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Para evitar el riesgo de incendio, se había elegido para el espectáculo una obsoleta habitación de niños en una de cuyas esquinas se encontraba un calentador de agua vertical, pintado de un tono castaño broncíneo, y una bañera de patas afiligranadas que, para ese acontecimiento, había sido castamente escondida bajo una sábana. Las corridas cortinas de la ventana nos impedían ver el patio de abajo, sus montones de troncos de abedul, y las paredes amarillas de un sombrío anexo en el que se encontraban las caballerizas (parte de las cuales habían sido transformadas en un garaje para dos automóviles). Aunque un viejo armario y un par de baúles habían sido expulsados de allí, esta deprimente habitación trasera, con la linterna mágica instalada en uno de sus extremos y una serie de filas transversales de sillas, cojines y banquetas dispuestas para una veintena de espectadores (entre los que estaban incluidos la prometida de Lenski, y tres o cuatro institutrices, además de nuestra propia Mademoiselle y Miss Greenwood), parecía atestada y sofocante. A mi izquierda, una de mis más inquietas primas, una nebulosa rubita de once años más o menos, con el cabello a lo Alicia en el País de las Maravillas y la tez sonrosada como una concha, permanecía sentada tan cerca de mí que yo notaba el roce del delgado hueso de su cadera contra el mío cada vez que se agitaba en su asiento, se tocaba algún rizo o pasaba el dorso de su mano por entre su perfumado pelo y la nuca, o hacía entrechocar sus rodillas bajo la susurrante seda de las enaguas amarillas que asomaban bajo el encaje de su vestido. A mi derecha estaba el hijo del criado polaco de mi padre, un niño absolutamente inmóvil con traje de marinero; tenía un asombroso parecido con el Zarevich y, debido a una coincidencia más notable incluso, padecía la misma y trágica enfermedad —hemofilia— que él, de modo que, varias veces al año, un carruaje de la corte traía a un famoso médico a nuestra casa y se quedaba esperando durante muchísimo rato bajo la lenta nieve sesgada, y si elegías uno de los grises copos más grandes y mantenías la vista fija en él a medida que iba descendiendo (al otro lado de la ventana del mirador donde yo me instalaba), llegabas a discernir su forma, tosca e irregular, y también su oscilación en pleno vuelo, y acababas sintiéndote aburrido y mareado, mareado y aburrido.

Se apagaron las luces. Lenski se lanzó a pronunciar los primeros versos:

Ocurrió no hace muchos años;

El lugar es el punto en donde se unen y fluyen

En fraternal abrazo el bello

Aragva y el Kurah; justo allí

había un monasterio.

El monasterio, con sus dos ríos, apareció dócilmente y permaneció allí, en horripilante trance (¡si al menos hubiese volado sobre él un vencejo!), durante doscientos versos más o menos, momento en el cual fue reemplazado por una muchacha supuestamente georgiana que sostenía un jarro en la mano. Cuando el encargado de la linterna mágica retiraba una transparencia, la imagen desaparecía de la pantalla con un chasquido especial, pues la lente de aumento no sólo modificaba la imagen mostrada sino también la velocidad con que era retirada. Aparte de esto, apenas hubo nada que fuese mágico. Nos mostraron unos picos convencionales en lugar de esos románticos montes de Lermontov, que

Se alzaban en medio del esplendor de la aurora

Como altares humeantes,

y mientras el joven monje narraba ante un compañero de reclusión su combate con un leopardo:

—¡ Oh, qué espantosa era mi propia imagen!

Convertido yo mismo en leopardo, salvaje y osado,

Míos también su inflamada fiereza y sus aullidos-

sonó a mis espaldas un sofocado chillido; podía haber sido emitido por el joven Rzhevuski, compañero de mis clases de danza; o por Alec Nitte, que al cabo de uno o dos años conquistaría cierto renombre debido a los fenómenos de esprits frappantsque provocaba, o por alguno de mis primos. Gradualmente, mientras la aguda voz de Lenski seguía recitando versos y más versos, llegué a tomar conciencia de que, con unas pocas excepciones —como, por ejemplo, la de Samuel Rosoff, un sensible compañero de colegio— el público se burlaba secretamente de todo aquello, y que más tarde tendría que hacer frente a diversos comentarios de tono insultante. Sentí un estremecimiento de intensa pena por Lenski, por los sumisos pliegues de su nuca, por su entereza, por los nerviosos movimientos de su puntero, sobre el cual, cuando lo acercaba más de la cuenta a la pantalla, se deslizaban los colores con la fría soltura de la garra de un gatito juguetón. Hacia el final, la monotonía de la sesión acabó siendo absolutamente insoportable; el confundido encargado de la proyección no encontraba la cuarta transparencia, que se le había mezclado con las que ya habían sido utilizadas, y mientras Lenski esperaba pacientemente en la oscuridad, algunos de los espectadores comenzaron a proyectar las negras sombras de sus manos alzadas en la atemorizada pantalla blanca, hasta que por fin un muchacho travieso y ágil (¿podría ser al fin y al cabo yo, el Hyde de mi Jekyll?) logró siluetear su pie, lo cual, naturalmente sirvió para dar inicio a un bullicioso concurso. Cuando por fin apareció la transparencia perdida, y fue proyectada en la pantalla, recordé un viaje de mi primera niñez a través del largo y oscuro túnel de San Gotardo en el que nuestro tren entró durante una tormenta que, al salir, ya había cesado por completo, y entonces

Azul, verde y anaranjado, pasmado

Ante su propia belleza y fortuna,

Por encima de un risco cayó un arco iris

Capturando allí una inmóvil gacela.

Debería añadir que durante esta sesión de la tarde del domingo, y durante la siguiente, más concurrida y más horrible incluso, me sentí perseguido por las reverberaciones de ciertas historias familiares que había oído contar. A comienzos de los años ochenta del siglo pasado, mi abuelo materno, Ivan Rukavishnikov, al no encontrar para sus hijos ningún colegio privado que fuera de su gusto, creó por su cuenta una academia contratando a una docena de los mejores profesores disponibles y reuniendo a una veintena de chicos para que recibieran varios trimestres de enseñanzas gratuitas en los salones de su casa de San Petersburgo (Muelle del Almirantazgo, 10). La aventura no tuvo éxito. Los amigos cuyos hijos quiso asociar con los suyos no respondieron como él esperaba en todos los casos, y algunos de los muchachos que logró reunir resultaron decepcionantes. Yo me formé una imagen singularmente desagradable de él, siempre explorando escuelas para su obstinado propósito, con sus ojos tristes y extraños, que tan bien conocía por las fotografías, tratando de encontrar a los chicos más guapos entre los mejores colegiales. Se cuenta que llegó al extremo de pagar a padres necesitados a fin de reunir compañeros para sus dos hijos. Aunque las ingenuas proyecciones de linterna mágica organizadas por nuestro preceptor no tenían punto de comparación con las extravagancias rukavishnikovianas, el hecho de que yo relacionara ambas empresas no me ayudó a encajar que Lenski hiciera el ridículo y nos aburriese soberanamente, de modo que me alegré cuando, al cabo de otras tres sesiones («El jinete de bronce» de Pushkin; «Don Quijote»; y «África, tierra de maravillas»), mi madre accedió a mis frenéticas súplicas y el proyecto fue abandonado.

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