El lugar es, naturalmente, Abbazia, en la costa del Adriático. Lo que llevo en mi muñeca, que tiene aspecto de servilletero de fantasía y es de un material celulóidico verde pálido y rosa, y semi-traslúcido, es el fruto de un árbol de Navidad que Onya, una bonita prima de mi misma edad, me dio en San Petersburgo unos meses antes. Yo lo atesoré sentimentalmente hasta que se le formaron por dentro unas venillas oscuras que decidí, como en sueños, que eran rizos míos, incomprensiblemente introducidos en esa brillante sustancia, junto con mis lágrimas, en el curso de una espantosa visita al detestado barbero de la cercana Fiume. Aquel mismo día, en una cafetería de la playa, mi padre se fijó por casualidad, justo cuando acababan de servirnos, en un par de oficiales japoneses sentados a una mesa vecina, y nos fuimos de inmediato, no sin que yo agarrase apresuradamente una bombeentera de sorbete de limón, que me llevé oculta en mi dolorida boca. Era en 1904. Yo tenía cinco años. Rusia estaba en guerra con Japón. Con auténtico entusiasmo, el semanario ilustrado inglés al que Miss Norcott estaba suscrita reproducía ilustraciones bélicas de artistas japoneses que mostraban cómo se hundirían las locomotoras rusas —de apariencia singularmente diminuta debido al estilo gráfico japonés— si nuestro ejército intentaba tender una vía férrea sobre el traicionero hielo del Lago Baikal.
Pero veamos. Tuve una asociación más temprana incluso con esa guerra. Una tarde, a principios de ese mismo año, me bajaron de las habitaciones de los niños, que estaban en el primer piso de nuestra casa de San Petersburgo, al despacho de mi padre para que le dijera cómo-está-usted a un amigo de la familia, el general Kuropatkin. Revestido su rechoncho cuerpo por el crujiente uniforme, extendió para entretenerme un puñado de cerillas sobre el diván en el que estaba sentado; colocó diez, unidas por sus extremos, formando una horizontal y dijo:
—Esto es el mar cuando hace buen tiempo.
Luego las dispuso en ángulos, por parejas, a fin de convertir la recta en una línea quebrada, y eso era un «mar embravecido». Revolvió las cerillas, y cuando yo confiaba en que me hiciese algún truco incluso mejor, nos interrumpieron. Su ayudante de campo fue conducido a la sala y habló con él. Soltando un gruñido muy ruso y congestionado, Kuropatkin se levantó pesadamente de su asiento, haciendo saltar las cerillas en el diván cuando sus muchos kilos lo abandonaron. Aquel día recibió la orden de asumir el mando supremo del Ejército Ruso en Extremo Oriente.
Este incidente tuvo una secuela especial quince años después, cuando en cierto momento de la huida de mi padre del San Petersburgo bolchevique hacia el sur de Rusia, le abordó cuando cruzaba un puente cierto anciano que, bajo su zamarra de cordero, parecía un campesino de barba gris. El hombre le pidió fuego a mi padre. Al instante siguiente se reconocieron el uno al otro. Espero que el viejo Kuropatkin lograse, gracias a su rústico disfraz, librarse de las cárceles soviéticas, pero lo que importa no es esto. Lo que me satisface es la evolución del tema de las cerillas: aquellas cerillas mágicas que me enseñó se habían malogrado y perdido, y también sus ejércitos habían desaparecido, y todo se había hundido como se hundieron los trenes de juguete que, en el invierno de 1904-1905, en Wiesbaden, pretendí que circularan sobre los charcos helados del jardín del Hotel Oranien. El verdadero propósito de una autobiografía debería ser el de ir siguiendo estas tramas temáticas a lo largo de la propia vida.
4
El final de la desastrosa campaña rusa en Extremo Oriente estuvo acompañado de furiosos desórdenes internos. Sin dejarse arredrar por ellos, mi madre regresó con sus tres hijos a San Petersburgo tras haber pasado casi un año en diversos centros residenciales del extranjero. Esto era a comienzos de 1905. Los asuntos de estado exigían la presencia de mi padre en la capital; el Partido Democrático Constitucional, del que era uno de los fundadores, ganaría la mayoría en el primer Parlamento al año siguiente. Durante una de sus breves estancias en el campo con nosotros, mi progenitor comprobó aquel año, con patriótico disgusto, que mi hermano y yo sabíamos leer y escribir en inglés pero no en ruso (con la excepción de KAKAO y MAMA). Y decidió que el maestro del pueblo acudiera cada tarde a darnos lecciones y llevarnos de paseo.
