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Nuestro profesor de ortografía era hijo de un carpintero. En la sesión de linterna mágica que ahora empieza, mi primera transparencia muestra a un joven al que llamábamos Ordo, y que era el ilustrado hijo de un diácono ortodoxo griego. Para sus paseos con mi hermano y conmigo del frío verano de 1907 solía ponerse una byroniana capa negra cerrada con un broche de plata en forma de S. En la espesura de los bosques de Batovo, cerca de un riachuelo donde contaban que solía aparecerse el fantasma de un ahorcado, Ordo nos hacía una representación notablemente sacrílega y chiflada que, cada vez que pasábamos por allí, mi hermano y yo pedíamos por aclamación que repitiera. Dejando caer la cabeza, y haciendo aletear su capa de manera horripilante y vampírica, se ponía a dar brincos junto a un álamo de lúgubre aspecto. Una húmeda mañana, y en el curso de este ritual, perdió su pitillera, y mientras le ayudábamos a buscarla descubrí dos especímenes recién aparecidos de la esfinge del Amur, una mariposa nocturna rara en esa región —son unos adorables, aterciopelados seres de color gris morado—, dedicándose tranquilamente a la copulación, agarradas con sus patas forradas de chinchilla a la hierba del pie de un árbol. En otoño de ese mismo año, Ordo nos acompañó a Biarritz, y algunas semanas después partió con notable brusquedad, dejándose un regalo que le habíamos hecho, una maquinilla de afeitar Gillette, sobre su almohada, junto a una nota prendida con un alfiler. Sólo raras veces me ocurre que no sepa del todo si un recuerdo es mío o me ha llegado de segunda mano, pero en este caso vacilo, especialmente debido a que, mucho más tarde, mi madre, en sus días reminiscentes, solía hacer divertidas referencias a la llama que sin ella saberlo había encendido. Me parece recordar unas puertas abiertas de par en par hacia un salón, y allí en medio, en el suelo, Ordo, nuestro Ordo, puesto de rodillas y retorciéndose las manos delante de mi joven, bella y pasmada madre. El hecho de que me parezca ver, por el rabillo del ojo de mi mente, las ondulaciones de una capa romántica sobre los hombros estremecidos de Ordo, hace pensar que transferí algún elemento de esa anterior danza del bosque a la desdibujada habitación de nuestro apartamento de Biarritz (bajo cuyas ventanas, en un sector de la plaza cercado por unas cuerdas, un aeronauta de aquella localidad, Sigismond Lejoyeux, estaba hinchando un enorme globo color natillas).
Luego tuvimos a un ucraniano, un exuberante matemático de bigote moreno y centelleante sonrisa. Pasó parte del invierno 1907-1908 con nosotros. También él tenía sus habilidades, entre las cuales me resultó especialmente atractivo un número de malabarismo en el que hacía desaparecer una moneda. Una moneda, colocada sobre una hoja de papel, desaparece después de haber sido tapada por un vaso. Tómese un vaso corriente. Péguese cuidadosamente sobre su boca un pedazo redondo de papel. El papel debe ser rayado (o bien pautado); esto servirá para realzar el efecto. Coloqúese una moneda pequeña (una de veinte kopecs, de las plateadas, irá la mar de bien) sobre una hoja con el mismo rayado o pautado. Con un rápido ademán, coloqúese el vaso sobre la moneda, cuidando que encajen los rayados. La coincidencia de dibujos es una de las maravillas de la naturaleza. Las maravillas de la naturaleza ya empezaban a impresionarme a esa temprana edad. Durante uno de sus domingos libres, el pobre mago se desplomó en la calle y fue arrojado por la policía a una fría celda con una docena de borrachos. De hecho, padecía una afección cardíaca de la que murió pocos años después.
