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—¡Catocala adultera!

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El parque «inglés» que separaba la casa de los campos de heno era muy extenso y complicado, con senderos laberínticos y bancos turguenevianos, y robles de importación que se alzaban entre los abetos y abedules endémicos. Desde los tiempos de mi abuelo no había cesado la lucha por impedir que este parque regresara al estado salvaje, pero jamás se había alcanzado un éxito completo. Ningún jardinero era capaz de hacer frente a los montículos de rizada tierra negra que las manos rosadas de los topos se empeñaban en ir amontonando en la pulcra arena de la avenida central. Las malas hierbas y los hongos, y también algunas raíces de árboles, a modo de gruesas venas, cruzaban en todos los sentidos los senderos moteados por la luz del sol. En los años ochenta fueron eliminados los osos, pero de vez en cuando todavía visitaba estos terrenos algún que otro alce. Un pequeño fresno de montaña y un álamo temblón más pequeño incluso se habían encaramado, cogidos de la mano, como un par de torpes niños tímidos, a un pintoresco canto rodado. También había otros invasores más esquivos —excursionistas extraviados o alegres campesinos— que enloquecían a Ivan, nuestro canoso guardabosques, dejando dibujadas en los bancos y portales palabras obscenas. El proceso de desintegración continúa hoy en día, aunque en un sentido diferente, porque cuando trato ahora de seguir en mis recuerdos los serpenteantes senderos desde un punto dado a otro, noto alarmado que aparecen muchas lagunas, debidas al olvido o la ignorancia, semejantes a esos blancos correspondientes a zonas de tierra incógnita que los cartógrafos llamaban «bellas durmientes».

Más allá del parque comenzaban los sembrados, con un continuo temblor de alas de mariposas flotando sobre el temblor de las flores —margaritas, campánulas, escabiosas y otras— que actualmente pasan aprisa junto a mí en una calina coloreada, comparable a esos maravillosos y lujuriantes prados que vemos desde el vagón restaurante que nos lleva de un extremo a otro del continente, y que jamás podremos explorar. Al final de este herboso país de las maravillas se alzaba, como una muralla, el bosque. Por allí vagaba yo, escrutando los troncos (la parte encantada, silenciosa, de los árboles) para ver si encontraba ciertas polillas diminutas, que en Inglaterra llaman Pugs, delicadas criaturas que de día se cuelgan de superficies moteadas con las que se confunden sus alas planas y sus abdómenes doblados hacia arriba. Allí, en las profundidades de ese mar de verdor asaeteado de sol, giraba yo lentamente en torno a los más gruesos troncos. Nada del mundo me hubiera parecido tan maravilloso como poder añadir, gracias a un golpe de suerte, alguna notable especie nueva a la larga lista de Pugs bautizadas por otros. Y mi alborotada imaginación, humillándose ostensible y casi grotescamente ante mi deseo (pero, en todo momento, conspirando fantasmalmente entre bastidores, planeando fríamente los acontecimientos más remotos de mi destino), se empeñaba en proporcionarme ejemplos alucinatorios de textos en pequeña letra impresa: «... el único espécimen conocido hasta ahora...»«... el único espécimen conocido de la Eupithecica petropolitanafue obtenido por un colegial ruso...» «... por un joven coleccionista ruso...» «... por mí mismo en la región de San Petersburgo, distrito Tsarskoe Selo, en 1910... 1911... 1912... 1913...». Y luego, al cabo de treinta años, aquella maravillosa noche negra en Wasatch Range.

