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Lo viejo y lo nuevo, la pincelada liberal y la pincelada patriarcal, la pobreza fatal y la riqueza fatalística se entrelazaron de forma fantástica en esa extraña primera década de nuestro siglo. Podía ocurrir, varias veces durante un verano, que en mitad de una comida celebrada en el luminoso comedor provisto de numerosas ventanas y con las paredes forradas de nogal que se encontraba en el primer piso de nuestra casa solariega de Vyra, Alexei, el mayordomo, se inclinara con gesto ceñudo hacia mi padre para decirle en voz baja (especialmente baja si teníamos visitas) que unos campesinos querían que el barinsaliese afuera para hablar con ellos. Mi padre se quitaba con un rápido movimiento la servilleta de la pierna y se disculpaba ante mi madre. Una de las ventanas del lado de poniente del comedor nos proporcionaba una vista de la avenida, cerca de la entrada principal. Se veía la parte superior de la madreselva que crecía enfrente del porche. Y de ese lado nos llegaban los corteses zumbidos de bienvenida de los campesinos en el momento en que el invisible grupo saludaba a mi invisible padre. El subsiguiente diálogo, sostenido en voz normal, no se oía, pues solíamos mantener cerradas, para evitar el calor, las ventanas al pie de las cuales se celebraba el encuentro. Presumiblemente querían que mi padre mediase en alguna disputa local, o cierto subsidio especial, o la solicitud de su permiso para cosechar alguna parte de nuestras tierras o talar algún codiciado grupo de árboles nuestros. Si, tal como solía ocurrir, el permiso era concedido inmediatamente, volvía a oírse aquel zumbido, y luego, como muestra de gratitud, el buen barintenía que sufrir esa ordalía nacional consistente en ser balanceado y lanzado hacia arriba y atrapado con seguridad al caer por un grupo de fuertes brazos.

En el comedor, a mi hermano y a mí nos decían que siguiéramos comiendo. Mi madre, cogiendo alguna golosina entre el índice y el pulgar, miraba debajo de la mesa para comprobar si seguía allí su nervioso y malhumorado dachshund.

— Un jour ils vont le laisser tomber—decía Mlle. Golay, una mojigata y pesimista anciana que había sido institutriz de mi madre y aún vivía con nosotros (y estaba en malísimas relaciones con nuestras institutrices). Desde el lugar que yo ocupaba en la mesa veía de repente, a través de una de las ventanas, un pasmoso ejemplo de levitación. Allí aparecía, durante un momento, la figura de mi padre con su traje blanco de verano ondulado por el impulso, magníficamente repanchingando en el aire, sus miembros dispuestos en una actitud curiosamente despreocupada, sus bellos e imperturbables rasgos vueltos hacia el cielo. Por tres veces, impulsado por los potentes empellones de sus invisibles lanzadores, volaba de este modo, y la segunda vez subía más alto que la primera y luego, en el último y más altanero vuelo, aparecía otra vez reclinado, como si fuera definitivamente, contra el azul cobalto del cielo de mediodía de verano, como uno de esos personajes paradisíacos que flotan con la mayor comodidad, envueltos en los abundantes pliegues de sus prendas, en la cúpula de las iglesias mientras que abajo, de uno en uno, los cirios que sostienen las manos de los mortales se encienden hasta formar un enjambre de diminutas llamas en la atmósfera de incienso, y el sacerdote entona un cántico al reposo celestial, y las lilas funéreas ocultan el rostro de quienquiera que yazca allí, en medio del mar de luces, en el abierto ataúd.

CAPITULO SEGUNDO

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Cuando retrocedo hasta los más antiguos recuerdos de mí mismo (interesado y divertido, casi nunca admirado o asqueado), compruebo que siempre he tenido leves alucinaciones. Algunas son auditivas y otras ópticas, y no he sacado apenas provecho de las unas ni de las otras. Los fatídicos acentos que refrenaban a Sócrates o incitaban a Joaneta Darc han degenerado en mí hasta no ser más que esos sonidos captados casualmente entre el momento de tomar y colgar de nuevo el receptor de una línea telefónica ocupada. Justo antes de quedarme dormido, a menudo tomo conciencia de una especie de conversación unilateral que se está desarrollando en una sección adyacente de mi cerebro, con absoluta independencia del fluir de mis pensamientos. Es una voz neutra, distante, anónima, a la que sorprendo diciéndome palabras que para mí no tienen la menor importancia: una frase en inglés o en ruso, ni siquiera dirigida a mí, y tan trivial que no me atrevo a dar ejemplos por temor a que la insipidez que intento transmitir quedase malograda por alguna brizna de significado. Este estúpido fenómeno parece ser la contrapartida auditiva de ciertas visiones previas al sueño, que también conozco muy bien. No me refiero a esas luminosas imágenes mentales (por ejemplo, el rostro de un pariente querido que falleció hace tiempo) que nos trae un aleteo de la voluntad; ésa es una de las más valerosas acciones de las que es capaz el espíritu humano. Tampoco aludo a las llamadas muscae volitantes, sombras proyectadas en los bastoncillos de la retina por las motas depositadas sobre el humor vítreo, que aparecen a la vista como hilos transparentes que van cruzando el campo visual. Más cerca quizá de los espejismos hipnóticos a los que me estoy refiriendo se encuentra la mancha de color, la puñalada de esa imagen secundaria con la que la lámpara que acabamos de apagar hiere la noche palpebral. Sin embargo, no hace falta una conmoción de esta clase como punto de partida para el lento y constante desarrollo de las visiones que desfilan ante mis ojos cerrados. Vienen y se van, sin participación del adormecido observador, pero son en esencia diferentes de las imágenes de los sueños, pues todavía domino mis sentidos. A menudo resultan grotescas. Me importunan pícaros perfiles, o algún enano de toscos rasgos encarnados y con la nariz o la oreja hinchada. A veces, no obstante, mis fotismos adoptan una consoladora calidad de flou, y entonces veo —proyectadas, por así decirlo, sobre la cara interior del párpado— figuras grises que caminan entre colmenas, o pequeños loros negros que se desvanecen lentamente entre la nieve de los montes, o cierta lejanía malva que se funde más allá de unos mástiles en movimiento.

Además de todo esto, presento un magnífico caso de audición coloreada. Quizás «audición» no sea del todo exacto, ya que la sensación de color parece ser producida por el acto de formar oralmente una letra determinada mientras imagino su perfil. La alarga del alfabeto inglés (y más adelante seguiré refiriéndome a este alfabeto, a no ser que diga expresamente que no es así) tiene para mí el color de la madera a la intemperie, mientras que la a francesa evoca una lustrosa superficie de ébano. Este grupo negro también incluye la gsonora (caucho vulcanizado) y la r(un trapo hollinoso en el momento de ser rasgado). De los blancos se encargan el color gachas de avena de la n, el flexible tallarín de la l, y el espejito manual con montura de marfil de la o. Me desconcierta mi onfrancés, que veo como la desbordante tensión superficial del alcohol en un vaso pequeño. Pasando al grupo azul, aparece la acerada x, el nubarrón z, y la huckleberry k. Como entre sonido y forma existe una sutil interacción, veo la qmás parda que la k, mientras que la sno tiene el azul claro de la c, sino una curiosa mezcla de azul celeste y nácar. Los tonos adyacentes no se mezclan, y los diptongos no tienen colores propios, a no ser que estén representados por un único carácter en algún otro idioma (así la letra gris-vellosa, tricorne, que representa en ruso el sonido sh, una letra tan antigua como los juncos del Nilo, influye en su representación inglesa).

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