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Confieso que no creo en el tiempo. Me gusta plegar mi alfombra mágica, tras haberla usado, de forma que una parte del dibujo quede superpuesta a la otra. Que tropiecen las visitas, no importa. Y el mayor placer de la atemporalidad —en un paisaje elegido al azar— es el que encuentro cuando me veo rodeado de mariposas poco frecuentes y de las plantas con que se alimentan. Eso es el éxtasis, y más allá del éxtasis hay otra cosa que me resulta difícil de explicar. Es como un vacío momentáneo en el que se precipita todo lo que amo. Un sentimiento de unidad con el sol y la roca. Un estremecimiento de gratitud para con aquel a quien pueda interesar, al contrapuntístico genio del destino humano o a los tiernos fantasmas que miman a este afortunado mortal.

CAPITULO SÉPTIMO

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En los primeros años de este siglo, una agencia de viajes de la Avenida Nevski tenía expuesta una reproducción a escala, de sesenta centímetros, de un coche-cama internacional color castaño claro. Era tanta su delicada verosimilitud que dejaba en completo ridículo la hojalata pintada de mis trenes de cuerda. Por desgracia, no estaba en venta. Se llegaba a distinguir el tapizado azul de su interior, el revestimiento de cuero repujado de los compartimientos, sus bruñidos paneles, espejos empotrados, lámparas de lectura con tulipas, y otros enloquecedores detalles. Unas ventanas espaciosas se alternaban con otras más estrechas, simples o geminadas, y algunas de éstas eran de vidrio deslustrado. En unos pocos compartimientos estaban hechas las camas.

El entonces magnífico y hechizador Nord-Express (no volvió a ser lo mismo después de la Primera Guerra Mundial, cuando su elegante color castaño claro se convirtió en un azul de nouveau-riche), formado únicamente por esta clase de vagones internacionales y que sólo circulaba dos veces a la semana, conectaba San Petersburgo con París. Hubiese dicho directamente con París, si sus pasajeros no hubieran sido obligados a cambiar de tren, para tomar otro superficialmente similar, en la frontera ruso-germana ( Verzhbolovo-Eydtkuhnen), en donde el amplio y perezoso ancho ruso de un metro y cincuenta y tres centímetros era sustituido por el ancho estándar europeo de un metro y cuarenta y tres centímetros, y el carbón reemplazaba la leña de abedul.

En el más alejado extremo de mi mente soy capaz de desentrañar, me parece, al menos cinco de esos viajes a París, con la Riviera o Biarritz como destino final. En 1909, el año que ahora escojo, nuestro grupo estaba formado por once personas y un dachshund. Con sus guantes y su gorra de viaje, mi padre permanecía sentado, leyendo un libro, en el compartimiento que compartía con nuestro preceptor. Un lavabo nos separaba a mi hermano y a mí de ellos. Mi madre y su doncella Natasha ocupaban un compartimiento adyacente al nuestro. A continuación estaban mis dos hermanas pequeñas, Miss Lavington, su institutriz inglesa, y una niñera rusa. El miembro desparejado de nuestro grupo, el ayuda de cámara de mi padre, Osip (a quien diez años más tarde fusilarían los pedantes bolcheviques por haberse apropiado de nuestras bicicletas en lugar de entregarlas a la nación) tenía por compañero a un desconocido.

Histórica y artísticamente, el año había empezado con un chiste político de Punch: la diosa Inglaterra inclinada sobre la diosa Italia, contra cuya cabeza había ido a chocar uno de los ladrillos de Mesina; probablemente se trate del peor dibujo que haya jamás inspirado ningún terremoto. En abril de ese año, Peary había llegado al polo Norte. En mayo, Shalyapin había cantado en París. En junio, preocupado por los rumores que hablaban de nuevos Zepelines, el ministerio norteamericano de la Guerra comunicó a los reporteros sus planes para la creación de una Armada aérea. En julio, Blériot había volado de Calais a Dover (con un pequeño rizo adicional debido a que perdió el rumbo). Ahora estábamos a finales de agosto. Los abetos y pantanos del noroeste de Rusia se deslizaron velozmente a nuestro lado, y el día siguiente dio paso a los pinares y brezales alemanes.