La siguiente foto parece que esté proyectada del revés en la pantalla. Muestra a nuestro siguiente preceptor haciendo la vertical. Era un enorme y formidablemente atlético letón, que caminaba sobre las palmas de sus manos, levantaba grandes pesos, hacía malabarismos con las pesas y era capaz de, en un santiamén, empapar toda una habitación del tufo a sudor de una guarnición entera. Cuando creía que tenía que castigarme por algún delito de menor cuantía (recuerdo, por ejemplo, haber soltado la canica de un niño desde un rellano alto de modo que cayera sobre su cabeza, atractiva y de aspecto consistente, cuando él estaba bajando la escalera), adoptaba la notablemente pedagógica medida de sugerirme que él y yo nos pusiéramos los guantes de boxeo para cruzar unos cuantos golpes. El solía alcanzarme la cara con hiriente precisión. Aunque yo prefería esto a que se me acalambrara la mano con los castigos inventados por Mademoiselle (por ejemplo, copiar doscientas veces el proverbio Qui aime bien, châtie bien), no eché de menos a aquel buen hombre cuando, al término de un tormentoso mes, nos dejó.
Después tuvimos a un polaco. Era un guapo estudiante de medicina, de húmedos ojos castaños y pulcro y lustroso pelo, que se parecía bastante a Max Linder, el popular actor cómico de cine. Max duró de 1908 a 1910 y conquistó mi admiración un día de invierno en San Petersburgo, con motivo de una repentina conmoción que vino a interrumpir nuestro paseo cotidiano de las mañanas. Unos cosacos armados con látigos y de expresiones feroces e imbéciles azuzaban a sus caracoleantes y encolerizados caballos contra una excitada muchedumbre. Había montones de gorras y al menos tres chanclos esparcidos como manchas negras por la nieve. Durante un momento pareció que uno de los cosacos se dirigiera hacia nosotros, y vi que Max empezaba a sacar de uno de sus bolsillos una pequeña automática de la que a partir de entonces me enamoré; afortunadamente, sin embargo, el alboroto se calmó. Nos llevó un par de veces a ver a su hermano, un demacrado sacerdote católico de gran distinción cuyas pálidas manos planeaban distraídamente sobre nuestras cabezas ortodoxas griegas, mientras él y Max discutían asuntos políticos o familiares con un río de sibilantes palabras polacas. Puedo visualizar a mi padre celebrando un día de verano en el campo un concurso de puntería con Max: acribillando de balas de pistola un herrumbroso cartel de VEDADO que había en nuestros bosques. Este agradable Max era un tipo vigoroso, y por esta razón yo solía llevarme una gran sorpresa cuando se quejaba de sus jaquecas y se negaba lánguidamente a venir conmigo a jugar un rato al balón o a darnos una zambullida en el río. Ahora sé que aquel verano era amante de una mujer cuya finca se encontraba a algo más de quince kilómetros de distancia. En los momentos más inesperados del día, Max se escabullía para ir a la perrera donde nuestros perros guardianes permanecían encadenados, para darles comida y jugar con ellos. Los soltaban a las once de la noche para que rondaran en torno a la casa, y él tenía que enfrentarse con ellos en plena oscuridad cuando salía a buscar entre los matorrales una bicicleta provista de todos los accesorios —timbre, mancha, bolsa de cuero con sus herramientas, y hasta las pinzas para los pantalones— que le había preparado en secreto un aliado suyo, el criado polaco de mi padre. Enfangados caminos con roderas e irregulares pistas de bosque conducían al impaciente Max hacia el remoto lugar de la cita, que era una cabaña de cazador, de acuerdo con la gran tradición del adulterio elegante. La helada neblina del amanecer y cuatro grandes daneses de breve memoria le veían regresar en bicicleta, y a las ocho de la mañana comenzaba un nuevo día. Me pregunto si no sintió cierto alivio cuando, en otoño de ese mismo año (1909), abandonó el escenario de sus hazañas nocturnas para acompañarnos en nuestro segundo viaje a Biarritz. Piadosa y penitentemente, se tomó un par de días libres para visitar Lourdes en compañía de la bonita y cachonda irlandesa que era la institutriz de Colette, mi preferida de entre todas mis compañeras de juego en la plage. Max nos abandonó al año siguiente, para trabajar en el departamento de rayos X de un hospital de San Petersburgo, y posteriormente, entre las dos guerras mundiales, llegó a ser, según tengo entendido, un médico bastante famoso en Polonia.