Литмир - Электронная Библиотека
A
A

El miró su reloj, y yo miré el mío, y nos separamos, y estuve errando por la ciudad bajo la lluvia, y luego visité los Backs, y durante un buen rato me quedé mirando las grajas que colgaban del negro retículo de los olmos desnudos, y los primeros crocus del césped perlado de neblina. Cuando paseaba al pie de esos árboles repetidamente cantados, traté de provocar en mí mismo cierta actitud extáticamente reminiscente de mis años estudiantiles, de la misma manera que había hecho durante esos años con respecto a los de mi adolescencia, pero sólo fui capaz de evocar unas cuantas imágenes fragmentarias: M. K., un ruso, maldiciendo dispépticamente los efectos secundarios de una cena en un college; N. R., otro ruso, retozando como un crío; P. M., tomando por asalto mi habitación con un ejemplar del Ulyssesrecién llegado de contrabando desde París; J. O., viniendo a decirme tranquilamente que también él había perdido a su padre; R. C, invitándome amabilísimamente a irme con él de viaje a los Alpes Suizos; Christopher Nosecuántos escabullándose de un proyectado partido de dobles al enterarse de que su pareja tenística iba a ser un hindú; T., un camarero muy viejo y muy frágil, derramando la sopa del collegeencima del doctor A. E. Housman, que se puso en pie de un salto, como si acabaran de arrancarle de un trance; S. S., que no tenía relación alguna con Cambridge, pero que, tras haberse quedado durmiendo en su silla mientras se celebraba una fiesta literaria (en Berlín) y al recibir un codazo de su vecino, también se levantó de golpe y porrazo, mientras otro de los contertulios leía un relato; la Dormouse de Lewis Carroll, comenzando inesperadamente a contar un cuento; E. Harrison regalándome inesperadamente The Shropshire Lad, un librito de versos sobre los jóvenes y la muerte.

La gris luminosidad había ido apagándose hasta quedar reducida a una pálida tira amarilla en el gris poniente cuando, movido por cierto impulso, decidí visitar a mi antiguo preceptor. Como un sonámbulo, subí las conocidas escaleras y llamé automáticamente a la entreabierta puerta que llevaba su nombre. Con una voz ligerísimamente menos brusca y un poquitín más hueca que antaño, me invitó a entrar.

—No sé si me recordará usted... —comencé a decir cuando crucé la penumbra de la habitación en la que él estaba sentado junto a un confortable fuego.

—Veamos —dijo él, volviéndose lentamente en su bajo asiento—. Me parece que no acabo de...

Se oyó un desdichado crujido, un fatal estrépito: acababa de pisar el servicio de té que tenía al pie de su butaca de mimbre.

—Ah, claro —dijo—. Ya me acuerdo.

CAPITULO DECIMOCUARTO

1

La espiral es un círculo espiritualizado. En la forma espiral, el círculo, desenrollado, desenroscado, ha dejado de ser vicioso; ha sido puesto en libertad. Esto lo pensé cuando era un colegial, y también descubrí que la serie triádica de Hegel (tan popular en la vieja Rusia) expresaba sencillamente la espiralidad esencial de todas las cosas en relación con el tiempo. Un giro sigue a otro giro, y cada síntesis es la tesis de la serie siguiente. Si consideramos la espiral más simple podemos distinguir en ella tres fases que se corresponden a las de la tríada: podemos llamar «tético» al pequeño arco o curva que inicia centralmente la circunvolución; «antitético» al arco mayor que se enfrenta al anterior continuándolo; y «sintético» al arco más amplio aún que continúa al segundo mientras sigue al primero a lo largo de su cara exterior. Y así sucesivamente.

Una espiral de colores en una cuenta de cristal: así es como veo mi propia vida. Los veinte años que pasé en mi Rusia natal (1899-1919) se encargan del arco tético. Los veintiún años de exilio voluntario en Inglaterra, Alemania y Francia (1919-1940) proporcionan la evidente antítesis. El período que he pasado en mi país de adopción (1940-1960) forma una síntesis, y una nueva tesis. Ahora estoy refiriéndome a mi fase antitética, y más concretamente al período que viví en la Europa continental después de obtener, en 1922, mi título universitario de Cambridge.