En una mesa plegable mi madre y yo jugamos a un juego de naipes llamado durachki. Aunque estábamos aún a plena luz del día, nuestras cartas, un vaso y, en un plano diferente, los cierres metálicos de una maleta, se reflejaban en el cristal. A través de bosques y sembrados, y en súbitas gargantas, y por entre casitas que huían precipitadamente, aquellos descarnados jugadores seguían jugando sin parar y cruzando sin parar centelleantes apuestas. Fue una partida larga, larguísima: en esta gris mañana invernal veo brillar en el espejo de mi luminosa habitación de hotel los mismos, precisamente los mismos cierres de esa maleta que ahora ya tiene setenta años de edad, un nécessaire de voyagebastante alto y pesadote de piel de cerdo, con las iniciales «H. N.» complicadamente bordadas con grueso hilo de plata y con una corona similar encima, comprado en 1897 para el viaje de bodas de mi madre a Florencia. En 1917 transportó desde San Petersburgo hasta la Península de Crimea, y luego hasta Londres, un puñado de joyas. Alrededor de 1930 perdió en una casa de empeños sus caros receptáculos de plata y cristal, dejando así vacías las ingeniosamente dispuestas fajas de cuero del envés de la tapa. Pero esa pérdida ha quedado ampliamente compensada durante los treinta años que ha estado viajando conmigo: de Praga a París, de St. Nazaire a Nueva York y a través de los espejos de más de doscientas habitaciones de motel y casas de alquiler, en cuarenta y seis estados. El hecho de que el más robusto superviviente de nuestra herencia rusa haya resultado ser una pequeña maleta me parece lógico y a la vez emblemático.

— Ne budet-li, ñ ved' ustal[¿No te parece suficiente, no estás cansado?] —me preguntaba mi madre, y luego, mientras barajaba lentamente, volvía a abstraerse en sus pensamientos. La puerta del compartimiento estaba abierta y yo podía ver la ventanilla del pasillo, en la que los cables —seis delgados cables negros— hacían los mayores esfuerzos por sesgarse hacia arriba, ascender hacia el cielo, a pesar de los relampagueantes golpes que les asestaban, uno tras otro, los postes; pero justo cuando los seis a la vez, llevados por un triunfal impulso de patético júbilo, estaban a punto de llegar a la parte superior de la ventanilla, un golpe especialmente cruel los abatía, dejándolos tan abajo como al principio, y no les quedaba más remedio que empezar otra vez.

Cuando, en viajes como éste, el tren cambiaba de velocidad para adoptar un decoroso paso de andadura, y pasaba casi rozando las fachadas de las casas y los carteles de las tiendas de alguna de las ciudades alemanas que atravesábamos, yo solía sentir una doble excitación que no proporcionan las estaciones terminales. Veía entonces una ciudad, con sus tranvías de juguete, sus tilos y sus paredes de ladrillo, que penetraba en el compartimiento, alternaba con los espejos, y llenaba por completo las ventanillas del lado del pasillo. Este contacto tan poco protocolario entre el tren y la ciudad era una de las cosas que me emocionaban. La otra consistía en ponerme en el lugar de algún viandante que, imaginaba yo, estaba tan emocionado como yo lo hubiera estado viendo los alargados y románticos vagones castaño rojizo, con sus fuelles de conexión tan negros como las alas de un murciélago y sus letras metálicas lanzando destellos cobrizos al sol bajo, cruzando sin prisas un puente de hierro que salva una calle cualquiera para después girar, con todas las ventanillas de repente incendiadas, y quedar oculto tras el último edificio de pisos.

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