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Mi padre, quiero que se tenga en cuenta, había cumplido su período de instrucción militar mucho antes de que yo naciera, de modo que supongo que aquel día se había puesto las galas de su antiguo regimiento a modo de broma festiva. A una broma, por lo tanto, debo mi primer destello de conciencia completa, lo cual también está relacionado con las hipótesis recapitulatorias, ya que los primeros seres vivos que tuvieron conciencia del tiempo fueron asimismo los primeros en sonreír.

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Era la cueva primordial (y no lo que los místicos freudianos podrían imaginar) lo que se ocultaba detrás de mis juegos de los cuatro años. Un gran diván tapizado de cretona, con tréboles negros sobre fondo blanco, en uno de los salones de Vyra, emerge en mi mente como el enorme producto de algún cataclismo geológico anterior al comienzo de la historia. La historia empieza (con la promesa de la bella Grecia) no lejos de uno de los extremos de este diván, allí donde una gran mata de hortensias, con brotes azul pálido y también otros verdosos, esconde parcialmente, en un rincón de cuarto, el pedestal de un busto de mármol de Diana. En la pared contra la que está apoyado el diván, otra fase de la historia queda señalada por un grabado gris con marco de marfil: una de esas imágenes de las batallas napoleónicas en las que los verdaderos adversarios son lo episódico y lo alegórico, y en las que aparecen, agrupados en un mismo plano de visión, un tambor herido, un caballo muerto, unos trofeos, un soldado que está a punto de clavarle la bayoneta a otro, y el invulnerable emperador posando con sus generales en medio del congelado combate.

Con ayuda de alguna persona mayor, que usaba primero sus dos manos y luego una fuerte pierna, el diván era apartado unos cuantos centímetros de la pared para que formase un estrecho pasillo que, de nuevo con ayuda de otros, quedaba cubierto por un techo formado por los cojines del diván, y cerrado por los dos extremos con un par de sus almohadones. A continuación yo experimentaba el fantástico placer de reptar por ese oscurísimo túnel, en donde permanecía un rato oyendo el zumbido de mis oídos —esa solitaria vibración que tan bien conocen los niños que se ocultan en escondrijos polvorientos— y luego, con un estallido de delicioso pánico, avanzando rápidamente a gatas, llegaba hasta el final del túnel, apartaba de golpe un almohadón, y recibía la bienvenida de una malla de sol proyectada sobre el parqué por el respaldo de mimbre de una silla vienesa en la que un par de juguetonas moscas se posaban por turnos. Una sensación más fantástica y delicada me venía proporcionada por otra cueva, cuando al despertar por la mañana construía una tienda con la ropa de cama y dejaba que mi imaginación jugara de mil confusas formas con las indistintas transparencias nevadas de las sábanas y con la débil luz que parecía penetrar en mi umbrío soto desde cierta inmensa distancia, en la que yo imaginaba extraños y pálidos animales rondando por un paisaje de lagos. El recuerdo de mi cama de barrotes, con sus mallas laterales de vellosos cordones de algodón, me devuelve también el placer de la manipulación de cierto huevo de cristal bellísimo y deliciosamente sólido, residuo de alguna olvidada Pascua; tenía por costumbre masticar una punta de la sábana hasta dejarla completamente empapada, y luego envolvía el huevo en ella a fin de admirar y lamer otra vez el cálido y rojizo fulgor de las tensamente envueltas facetas que atravesaban la tela conservando milagrosamente toda la riqueza de su brillo y su color. Pero aún llegaría a estar más cerca de alimentarme de la belleza.

¡Qué pequeño es el cosmos (bastaría la bolsa de un canguro para contenerlo), qué baladí y encanijado en comparación con la conciencia humana, con el recuerdo de un solo individuo, y su expresión verbal! Quizá sienta un cariño desproporcionado por mis más tempranas impresiones, pero ocurre que tengo motivos para estarles agradecido. Porque me encaminaron hacia un auténtico Edén de sensaciones visuales y táctiles. Una noche, durante un viaje al extranjero en otoño de 1903, recuerdo haberme arrodillado sobre la (más bien delgada) almohadilla de un coche-cama (probablemente en el ya extinguido Train de Luxemediterráneo, aquel cuyos seis vagones tenían la mitad inferior de su carrocería pintada de color tierra de sombra y el resto amarillo pálido) y haber visto, con una inexplicable punzada de dolor, un puñado de luces fabulosas que me hacían señas desde la lejana ladera de una colina, y que luego caían en una bolsa de terciopelo negro: diamantes que más tarde regalé a mis personajes para aligerar la carga de mi riqueza. Había probablemente logrado soltar y empujar hacia arriba la ornamentada cortinilla del cabezal de mi litera, y tenía frío en los talones, pero permanecí de rodillas, mirando al exterior. No hay nada tan dulce ni extraño como meditar sobre esas primeras emociones. Son propias del armonioso mundo de la infancia perfecta y, en cuanto tales, poseen en nuestra memoria una forma naturalmente plástica que nos permite registrarlas casi sin esfuerzo; sólo a partir de los recuerdos de nuestra adolescencia empieza Mnemosina a mostrarse melindrosa y mezquina. Me atrevería incluso a proponer que, en relación con la capacidad de atesorar impresiones, los niños rusos de mi generación vivieron una época extraordinaria, como si el destino hubiera intentado ayudarles lealmente en lo posible, obsequiándoles con una proporción mayor de la que les correspondía, a fin de prevenir el cataclismo que iba a borrar por completo el mundo que habían conocido. Una vez que lo hubieron acumulado todo, esa extraordinaria capacidad desapareció, del mismo modo que ocurre en el caso de esos otros niños prodigio más especializados: preciosos jovencitos de cabello rizado que agitan batutas o doman enormes pianos, y que con el tiempo acaban convirtiéndose en músicos segundones de ojos tristes y oscuras enfermedades y cierta vaga deformación en sus eunucoides cuartos traseros. Aun así, el misterio individual sigue atormentando al memorista. Ni en el ambiente ni tampoco en la herencia logro encontrar el instrumento exacto que me formó, el anónimo rodillo que imprimió en mi vida cierta filigrana complicada cuyo exclusivo dibujo se puede ver cuando se hace brillar la lámpara del arte a través del folio de la vida.

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Para fijar correctamente, desde el punto de vista temporal, algunos de mis recuerdos de infancia, tengo que guiarme por los cometas y los eclipses, tal como hacen los historiadores cuando se enfrentan a los fragmentos de una leyenda. Pero en otros casos no hay ni sombra de fechas. Me veo a mí mismo, por ejemplo, encaramándome a unas húmedas rocas negras a la orilla del mar mientras Miss Norcott, una institutriz lánguida y melancólica que piensa que estoy siguiéndola, se aleja paseando por la curva de la playa con Sergey, mi hermano pequeño. Yo llevo un brazal de juguete. Mientras escalo esas rocas me repito a mí mismo, a modo de ensalmo entusiasta, generoso y profundamente gratificante, la palabra inglesa «childhood», que suena misteriosa y nueva, y se hace más extraña a medida que se va mezclando en mi pequeña, sobresaturada y febrilmente, con Robin de los Bosques y Caperucita Roja, y con los pardos capirotes de jorobadas hadas. En las rocas encuentro pequeños hoyos llenos de agua tibia, y mi murmullo mágico acompaña ciertos hechizos que voy tejiendo sobre los pequeños charcos de zafiro.

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