Cuando vuelvo la vista atrás para mirar esos años del exilio, me veo a mí mismo, y a miles de rusos más, llevando una existencia peculiar pero en modo alguno desagradable, en medio de la indigencia material y el lujo intelectual, entre extranjeros perfectamente carentes de importancia, espectrales alemanes y franceses en cuyas más o menos ilusorias ciudades nosotros, los emigrados, vivimos de modo fortuito. Aquellos aborígenes eran para el ojo mental tan planos y transparentes como figuras recortadas en papel de celofán, y aunque utilizamos sus chismes, aplaudimos a sus payasos, y cogimos las ciruelas y manzanas de las orillas de sus caminos, no hubo entre ellos y nosotros ni la más mínima comunicación real, al menos de la misma rica especie tan extendida en nuestros propios círculos. A veces parecía que les ignorábamos del mismo modo que un invasor muy arrogante o muy necio ignora a una masa amorfa y sin rostro de indígenas; pero otras, en realidad con bastante frecuencia, ese mundo espectral a través del cual hacíamos desfilar nuestras heridas y nuestras artes experimentaba una terrible convulsión y nos demostraba quién era en realidad el descarnado cautivo, y quién el auténtico amo. Nuestra absoluta dependencia física de tal o cual país que nos había concedido refugio político con la mayor frialdad, se hacía dolorosamente obvia cuando nos veíamos obligados a obtener o prorrogar cierto baladí «visado» o alguna diabólica «tarjeta de identidad», porque entonces surgía un voraz infierno burocrático que trataba de cerrarse sobre el solicitante, el cual podía marchitarse al tiempo que su fichero iba engordando paulatinamente en los despachos de cónsules y policías de ratoniles bigotes. Se ha dicho que los dokumentison la placenta de los rusos. La Liga de Naciones equipó a los emigrados que habían perdido su ciudadanía rusa con el llamado pasaporte «Nansen», un documento de muy poca monta, de un tono especialmente vomitivo de verde. Su portador era poco más que un delincuente en libertad condicional, y tenía que sufrir las más horribles ordalías siempre que quería trasladarse de un país a otro, y cuanto más pequeños eran los países, mayor alboroto armaban. Desde algún rincón de las profundidades de sus glándulas, las autoridades secretaban la idea de que por malo que pudiera ser cualquier estado —por ejemplo, la Rusia soviética—, cualquier fugitivo de él era intrínsecamente despreciable ya que su existencia ocurría fuera del ámbito de una administración nacional; y en consecuencia era visto con la misma ridícula desaprobación con que ciertos grupos religiosos ven a los niños nacidos fuera del vínculo conyugal. No todos nosotros aceptábamos ser bastardos y fantasmas. Algunos emigrados rusos atesoran dulces recuerdos del día en que insultaron o tomaron el pelo a algún que otro alto funcionario de un ministerio, una Prefecture o un Polizeipraesidium.

En Berlín y París, las dos capitales del exilio, los rusos formaron colonias compactas, con un coeficiente cultural muy superior a la media de las necesariamente más diluidas comunidades extranjeras en las que se les insertaba. Me refiero, desde luego, a los intelectuales rusos, pertenecientes en su mayoría a los diversos grupos democráticos, y no a ese otro tipo de persona más ostentosa que «era consejero o yo qué sé del Zar, sabe» y que es lo primero en lo que piensan las señoras de los clubes femeninos norteamericanos en cuanto alguien habla de «rusos blancos». La vida en esos lugares era tan plena e intensa que estos «intelligenti» (una palabra que tenía connotaciones más socialmente idealistas y menos esotéricas que el término «intelectuals» para los norteamericanos) rusos no tenían tiempo ni motivos para buscar vínculos más allá de su propio círculo. Hoy en día, en un nuevo y querido mundo donde he aprendido a sentirme como en mi casa con la misma facilidad con que he dejado de cruzar los sietes, las personas extrovertidas y cosmopolitas a quienes cuento estas cosas de mi pasado suelen pensar que no hablo en serio, o me acusan de esnobismo retrospectivo, cuando sostengo, por ejemplo, que en el transcurso del casi un cuarto de siglo que pasé en Europa Occidental no tuve, de entre los escasos alemanes y franceses que conocí (en su mayoría patronos y gente de letras), más que dos amigos.

65
{"b":"142619","o":1}