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—Sabe una cosa, he estado pensando mucho en esos desmanes moscovitas: ¿por qué se dice de ellos que salieron de estampida? ¿Habían estado en hibernación, se habían escondido, o qué?

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Cuando pienso en mis sucesivos preceptores, lo que me interesa no es tanto la serie de extrañas disonancias que introdujeron en mi joven vida, como la estabilidad e integridad de esa vida. Soy feliz testigo del supremo logro de la memoria, que es el de la magistral utilización que hace de las armonías innatas cuando recoge en sus repliegues las tonalidades suspendidas y errantes del pasado. Me gusta imaginar, para consumación y resolución de esos acordes disonantes, una cosa tan perdurable, retrospectivamente, como la mesa alargada que en los cumpleaños y santos del verano solían poner, para el chocolate al aire libre de las tardes, en el lugar donde una avenida de abedules, tilos y arces desembocaba en el espacio enarenado del jardín propiamente dicho que separaba el parque de la casa. Veo el mantel y las caras de las personas sentadas a la mesa, unidas en la animación del juego de luces y sombras bajo un móvil y fabuloso follaje, exagerado, sin duda, por la misma facultad de apasionada celebración, de incensante retorno, que hace que siempre me acerque a esa mesa desde fuera, desde las profundidades del parque —y no desde la casa—, como si el pensamiento, para poder regresar allí, tuviera que hacerlo con los pasos silenciosos de un hijo pródigo, casi desmayándome de pura excitación. A través de un trémulo prisma, distingo los rasgos de parientes y familiares, mudos labios que se mueven serenamente en olvidados discursos. Veo el vapor del chocolate y las bandejas de pasteles de arándanos. Me fijo en el pequeño helicóptero de una sámara que, girando sobre sí misma, desciende con suavidad sobre el mantel, y, apoyado en la mesa, el desnudo brazo de una chica extendido indolentemente en toda su longitud, con su envés veteado de turquesa vuelto hacia el escamoso sol, abierta la palma en perezosa espera de alguna cosa, quizás el cascanueces. En el lugar donde está sentado mi preceptor del momento hay una imagen cambiante, una sucesión de graduales apariciones y desapariciones; la pulsación de mis pensamientos se combina con la de las sombras y convierte a Ordo en Max y a Max en Lenski y a Lenski en el maestro de escuela, y luego se vuelve a repetir toda la serie en temblorosas transformaciones. Y después, de repente, justo cuando los colores y los perfiles se estabilizan, dedicándose cada uno de ellos a su tarea específica —sonrientes, frívolas tareas— alguien pulsa un botón y cobra vida un verdadero torrente de sonidos: voces que hablan todas a la vez, el ruido de una nuez al ser partida, el chasquido de un cascanueces pasado descuidadamente, treinta corazones humanos que ahogan al mío con sus latidos regulares; los susurros y rumores de mil árboles, la concordia local de vociferantes pájaros veraniegos, y, al otro lado del río, detrás de los rítmicos árboles, el confuso y entusiasta alboroto de los jóvenes bañistas del pueblo, como un fondo de entusiastas aplausos.

CAPITULO NOVENO

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Tengo ante mí un cuaderno grande y gastado, con una encuademación en tela negra. Contiene viejos documentos entre los que se encuentran diplomas, bocetos, diarios, tarjetas de identidad, notas tomadas a lápiz, y algunas páginas impresas, todo ello meticulosamente conservado en Praga por mi madre, hasta su muerte, pero que luego, desde 1939 hasta 1961, sufrió diversas vicisitudes. Con la ayuda de estos documentos y de mis propios recuerdos, he redactado esta breve biografía de mi padre.

