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Cuando, después de haberme sacado de encima a todos mis perseguidores, tomaba la desigual y roja carretera que partía de nuestra casa de Vyra para internarse en los sembrados y los bosques, la animación y lustre de la jornada parecía rodearme de un estremecimiento de simpatía.

Recentísimas y oscurísimas erebias ligeas, que aparecían sólo cada dos años (oportunamente, el recuerdo se ha puesto aquí en fila), cruzaban fugaces por entre los abetos o revelaban sus manchas anaranjadas y sus bordes ajedrezados cuando tomaban el sol entre los helechos de los márgenes. Saltando por encima de la hierba una pequeña ninfa, la ninfa morena, burló mi red. Varias polillas rondaban también por allí: chillonas hembras amantes del sol volando de flor en flor como moscas coloreadas, o machos insomnes buscando hembras ocultas, como esa herrumbrosa lasio-campa quercusque atravesó velozmente el follaje. También llamó mi atención (y éste fue uno de los mayores misterios de mi infancia) un ala verde pálido atrapada en una telaraña (para entonces ya sabía de qué se trataba: parte de una geómetra esmeralda. La tremenda larva del coso, ostentosamente segmentada, de cabeza chata, color carne y brillo rojizo, una extraña criatura, «desnuda como una lombriz» por utilizar una comparación francesa, se cruzó en mi camino mientras buscaba frenéticamente un lugar en donde crisalidar (los terribles apremios de La Metamorfosis, el aura de un ataque vergonzoso en un lugar público). En la corteza de un abedul, ese tan robusto que crece junto al portillo del parque, había encontrado la primavera anterior a una oscura aberración de la Carmelita de Sievers (para el lector, otra polilla gris). En la cuneta, bajo el puentecillo, un zapatero se codeaba con una libélula (para mí, una simple libélula azul). De una flor salieron volando hasta una altura tremenda un par de lycaenas macho, peleándose mientras se remontaban por los aires, para después, pasado un rato, bajar como un rayo una de ellas a su cardo. Todos estos eran insectos conocidos, pero en cualquier momento podía aparecer alguno mejor que me forzaría a detenerme con una rápida inspiración. Recuerdo un día en el que acercaba cautelosamente mi red a una strymonidia poco común que se había posado delicadamente en una ramita. Podía ver claramente la W blanca sobre el envés color chocolate. Tenía las alas cerradas, y las inferiores se frotaban la una contra la otra en un curioso movimiento circular, produciendo posiblemente una levísima y alegre crepitación de tono demasiado elevado como para que pudiera captarlo un oído humano. Hacía mucho tiempo que anhelaba poseer esta especie en particular, y, cuando me situé a la distancia adecuada, lancé mi cazamariposas. Todo el mundo ha escuchado el gemido del campeón de tenis tras haber fallado un golpe fácil. Todo el mundo ha visto el rostro del mundialmente famoso maestro Wilhelm Edmundson cuando, durante una exhibición de partidas simultáneas celebrada en un café de Minsk, perdió su torre, por un absurdo descuido, ante un aficionado local, el pediatra doctor Schach, que finalmente le ganó. Pero no hubo nadie aquel día (excepto yo mismo de mayor) que pudiera verme sacudir el cazamariposas para hacer saltar la ramita que era su único contenido, y quedarme mirando pasmado el agujero de la tarlatana.