Con el agudo y alegre sonido del silbato que formaba parte de mi primer traje de marinero, mi infancia me retrotrae a ese lejano pasado para hacerme estrechar de nuevo la mano de aquel encantador maestro. Vasily Marti'novich Zhernosekov lucía una ensortijada barba castaña, era bastante calvo, y tenía los ojos azul porcelana, orlados por una fascinante excrecencia en el párpado superior. El primer día que vino trajo una caja de cubos increíblemente atractivos, con una letra diferente pintada en cada uno de sus lados; él los manipulaba como si fueran las cosas más valiosas del mundo, que es lo que, si vamos a eso, eran (aparte de que permitían hacer maravillosos túneles para los trenes). Veneraba a mi padre, que en fechas recientes había reconstruido y modernizado la escuela del pueblo. A modo de anticuada señal de que era un librepensador, llevaba una ondeante corbata negra de lazo, descuidadamente anudada a modo de pajarita. Cuando me dirigía la palabra a mí, que no era más que un niño, utilizaba el plural de la segunda persona, pero no a la manera envarada de los criados, ni tampoco como hacía mi madre en momentos de intensa ternura, cuando tenía yo mucha fiebre o había perdido algún diminuto vagón de pasajeros (como si el singular fuese demasiado endeble para soportar la carga de su amor), sino con la educada sencillez de un hombre que habla con otro al que no conoce lo suficiente como para hablarle de tú. Era un fiero revolucionario que solía hacer vehementes ademanes durante nuestros paseos por el campo, y hablaba de la humanidad y de la libertad y de la maldad de la guerra y de la triste (pero interesante, pensaba yo) necesidad de hacer volar por los aires a los tiranos, y a veces sacaba ese libro pacifista, tan popular en aquel entonces, que se titulaba Doloy Oruzhie!(traducción de Die Waffen Nieder!, de Bertha von Suttner), y me leía a mí, un crío de seis años, tediosas citas; yo intentaba refutarlas: a esa tierna y belicosa edad hablaba en favor del derramamiento de sangre para defender airadamente mi mundo de pistolas de juguetes y caballeros del rey Arturo. Durante el régimen de Lenin, cuando todos los radicales no comunistas fueron perseguidos de forma implacable, Zhernosekov fue enviado a un campo de trabajos forzados pero logró huir al extranjero y murió en Narva el año 1939.
A él le debo, en cierto sentido, mi capacidad de seguir avanzando a lo largo de otro tramo de mi sendero particular, que discurre paralelamente al camino de esa perturbada década. Cuando, en julio de 1906, el zar disolvió inconstitucionalmente el Parlamento, algunos de sus miembros, entre los que se contaba mi padre, celebraron una sesión rebelde en Vyborg y publicaron un manifiesto que apremiaba al pueblo a resistirse al gobierno. Por este motivo fueron encarcelados más de un año y medio después. Mi padre pasó tres meses de descanso y también de soledad confinado en solitario, con sus libros, su bañera plegable y su ejemplar del manual de gimnasia casera firmado por J. P. Muller. Mi madre conservó hasta el fin de sus días las cartas que él logró pasar clandestinamente: animosas epístolas escritas a lápiz en papel higiénico (las publiqué en 1965, en el cuarto número de la revista de lengua rusa Vozdushriie puti, dirigida por Roman Grynberg en Nueva York). Nosotros estábamos en el campo cuando él recobró la libertad, y fue el maestro del pueblo quien organizó los festejos e hizo colocar las banderas (algunas de ellas francamente rojas) para saludar a mi padre en el trayecto a casa desde la estación de ferrocarril, bajo arquivoltas de aguja de abeto y guirnaldas de acianos, la flor preferida de mi padre. Los niños habíamos bajado al pueblo, al recordar este día es cuando veo con mayor claridad el centelleante río; el puente, la deslumbrante hojalata del bote que un pescador se había dejado sobre su barandilla de madera; la colina de los tilos con su iglesia de color rojo rosado y su mausoleo de mármol, en el que reposaban los difuntos de la familia de mi madre; el polvoriento camino del pueblo; la cinta de corta hierba verde pastel, con calvas de tierra arenosa, entre el camino y las matas de lilas tras las cuales formaban una hilera irregular unas estrábicas cabañas de musgosos troncos; el edificio de piedra de la nueva escuela junto a la antigua, de madera; y, a medida que circulábamos rápidamente, el perrito negro de blanquísimos dientes que nos salió al paso de entre las casitas, corriendo como un rayo pero en completo silencio, ahorrando la voz para el breve estallido que disfrutaría cuando su mudo esfuerzo le llevara por fin a las proximidades del rápido carruaje.