—¡Cómo me abrazaste, cómo te pusiste a bailar de alegría! —exclamó Mademoiselle diez años más tarde, inventando así un nuevo pasado.
Nuestro médico del campo, a cuyo cuidado dejé la crisálida de una infrecuente polilla con ocasión de un viaje al extranjero, me escribió una carta diciéndome que la incubación había sido perfecta; pero en realidad la preciosa larva había sido presa de una rata, y el mentiroso anciano me entregó a mi regreso un par de ninfálidas corrientes que, imagino, cazó apresuradamente en su jardín e introdujo en la jaula de incubación como plausibles sustitutas (o eso creyó él). Mucho mejor que él era un entusiasta pinche de cocina que a veces tomaba prestado mi equipo y regresaba eufóricamente triunfal al cabo de un par de horas, con una bolsa llena de agitados seres invertebrados más otros de diversa naturaleza. Abría luego la boca de la red que llevaba atada con una cuerda, y vertía aquel cuerno de la abundancia sobre la mesa: un montón de saltamontes, un poco de arena, las dos partes de una seta que había cogido camino de casa, más saltamontes, más arena, y una estropeada blanquita de la col.
En las obras de los grandes poetas rusos sólo he sabido descubrir un par de imágenes lepidoptéricas de auténtica sensualidad: la impecable evocación que hace Bunin de una mariposa que sin duda es una ninfálida:
Y entonces entrará volando
Una colorida mariposa vestida de seda
Que aleteará, rumoreará y latirá
En el azul techo...
más el soliloquio «Mariposa» de Fet:
De dónde he venido y a dónde me lleva mi prisa
No preguntes;
Ahora en una graciosa flor me he posado
Y ahora respiro.
En la poesía francesa sorprenden los conocidos versos de Musset (en Le Saule):
La phalétie doré dans sa course légére
Traverse les prés embaumés
que es una descripción absolutamente exacta del vuelo crepuscular del macho de una geométrida que en Inglaterra es conocida por el nombre de Orange moth; y también encontramos esa frase fascinantemente adecuada de Fargue (en Les Quatre Journées) acerca de un jardín que, al anochecer, se glace de bleu comme l'aile du grand Sylvain(la ninfa mayor). Y entre las escasísimas imágenes auténticamente lepidoptéricas de la poesía inglesa, mi favorita es la de Browning:
On our other side is the straight-up rock;
And a path is kept 'twixt the gorge and it
By boulder-stones where lichens mock
The marks of a moth, and small ferns fit
Their teeth to the polished block.
(«By the Fire-side»)
«Y al otro lado está la pared vertical de roca; / Y entre ella y la garganta discurre un sendero / Junto a cantos rodados donde los líquenes imitan burlones / Las marcas de las polillas, y pequeños helechos encajan / Sus dientes en el bruñido bloque.» («Junto al fuego».)
Es pasmoso que las personas corrientes se fijen tan poco en las mariposas. «Ninguna», me contestó tranquilamente el fuerte autostopista suizo con un Camus en la mochila cuando le pregunté aposta, y para beneficio de mi incrédulo acompañante, si había visto alguna mariposa mientras bajaba por el sendero en el que mi compañero y yo habíamos disfrutado viéndolas a enjambres. También es verdad que cuando evoco la imagen de cierto camino recordado con todo detalle pero perteneciente a un verano anterior a aquel de 1906, es decir anterior a la fecha de mi primera etiqueta de localización, y al que no he vuelto a regresar nunca, no consigo distinguir ni un ala o un aleteo o un destello añil o una sola flor perlada de mariposas, como si un hechizo maligno hubiese castigado la costa adriática convirtiendo en invisibles todos sus «leps» (como solemos decir los que tenemos propensión al argot). Exactamente esto mismo puede llegar a sentir un entomólogo al caminar algún día junto a un jubiloso y ya desencasquetado botánico por entre la espantosa flora de un planeta paralelo, y sin un solo insecto a la vista; y así (a modo de singular prueba del singular fenómeno consistente en la repetida utilización del escenario de nuestra infancia por parte de un austero director de escena como ambiente prefabricado para nuestros sueños de adulto) la ladera de una costa que aparece en cierta pesadilla que sueño con frecuencia, y en la que cuelo de contrabando el cazamariposas plegable de mis estados de vigilia, muestra alegres matas de tomillo y meliloto, pero está incomprensiblemente desprovista de todas las mariposas que deberían encontrarse allí.
También averigüé muy pronto que cuando un «lepist» se dedica a su tranquila búsqueda puede provocar las más extrañas reacciones en otros seres. Muy a menudo, cuando, al realizarse los preparativos de una excursión por el campo, intentaba tímidamente guardar mis humildes utensilios en el charabón de alquitranados aromas (se utilizaba un preparado a base de alquitrán para impedir que las moscas molestaran a los caballos) o en el «Opel» descapotable con olor a té (hace cuarenta años, la bencina olía así), siempre aparecía alguno de mis primos o tías que comentaba:
—¿Tienes que llevarte forzosamente ese cazamariposas? ¿No podrías entretenerte como los niños corrientes? ¿No te parece que estás fastidiando a todo el mundo?
Cerca de un cartel que decía NACH BODENLAUBE, en Bad Kissingen (Baviera), cuando estaba a punto de iniciar con mi padre y con el majestuoso y anciano Muromtsev (que, cuatro años atrás, en 1906, había sido presidente del primer Parlamento ruso), un paseo, este último volvió su marmórea testa hacia mí, apenas un niño de once años, y me dijo con su famosa solemnidad:
—Puedes acompañarnos, desde luego, pero no caces mariposas, niño. Interrumpe el ritmo del paseo.
En un camino que se elevaba sobre el mar Negro, en la península de Crimea, y entre matorrales de flores que parecían de cera, en marzo de 1918, un estevado centinela bolchevique intentó arrestarme por haberle hecho señales (con mi cazamariposas, dijo) a un buque de la Armada británica. En verano de 1929, cada vez que atravesaba andando un pueblo del Pirineo oriental, y volvía casualmente la cabeza, veía detrás de mí a los campesinos congelados en las diversas poses en las que mi paso les había encontrado, como si yo fuese Sodoma y ellos la mujer de Lot. Un decenio después, en los Alpes marítimos, noté una vez que la hierba se ondulaba de forma serpentina a mi espalda, porque un gordo policía rural se arrastraba sobre su barriga tras de mí para asegurarse de que no intentaba cazar pajarillos. Norteamérica me ha mostrado más ejemplos incluso que otros países de este interés morboso por mis actividades rederas, quizá porque cuando llegué aquí ya era cuarentón, y cuanto más viejo sea el cazador de mariposas, más ridículo parece con un cazamariposas en la mano. Severos granjeros me han señalado los carteles que decían PROHIBIDO PESCAR; desde los coches que pasaban por la carretera me han lanzado aullidos de burla; perros adormilados que hacían caso omiso hasta de los vagabundos de peor aspecto se han reanimado para acercárseme gruñendo; diminutos críos me han señalado con el dedo a sus desconcertadas mamás; veraneantes de mentalidad tolerante me han preguntado si cazaba chinches para usarlas como cebo; y una mañana, en un erial iluminado por altas yucas en flor, cerca de Santa Fe, una enorme yegua negra estuvo siguiéndome casi dos kilómetros.