Vladimir Dmitrievich Nabokov, jurista, publicista y estadista, hijo de Dmitri Nikolaevich Nabokov, ministro de Justicia, y de la baronesa Maria von Korff, nació el 20 de julio de 1870 en Tsarskoe Selo, cerca de San Petersburgo, y murió víctima de la bala de un asesino el 28 de marzo de 1922 en Berlín. Hasta la edad de trece años fue educado en su casa por institutrices francesas e inglesas y por preceptores rusos y alemanes; fue uno de estos últimos quien le transmitió, para que después me lo transmitiera él a mí, el morbus et passio aureliani. En otoño de 1883 empezó a ir al «Gymnasium» (una combinación de la high schooly el junior collegenorteamericanos) situado en la que entonces se llamaba calle Gagarin (y cuyo nombre fue presumiblemente cambiado durante los años veinte por los miopes soviéticos). Sentía unos arrolladores deseos de destacar. Una noche de invierno, debido a que llevaba cierto retraso en el cumplimiento de una tarea y a que prefería la pulmonía al ridículo en la pizarra, se expuso a las heladas polares, con la esperanza de contraer alguna oportuna enfermedad, sentándose sin más abrigo que el camisón junto a la ventana abierta (daba a la Plaza del Palacio y a su columna iluminada por la luna); por la mañana gozaba todavía de espléndida salud, e, inmerecidamente, fue el temido profesor quien resultó haberse quedado guardando cama. A los dieciséis años, en mayo de 1877, terminó sus estudios del Gymnasium, con medalla de oro, y empezó a estudiar leyes en la Universidad de San Petersburgo, donde se graduó en enero de 1891. Continuó sus estudios en Alemania (principalmente en Halle). Treinta años después, uno de sus compañeros de curso, con el que él había ido de excursión en bicicleta a la Selva Negra, envió a mi enviudada madre el ejemplar de Madame Bovaryque mi padre tenía consigo en aquella época, y en cuya página de respeto había escrito «La insuperable joya de la literatura francesa», un juicio que todavía sigue siendo valedero.

El 14 de noviembre (fecha escrupulosamente celebrada cada año a partir de entonces por nuestra familia, tan apegada a los aniversarios) de 1897, se casó con Elena Ivanovna Rukavishnikov, la hija de veintiún años de un vecino del campo, con la que tuvo seis hijos (el primero nació muerto).