Al principio —cuando tenía, más o menos, ocho o nueve años— jamás erraba más allá de los campos y bosques que había entre Vyra y Batovo. Posteriormente, cuando me dirigía a cierto lugar especial situado a nueve o diez kilómetros, me iba en bicicleta hasta allí, con el cazamariposas atado al cuadro; pero no abundaban los senderos forestales que permitiesen el paso sobre dos ruedas; se podía penetrar hasta allí, naturalmente, a caballo, pero, debido a nuestros feroces tabánidos rusos, no se podía dejar a un caballo arrendado en un bosque ni un minuto: mi animoso bayo a punto estuvo un día de encaramarse a la copa de un árbol tratando de eludirlos: grandes energúmenos de sedosos y húmedos ojos y atigrados cuerpos, y otros más pequeños dotados de trompas más potentes incluso, pero mucho más lentos; cargarme a un par de estos sombríos borrachos con un golpe de mi mano enguantada mientras estaban pegados al cuello de mi montura suponía para mí un maravilloso alivio empático (que quizá no sabrían apreciar los dipterólogos). Fuera como fuese, en mis cacerías de mariposas, caminar era mi medio de locomoción preferido (con la excepción, claro está, de una silla voladora capaz de deslizarse agradablemente sobre las alfombras vegetales y las rocas de una montaña inexplorada, o flotar justo por encima del florido techo de un bosque tropical); porque al andar, sobre todo en las regiones que has estudiado a fondo, encuentras un placer exquisito cuando te alejas de tu itinerario para visitar, aquí y allá, a la vera del camino, tal claro, cual arboleda, esta o aquella combinación de tierra y flora, para hacerle una visita inesperada, por así decirlo, a una mariposa conocida en su habitat particular, a fin de comprobar si ya ha aparecido, y, suponiendo que sea así, ver qué tal le van las cosas.

Hubo una vez un día de julio —supongo que de 1910 aproximadamente— en el que sentí el impulso de explorar la vasta zona pantanosa que se encontraba en la otra orilla del Oredezh. Después de seguir los márgenes del río a lo largo de cinco o seis kilómetros, encontré un cimbreante puentecillo. Mientras lo cruzaba pude ver las chozas de un villorrio a mi izquierda, manzanos, hileras de rojizos troncos de pino yaciendo sobre una orilla verde, y las brillantes manchas de color que formaban sobre el césped las esparcidas ropas de unas muchachas campesinas que, completamente desnudas, en aguas poco profundas, alborotaban y chillaban, haciéndome tan poco caso como si yo fuera el descarnado portador de mis actuales reminiscencias.

Al otro lado del río, una densa multitud de pequeñas mariposas macho azul brillante que se embriagaban de una rica y pisoteada mezcla de barro con estiércol de vaca alzó conjuntamente el vuelo cuando yo pasé, y volvió a posarse en cuanto me fui.

Después de haberme abierto camino a través de algunas arboledas de pinos y matorrales de alisos, llegué a la ciénaga. En cuanto mi oído captó el zumbido de los dípteros a mi alrededor, el grito gutural de una agachadiza sobre mi cabeza y el gorgoteo del pantano bajo mis pies, supe que encontraría aquí esas especialísimas mariposas árticas cuyas imágenes o, mejor aún, cuyas descripciones no ilustradas, había venerado yo durante varias estaciones. Y al momento siguiente ya me rodeaban por todas partes. Sobre las bajas matas de arándanos que exponían sus frutos de tenue azul ensoñado, sobre el pardo ojo del agua estancada, sobre los musgos y los fangos, sobre los tallos floridos de la fragante orquídea palustre (la nochnaya fialkade los poetas rusos), una oscura y diminuta fritilaria bautizada con el nombre de una diosa noruega pasó en vuelo bajo, rasante. La bonita cordígera, una mariposa nocturna que parece una gema, zumbaba en torno a la planta pantanosa de la que se alimentaba. Perseguí coliasde rosados bordes, sátirosde jaspeados grises. Sin preocuparme por los mosquitos que cubrían mis antebrazos como un pelaje, me agaché con un gruñido de placer para extinguir la vida de cierto lepidóptero de alas tachonadas de plata que latía entre los pliegues de mi red. A través de los aromas del pantano, me llegó el sutil perfume de las alas de las mariposas en mis dedos, un perfume que varía según las especies: vainilla, o limón, o almizcle, o un olor dulzón y rancio que no es fácil definir. Lejos de sentirme saciado, seguí adelante. Finalmente vi que había llegado al final del pantano. La cuesta que se elevaba delante de mí era un paraíso de altramuces, aguileñas y pentstemons. Mariposa liliesbajo pinos ponderosa. A lo lejos, veloces sombras de nubes moteaban las laderas de tono verde deslustrado que se elevaban por encima del límite del bosque y del gris y blanco del Longs Peak.

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