién adquirida ( «Ein bischen retouchiert», dijo, arrugando su pecosa nariz) que mostraba las sucesivas fases de una ejecución en China; alabó, como un verdadero experto, el esplendor de la espada letal y el perfecto espíritu de cooperación entre verdugo y víctima, que culminaba en un auténtico geiserde sangre color gris niebla saliendo a chorro del clarísimamente fotografiado cuello de la parte decapitada. Como gozaba de una situación muy acomodada, este joven coleccionista podía permitirse el lujo de viajar, y viajaba, efectivamente, sin dejar de preparar los temas de humanidades para su doctorado. Se quejó, no obstante, de su persistente mala suerte, y añadió que si no podía ver pronto algún ejemplo verdaderamente bueno, sería incapaz de soportarlo. Había sido testigo de unos cuantos ahorcamientos pasables en los Balcanes y de una muy anunciada pero bastante sombría y mecánica guillotinade(le gustaba utilizar un francés que a él le parecía coloquial) en el Boulevard Arago de París; pero, fuera como fuese, jamás logró estar lo suficientemente cerca como para verlo todo con detalle, y la carísima cámara en miniatura que colgaba del ojal de su impermeable no funcionaba tan bien como él había creído. A pesar de que estaba padeciendo un fuerte resfriado, se fue a Regensburg, donde se llevaban a cabo violentas decapitaciones con hacha: esperaba grandes cosas de este espectáculo, pero, para su intensa decepción, el sujeto había sido al parecer drogado y apenas si reaccionó, como no fuera anadeando débilmente cuando el enmascarado verdugo y su desmañado ayudante cayeron sobre él. Dietrich (que es el nombre de pila de mi conocido) esperaba ir algún día a los Estados Unidos para ser testigo de un par de electrocutions; de esta palabra, tan simple era mi amigo, derivó el adjetivo «cute», aprendido de un primo suyo que había ido a los Estados Unidos, y, con un leve gesto ceñudo de melancólica inquietud, se preguntó si era cierto que, durante la ejecución, salían sensacionales humaredas de los orificios naturales del cuerpo. En nuestro tercer y último encuentro (todavía quedaban algunos aspectos de su personalidad que yo quería archivar para su posible utilización) me contó, más triste que furioso, que una vez se pasó la noche entera esperando pacientemente junto a un amigo suyo que había decidido suicidarse y que había accedido a hacerlo, de un disparo en el paladar, en un lugar bien iluminado y de cara al aficionado, pero que, como carecía de ambición y sentido del honor, en lugar de cumplir su palabra se limitó a pillar una borrachera de campeonato. Aunque hace mucho tiempo que perdí la pista de Dietrich, puedo imaginarme perfectamente la mirada de serena satisfacción en sus ojos color azul pez con la que muestra, hoy en día (quizás en el minuto mismo en que yo escribo esto), una inesperada profusión de tesoros a sus compañeros de afición, que aplauden calurosamente y saludan con estentóreas risotadas las fotos absolutamente wunderbarque obtuvo durante el reinado de Hitler.
2
He hablado suficientemente de la lobreguez y la gloria del exilio en mis novelas rusas, y especialmente en la mejor de ellas (publicada en inglés con el título de The Gift); pero quizá sea conveniente incluir aquí una breve recapitulación. Con muy escasas excepciones, todas las fuerzas creativas de tendencia liberal —poetas, novelistas, críticos, filósofos y demás— habían huido de la Rusia de Lenin y de Stalin. Los que no lo hicieron, o bien se marchitaban allí o bien adulteraban su talento ajustándose a las exigencias políticas del estado. Lo que los zares no habían conseguido jamás, a saber, que las mentes se doblegaran por completo a la voluntad del gobierno, fue logrado por los bolcheviques inmediatamente después de que el principal contingente de intelectuales huyese al extranjero o fuera aniquilado. El afortunado grupo de expatriados estaba ahora en condiciones de proseguir su labor con tan absoluta impunidad que, de hecho, muchos de ellos se preguntaban a veces a sí mismos si su sensación de estar disfrutando de una completa libertad mental no era consecuencia de que actuaban en un vacío. Había, ciertamente, entre los emigrados un número suficiente de buenos lectores como para garantizar la publicación, en Berlín, París y otras ciudades, de libros y periódicos rusos a una escala relativamente grande; pero como ninguno de esos escritos podía circular por la Unión Soviética, toda esa actividad adquiría cierto aire de frágil irrealidad. El número de títulos era más impresionante que el de ejemplares vendidos por cualquiera de esas obras, y los nombres de las editoriales —Orion, Cosmos, Logos, y otros— poseía el mismo aspecto febril, inestable y levemente ilegal que caracteriza a las empresas que publican libros sobre astrología o sobre las-verdades-de-la-vida. Contemplados desde una perspectiva serena, sin embargo, y juzgados solamente con criterios artísticos y académicos, los libros producidos in vacuo por los emigrados rusos parecen hoy, sean cuales fueren sus defectos individuales, más permanentes y más adecuados de cara a su consumo humano que ese fluir-de-conciencia política, tan esclavizado y tan singularmente provinciano y convencional que manó durante esos mismos años de las plumas de los jóvenes autores soviéticos a los que un estado paternal proporcionaba tinta, pipa y jersey.
El director del diario Rui'(que además fue editor de mis primeros libros), losif Vladimirovich Hessen, tuvo la suficiente indulgencia como para permitirme que llenara su sección de poesía con mis inmaduras rimas. Metrifiqué, copié a mano con mi mejor letra, y remití a la oficina del director azules atardeceres de Berlín, el castaño en flor de la esquina, la exaltación, la pobreza, el amor, el color mandarina de las primeras luces de las tiendas, así como una bestialmente dolorosa añoranza del todavía fresco hedor ruso. Una vez en esa oficina, el miope I. V. se acercaba el nuevo poema a los ojos y después de este breve, más o menos táctil, acto de cognición, lo dejaba sobre su escritorio. A la altura de 1928 mis novelas comenzaban a producir un poco de dinero en sus traducciones al alemán, y en primavera de 1929, tú y yo fuimos a cazar mariposas a los Pirineos. Pero sólo al final de la década de los treinta abandonamos Berlín definitivamente, aunque desde mucho antes de esas fechas yo solía viajar a París para hacer lecturas públicas de mis cosas.