En 1895 ingresó en la Joven Cámara. De 1896 a 1904 impartió cursos de derecho penal en la Escuela Imperial de Jurisprudencia (Pravovedenie), en San Petersburgo. Estaba preestablecido que los miembros de la Cámara debían pedirle su autorización al «Ministro de la Corte» antes de intervenir en cualquier acto público. Y mi padre no pidió esa autorización, naturalmente, para publicar en la revista Pravosu famoso artículo «El baño de sangre de Kishinev», en el que condenaba el papel desempeñado por la policía, como instigadora del pogrom de 1903 en Kishinev. Un decreto imperial le privó del acceso a la corte en enero de 1905, fecha a partir de la cual rompió toda relación con el gobierno del Zar y se zambulló resueltamente en la política antidespótica, sin abandonar sus ocupaciones de jurista. Desde 1905 hasta 1915 fue presidente de la delegación rusa en la Asociación Internacional de Criminología, y en las conferencias que pronunció en Holanda se divirtió a sí mismo, y dejó pasmado a su auditorio, traduciendo oralmente, cuando era necesario, discursos en ruso y en inglés al alemán y francés, y viceversa. Era un elocuente adversario de la pena capital. Y se atuvo inquebrantablemente a sus principios, tanto en los asuntos particulares como en los públicos. En un banquete oficial celebrado en 1904 se negó a beber a la salud del Zar. Se dice que tuvo la desfachatez de poner un anuncio en la prensa donde comunicaba que su uniforme de la corte estaba en venta. De 1906 a 1917 fue el co-director, con I. V. Hessen y A. I. Kaminka, de uno de los escasos diarios liberales de Rusia, el Rech(«Discurso»), así como de la revista de jurisprudencia Pravo. Políticamente era un un «Kadet», es decir, miembro del KD ( Konstitutsionno-demokratischekaya partiya), que posteriormente fue bautizado otra vez, y de forma más apropiada, con el nombre de Partido de la Libertad del Pueblo ( partiya Narodnoy Svobod'i). Debido a su agudo sentido del humor, se hubiese sin duda divertido horrores ante el desesperado pero malicioso embrollo que los lexicógrafos soviéticos se han armado con sus opiniones y logros en los escasos comentarios biográficos que han escrito acerca de él. En 1906 fue elegido diputado del Primer Parlamento Ruso (Pervaya Duma), una institución heroica y humanitaria, predominantemente liberal (pero que los ignorantes publicistas extranjeros, infectados por la propaganda soviética, confunden a menudo, ¡nada menos que con las antiguas «boyar dumas»!). Allí pronunció varios discursos excelentes que tuvieron repercusión en todo el país. Cuando, menos de un año después, el Zar disolvió la Duma, algunos de sus miembros, entre los que se contaba mi padre (y que, como muestra una fotografía obtenida en la Estación Finlandia, llevaba su billete de ferrocarril metido bajo el cintillo del sombrero), partieron hacia Vyborg para celebrar una sesión ilegal. En mayo de 1908 comenzó a cumplir una sentencia de prisión de tres meses, a modo de ligeramente retrasado castigo por el manifiesto revolucionario que él y su grupo publicaron en Vyborg. «¿Ha cazado V. alguna "Egeria" [mariposa de los muros] este verano?», pregunta en una de sus notas secretas de la prisión, que, por medio de un guardia sobornado, y de un amigo fiel (Kaminka), llegaban hasta Vyra, donde estaba mi madre. «Dile que en el patio de la prisión sólo veo limoneras y blancas de la col.» Tras su puesta en libertad, le prohibieron participar en cualquier clase de elecciones para cargos públicos, pero (una de las paradojas tan corrientes bajo el régimen de los zares) pudo trabajar en el virulentamente liberal Rech, tarea a la que dedicaba hasta nueve horas diarias. En 1913 el gobierno le puso una multa, por la suma simbólica de cien rublos (otros tantos dólares de la actualidad), por el reportaje que había escrito en Kiev, en donde al término de un tormentoso juicio Beylis fue declarado inocente de la acusación de haber asesinado a un muchacho cristiano «con fines rituales»: de vez en cuando todavía prevalecían, en la vieja Rusia, la justicia y la opinión pública; ya sólo les quedaban cinco años de vida. Poco después de que comenzara la Primera Guerra Mundial fue movilizado y enviado al frente. Con el tiempo pasó a formar parte del Estado Mayor General en San Petersburgo. La ética militar le impidió participar activamente en el primer alboroto de la revolución liberal de marzo de 1917. Desde el comienzo mismo, parece como si la Historia hubiese ansiado privarle de una plena oportunidad de revelar sus grandes dotes de estadista en una república rusa de tipo occidental. En 1917, durante la primera fase del gobierno provisional —es decir, mientras los Kadets aún estaban en el gabinete— ocupó en el consejo de ministros la responsable pero inocua posición de secretario ejecutivo. En el invierno de 1917-1918 fue elegido diputado de la Asamblea Constituyente, pero sólo para ser arrestado por unos enérgicos marineros bolcheviques en cuanto aquélla fue disuelta. La revolución de noviembre había iniciado ya su sangriento curso, su policía ya empezaba a actuar, pero durante aquellos días el caos de órdenes y contraórdenes acabó favoreciéndonos; mi padre avanzó por un oscuro pasillo, vio una puerta abierta al final, salió a una calle secundaria y se encaminó hacia Crimea con una mochila que, cumpliendo sus órdenes, su criado Osip le llevó a un rincón escondido, junto con un paquete de emparedados de caviar que el buen Nikolay Andreevich, nuestro cocinero, había añadido por su cuenta. Desde mediado el año 1918 hasta principios de 1919, en un intervalo entre dos ocupaciones bolcheviques, y en constante fricción con los elementos del ejército de Denikin más propensos a disparar con cualquier excusa, fue ministro de Justicia (de «justicia mínima», como solía decir él irónicamente) en uno de los gobiernos regionales, el de Crimea. En 1919 se fue voluntariamente al exilio, y vivió primero en Londres y luego en Berlín, donde, en colaboración con Hessen, dirigió el diario liberal de emigrados Rui'(«Timón») hasta que en 1922 fue asesinado por un siniestro rufián al que, durante la Segunda Guerra Mundial, Hitler nombró administrador de los asuntos de los emigrados rusos.

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