Tras el católico tuvimos a un protestante, un luterano de extracción judía. Aquí tendrá que figurar con el nombre de Lenski. Mi hermano y yo fuimos con él, a finales de 1910, a Alemania, y después de nuestro regreso en enero del año siguiente, y de que empezáramos a ir a colegio en San Petersburgo, Lenski se quedó unos tres años más para ayudarnos a hacer los deberes. Fue durante su reinado cuando Mademoiselle, que había estado con nosotros desde el invierno de 1905, abandonó su lucha contra los moscovitas que se entrometían en su mundo, y regresó a Lausana. Lenski había nacido en la pobreza y le gustaba recordar que entre la fecha de su graduación en el Gymnasium de su ciudad de origen, en el Mar Negro, y el momento de su ingreso en la Universidad de San Petersburgo, se había ganado la vida adornando con luminosas marinas piedras que cogía en la playa de guijarros, para después venderlas como pisapapeles. Tenía un rostro ovalado y sonrosado, pestañas cortas, unos ojos curiosamente desnudos que ocultaba tras un pince-nezsin aros, y una cabeza afeitada de color azul pálido. Inmediatamente descubrimos tres de sus características: era un excelente maestro; carecía por completo de sentido del humor; y, a diferencia de nuestros anteriores preceptores, necesitaba que le defendiéramos. La seguridad que sentía mientras nuestros padres rondaban por casa podía quedar hecha añicos durante sus ausencias, a causa de las pullas de nuestras tías. Para ellas, los feroces escritos de mi padre contra los pogromsy otras actuaciones gubernamentales no eran sino caprichos de un noble rebelde, y a menudo yo acertaba a escucharlas cuando comentaban horrorizadas los orígenes de Lenski así como los «lunáticos experimentos» de mi padre. Después de ocasiones como ésta, yo me mostraba muy maleducado con ellas y luego estallaba en ardientes lágrimas en la reclusión de un water closet. Y no es que Lenski me gustara especialmente. Me resultaban en cierto modo irritantes su voz seca, su excesiva meticulosidad, su manía de limpiarse continuamente las gafas con un trapo especial o de cortarse las uñas con un instrumento moderno, su forma pedantemente correcta de expresarse y, quizá sobre todo, su extravagante costumbre matutina de encaminarse (en apariencia nada más levantarse de la cama, pero ya calzado, con los pantalones puestos y sus rojos tirantes colgándole detrás, y con una extraña camiseta como de malla cubriendo su rollizo y velloso torso) al grifo más cercano para limitar una vez allí sus abluciones a un completo remojo de su sonrosado rostro, su azul cuero cabelludo y su grueso cuello, seguido de un vigorosamente ruso sonarse las narices, tras lo cual se encaminaba, con los mismos pasos determinados, pero ahora goteante y cegato, a su dormitorio, donde guardaba en un lugar secreto tres sacrosantas toallas (por cierto, era tan terriblemente brezgliv, en el intraducibie sentido ruso de la expresión, que se lavaba las manos cada vez que había tocado billetes de banco o pasamanos).