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Cerca de la intersección de dos caminos carreteros (uno de ellos, muy cuidado, que unía, en dirección norte-sur, nuestro parque «viejo» con el «nuevo», y el otro, enfangado y lleno de baches, que conducía, torciendo hacia el oeste, a Batovo), en un punto donde se amontonaban los álamos temblones a ambos lados de una pendiente, estaba seguro de encontrar en la tercera semana de junio grandes ninfálidas negroazuladas con listas de blanco purísimo, deslizándose y volando en círculos bajos sobre la rica arcilla cuyo color hacía juego con el de la cara inferior de sus alas cuando al posarse las cerraban. Eran los machos, tan amantes del estiércol, de aquella mariposa que los antiguos coleccionistas llamaban Poplar Admirable; más exactamente, pertenecían a su subespecie bucovínica. Yo era entonces un niño de nueve años, y no conocía esta raza, pero noté hasta qué punto eran diferentes nuestros especímenes rusos de la forma centroeuropea ilustrada de Hofmann, y cometí la temeridad de escribirle una carta a Kuznetsov, uno de los grandes lepidopterólogos rusos, e incluso mundiales, de todos los tiempos, bautizando mi subespecie con el nombre de «Limenitis populi rossica». Al cabo de un largo mes me devolvió mi descripción y mi acuarela de la «rossica Nabokov» con sólo un par de palabras garabateadas en la otra cara de mi carta: «bucovinensis Hormuzaki». ¡Cuánto detesté a Hormuzaki! ¡Y qué ofendido me sentí cuando en uno de los posteriores artículos de Kuznetsov localicé una malhumorada referencia a «esos colegiales que se empeñan en bautizar con su nombre ligerísimas variaciones de la ninfa mayor». Sin dejarme arredrar por el fracaso de la populi, al año siguiente «descubrí» una «nueva» mariposa nocturna. Aquel verano había estado cazando asiduamente todas las noches sin luna, en un claro del parque, a base de extender sobre la hierba y sus fastidiadas luciérnagas una sábana, sobre la que proyectaba la luz de una linterna de acetileno (que, seis años después brillaría sobre Tamara). Procedentes de la sólida oscuridad que me rodeaba, las mariposas nocturnas se lanzaban hacia este circo de luminosidad, y fue así, en esa sábana mágica, donde cacé una preciosa Plusia (actualmente Phytometra) que, según pude observar inmediatamente, se diferenciaba de su pariente más próximo por sus alas anteriores de colores malva y marrón (en lugar de pardodorado), una marca más estrecha en la bráctea, y que no estaba representada de forma reconocible en ninguno de mis libros. Envié su descripción y dibujo a Richard South, para que los publicara en The Enthomologist. El tampoco la conocía, pero con la mayor amabilidad del mundo fue a comprobar su existencia en la colección del Museo Británico, y averiguó que había sido descrita hacía mucho tiempo, y bautizada con el nombre de Plusia excelsapor Kretschmar. Encajé, con el mayor estoicismo, la triste noticia, redactada con enormes dosis de simpatía («... debe ser felicitado por haber obtenido... rarísimo espécimen del Volga... su admirable dibujo...»); pero al cabo de muchos años, gracias a un feliz azar (ya sé que no debería comentar públicamente estas cosas), ajusté mis cuentas con el primer descubridor de mi polilla dando su nombre a un ciego en una de mis novelas.

Permítaseme también evocar a las esfinges, esos aviones a reacción de mi adolescencia. En los atardeceres de junio los colores tenían una prolongada agonía. Las lilas en plena floración ante las que, cazamariposas en mano, yo aguardaba, mostraban en el crepúsculo sus arracimamientos de esponjoso gris, con un levísimo tinte purpúreo. Una húmeda y joven luna colgaba sobre la neblina de un prado vecino. A lo largo de los años posteriores me he encontrado también en muchos jardines como éste, aguardando en la misma actitud —Atenas, Antibes, Atlanta—, pero jamás he esperado con un deseo tan ardiente como cuando lo hacía junto a esas lilas que iban oscureciéndose poco a poco. Y de repente me llegaba un débil zumbido que avanzaba de flor en flor, un halo de vibraciones circundando el cuerpo aerodinámico, verde oliva y rosa, de una esfinge colibrí detenida en el aire sobre la corola en la que había introducido su larga lengua. Su bella larva negra (que parece una cobra diminuta cuando hincha sus ocelados segmentos delanteros) podía ser localizada un par de meses más tarde sobre las húmedas adelfillas. De este modo, cada hora y cada estación tenían sus encantos. Y, finalmente, en las frías noches de otoño, incluso cuando llegan las primeras heladas, se podían cazar mariposas nocturnas con trampas dulces, untando los troncos de los árboles con una mezcla de melaza, cerveza y ron. A través de la borrascosa negrura, la lámpara iluminaba los pegajosamente brillantes pliegues de la corteza, y las dos o tres mariposas nocturnas que bebían su dulzor con sus nerviosas alas semiabiertas, al estilo de la diurnas, dejaban ver en las inferiores la increíble seda carmesí parcialmente oculta por el gris liquen de las primarias. Y cuando, tropezando en la oscuridad, regresaba a casa para mostrarle las piezas cobradas a mi padre, gritaba en son de triunfo hacia las ventanas iluminadas:

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