Ahora que lo pienso, qué cursis y pretenciosas me parecían aquellas imágenes de gelatina proyectadas sobre la pantalla de lino mojado (se creía que la humedad contribuía a que brillaran más intensamente), pero, por otro lado, cuántas maravillas revelaban las transparencias de cristal sostenidas simplemente entre el índice y el pulgar y alzadas hacia la luz: ¡miniaturas translúcidas, diminutos países encantados, pulcros mundos pequeñitos de matizadas tonalidades! Años más tarde, volví a descubrir la misma belleza precisa y silenciosa en el radiante fondo del mágico tubo de un microscopio. En el cristal de la transparencia, creada para su proyección, aparecía el paisaje reducido, y esto bastaba para estimular la fantasía; en el microscopio, se aumentaba el órgano de un insecto para su frío estudio. Existe, parece ser, en la escala dimensional del mundo, cierto delicado lugar de encuentro entre la imaginación y el conocimiento, un punto al que se llega reduciendo las cosas grandes y ampliando las pequeñas, y que es intrínsecamente artístico.
4
Teniendo en cuenta lo versátil que Lenski parecía ser, lo muy a fondo que podía explicarnos cualquier cosa que estuviera relacionada con nuestros estudios del colegio, sus constantes tribulaciones en la universidad fueron bastante sorprendentes. Su causa, según llegó a saberse más adelante, fue su absoluta falta de aptitud para los problemas económicos y políticos que abordaba con tanta testarudez. Recuerdo el nerviosismo que sentía cuando tenía que presentarse a uno de los exámenes finales más importantes. Yo estaba tan preocupado como él y, justo antes del acontecimiento pendiente, no pude resistir la tentación de escuchar a escondidas junto a la puerta de la habitación en donde mi padre, accediendo a la apremiante solicitud de Lenski, le permitió hacer un ensayo consistente en poner a prueba sus conocimientos de los Principios de Economía Política de Charles Gide. Hojeando el libro, mi padre le preguntaba, por ejemplo: «¿Cuál es la causa del valor?», o «¿Cuáles son las diferencias entre el billete de banco y el papel moneda?», y Lenski carraspeaba con vehemencia, y luego se quedaba en completo silencio, como si hubiese expirado. Al cabo de un rato dejó incluso de emitir esa tosecita que le caracterizaba, y los intervalos de silencio sólo eran puntuados por el tamborileo de mi padre sobre la mesa, con la excepción de aquella vez en la que, en un estallido de rápida y esperanzada reconvención, la víctima exclamó de repente:
—¡Esta pregunta no está en el libro!
Pero lo estaba.
Finalmente, mi padre soltó un suspiro, cerró el libro suave pero audiblemente, y comentó:
— Goubchik[amigo mío], seguro que suspenderá... La verdad es que no sabe nada de nada.
—No estoy de acuerdo con usted —replicó Lenski, no sin dignidad. Sentado tan tieso como si estuviese disecado, fue conducido en nuestro coche a la universidad, permaneció allí hasta el anochecer, regresó en trineo, hecho un ovillo, bajo una nevasca, y subió, silenciosamente desesperado, a su habitación.
Hacia el final de su estancia con nosotros se casó y se fue de luna de miel al Cáucaso, a los montes de Lermontov, y luego regresó para seguir con nosotros otro invierno. Durante su ausencia, en verano de 1913, le reemplazó MonsieurNoyer, un preceptor suizo. Era un hombre corpulento, de mostacho erizado, y nos leyó el Cyrano de Bergeracde Rostand, articulando cada verso de la forma más empalagosa que se pueda imaginar, y pasando de los agudos a los graves según los personajes que iba imitando. Jugando al tenis, cuando le tocaba hacer el saque, se plantaba firmemente en la raya de fondo, muy separadas sus gruesas piernas enfundadas en unos arrugados pantalones de algodón, y luego las doblaba bruscamente por las rodillas al tiempo que le pegaba a la pelota un tremendo pero singularmente ineficaz golpe.