Se quejaba ante mi madre de que Sergey y yo fuéramos unos niños extranjeros, caprichosos, currutacos, snob'i, y «patológicamente indiferentes», como decía él, a Goncharov, Grigorovich, Korolenko, Stanyukovich, Mamin-Sibiryak, y otros estupefacientes palizas (comparables a los «autores regionales» norteamericanos) cuyas obras, según él, «cautivaban a los niños normales». Para mi oscuro fastidio, aconsejó a mis padres que hicieran que sus dos hijos —los tres más pequeños no entraban en su jurisdicción— vivieran de una forma más democrática, lo cual significaba, por ejemplo, abandonar en Berlín el Hotel Adlon para alojarnos en un enorme apartamento de una tenebrosa pensión situada en una calle carente de animación, y tomar, en lugar de los enmoquetados expresos internacionales, los bamboleantes y traqueteantes Schnelhugs, con sus pisos repugnantemente sucios y su olor rancio a cigarro puro. Tanto en las ciudades del extranjero como en San Petersburgo, se quedaba congelado ante las tiendas, maravillado ante cosas que a nosotros nos dejaban del todo indiferentes. Estaba pendiente de casarse, sólo contaba con su sueldo, y planeaba su futuro hogar con el mayor ingenio y detalle. De vez en cuando, ciertos impulsos incontenibles malograban sus cálculos. Un día se fijó en una empapada bruja que se relamía contemplando el sombrero adornado de plumas carmesíes del escaparate de una tienda de sombreros para señoras, y decidió comprarlo y regalárselo, y luego se lo pasó muy mal tratando de librarse de ella. En las adquisiciones propias intentaba actuar con la mayor prudencia. Mi hermano y yo habíamos escuchado pacientemente las detalladas ensoñaciones con que analizaba cada rincón del hogareño pero frugal apartamento que preparaba mentalmente para su esposa y para él. A veces su fantasía remontaba el vuelo. Una vez se posó en una cara lámpara que vio en Alexandre, un comercio de San Petersburgo que vendía bric-a-bractan burgueses como espantosos. Como no quería que los dependientes supieran cuál era el artículo que codiciaba, Lenski dijo que sólo nos llevaría a verlo si le jurábamos dominarnos y no llamar una innecesaria atención mirando directamente su lámpara. Con toda clase de precauciones, nos colocó debajo de un espantoso pulpo de bronce, y su única señal de que éste era el ansiado artículo fue un ronroneante suspiro. Utilizó las mismas precauciones —caminando de puntillas y hablando en susurros, a fin de no despertar al monstruo del destino (que, al parecer, Lenski creía que sentía cierto rencor personal contra él)— cuando nos presentó a su prometida, una joven dama bajita y graciosa con ojos de gacela asustada, y oculta tras un velo negro con aroma de violetas frescas. La conocimos, lo recuerdo, cerca de una farmacia, en la esquina de Potsdamerstrasse y Privatstrasse, una calleja alfombrada de hojas muertas, la misma en la que estaba situada nuestra pensión, y él nos apremió a que mantuviéramos en secreto ante nuestros padres la presencia de su novia en Berlín, y entretanto un maniquí mecánico de la farmacia imitaba los movimientos de un hombre que se está afeitando, y rechinaban los tranvías al pasar, y empezaba a nevar.
3
Ahora ya estamos preparados para enfrentarnos al tema principal de este capítulo. En algún momento del invierno siguiente, Lenski tuvo la horrible idea de llevar a cabo, en domingos alternos, Proyecciones Educativas de Linterna Mágica en nuestra casa de San Petersburgo. Por medio de ellas se proponía ilustrar («profusamente», según dijo chasqueando los labios) lecturas instructivas ante un grupo que él estaba convencido que estaría formado por chicos y chicas que, en trance, compartirían aquella experiencia tan memorable. Aparte de aumentar nuestra información, creía él, aquellas sesiones permitirían que mi hermano y yo nos convirtiéramos en unas personillas muy sociables. Utilizándonos a nosotros como núcleo, acumuló en torno a este hosco centro varias capas de involuntarios participantes —los primos de nuestra edad que estuvieran casualmente a mano, varios muchachos con los que cada invierno nos reuníamos en más o menos tediosas fiestas, algunos compañeros nuestros de curso (que eran extraordinariamente callados pero que, ay, tomaban nota de hasta las más pequeñas minucias), y los hijos de los criados. Como mi madre, amable y optimista, le dejó actuar a su completo antojo, Lenskí alquiló un complicado aparato y contrató a un universitario de aspecto abatido para que lo manipulase; ahora comprendo que Lenski intentaba, entre otras cosas, ayudar a un camarada pobre.
Jamás olvidaré aquella primera lectura. Lenski había elegido un poema narrativo de Lermontov que trataba de las aventuras de un joven monje que abandonó su retiro caucasiano para errar por los montes. Como suele ocurrir con Lermontov, el poema era una combinación de afirmaciones pedestres con maravillosos efectos delicuescentemente fantásticos. Era bastante largo, y sus setecientos cincuenta monótonos versos fueron generosamente distribuidos por Lenski entre un total de cuatro transparencias (yo había estropeado con mi torpeza la quinta antes de la proyección).