Cuando, en la primavera de 1914, Lenski nos dejó definitivamente, tuvimos a un joven procedente de una de las provincias del Volga. Era un tipo encantador, de buena cuna, magnífico jugador de tenis y excelente jinete; y experimentó el gran alivio de poder confiar en estas dotes, ya que, en fechas tan adelantadas, ni mi hermano ni yo necesitábamos apenas la ayuda formativa que un optimista mecenas del joven les prometió a mis padres que podría proporcionarnos. Durante nuestro primer coloquio me informó, como sin darle importancia, que Dickens había escrito La cabaña del tío Tom, lo cual me precipitó a hacerle una apuesta con la que gané su puño de hierro. Después de esto procuró no hablar de ningún personaje o asunto literario en mi presencia. Era muy pobre, y su desteñido uniforme universitario emanaba un olor extraño, polvoriento y etéreo, no del todo desagradable. Tenía unos modales maravillosos, carácter dulce, caligrafía inolvidable, con enorme profusión de espinas y cerdas (comparables solamente a la letra de las cartas de locos que, por desgracia, me llegan desde el año de gracia de 1958), y una ilimitada provisión de anécdotas obscenas (que me transmitió de ocultiscon ensoñada voz de terciopelo, sin utilizar ninguna expresión malsonante) referidas a sus compinches y sus poules, y también acerca de diversos conocidos de la familia, con uno de los cuales, una dama de la buena sociedad que casi le doblaba la edad, se casó muy pronto aunque sólo para librarse de ella —durante su posterior carrera en la administración de Lenin— facturándola a un campo de trabajos forzados, en donde ella pereció. Cuanto más pienso en este tipo, más creo que estaba absolutamente loco.
No perdí del todo la pista de Lenski. Aprovechando un préstamo de su suegro, inició, cuando todavía estaba con nosotros, un fantástico negocio relacionado con la adquisición y explotación de diversos inventos. No sería amable ni justo por mi parte afirmar que fingía que esos inventos eran suyos; pero los adoptaba, y hablaba de ellos con un cariño y una ternura que hacían pensar en la paternidad natural: una actitud emocional que no se basaba en realidades pero que tampoco era fraudulenta. Un día nos invitó con actitud orgullosa a que probáramos nuestro coche en una nueva clase de pavimento del que él era responsable, y que estaba compuesto (hasta donde puedo distinguir ese extraño brillo a través de la semioscuridad del tiempo) de un extraño entrelazamiento de tiras metálicas. El resultado fue un pinchazo. Pero él se consoló comprando otro invento sensacional: el anteproyecto de lo que él llamaba el «electroplano», que tenía el mismo aspecto que un Blériot anticuado, pero que llevaba —y aquí vuelvo a citarle— un motor «voltaico». No voló más que en sus sueños..., y en los míos. Durante la guerra intentó vender un pienso milagroso para caballos, en forma de pastelitos aplastados, como galettes(él mismo masticaba pedacitos y ofrecía bocados a sus amigos), pero la mayoría de los caballos prefirieron su avena de siempre. Traficó con cierto número de otras patentes, a cual más chiflada, y estaba endeudadísimo cuando heredó una pequeña fortuna tras la muerte de su suegro. Esto debió de ocurrir a comienzos de 1918 porque, lo recuerdo, nos escribió (nosotros estábamos aislados en la región de Yalta) ofreciéndonos dinero y cualquier clase de ayuda que necesitáramos. Invirtió prontamente esa herencia en un parque de atracciones situado en la costa oriental de Crimea, y no ahorró esfuerzos por contratar una buena orquesta y construir una pista de patinaje sobre ruedas de una madera especial, y puso cascadas y fuentes iluminadas por bombillas rojas y verdes. En 1919, llegaron los bolcheviques y apagaron las luces, y Lenski huyó a Francia; la última noticia que tuve de él me llegó en los años veinte, cuando según los rumores se ganaba bien la vida en la Riviera pintando paisajes en conchas y piedras. No sé —y prefiero no imaginármelo— qué fue de él durante la invasión nazi de Francia. A pesar de algunas de sus rarezas, era, en realidad, un ser humano muy puro y muy honesto, con unos principios tan estrictos como su gramática, y con unos difíciles diktatique aún recuerdo con alegría: kolokololiteyshchiki pere-kolotili víkarabkavshishya vihuholey, «los vaciadores de las campanas de la iglesia mataron a los desmanes que salieron de estampida». Muchos años después, en el Museo de Historia Natural de Nueva York, cité este trabalenguas ante un zoólogo que me había preguntado si el ruso era tan difícil como se suele creer, y el hombre me dijo: