Todo muy encantador, muy desértico. Pero, ¿qué estoy haciendo en este estereoscópico país de los sueños? ¿Cómo he llegado hasta aquí? No sé de qué modo, pero los dos trineos se han alejado, dejando atrás a un indocumentado espía en medio de esta carretera blanco azulada, con sus botas de nieve y su abrigo impermeable norteamericanos. La vibración que notan mis oídos ya no es la de las campanillas de esos trineos que se alejan sino, solamente, la del canturreo de mi sangre. Todo está tranquilo, hechizado, encantado por la luna, por ese espejo retrovisor de la fantasía. La nieve es real, sin embargo, y cuando me inclino hacia ella y cojo un puñado, sesenta años se desmenuzan entre mis dedos hasta quedar reducidos a centelleante polvo helado.
2
Una gran lámpara de petróleo con pie de alabastro avanza en la oscuridad. Flota y desciende muy despacio; la mano de la memoria, forrada ahora por el guante blanco de un criado, la coloca en el centro de una mesa redonda. La llama queda perfectamente graduada, y una pantalla rosa con volantes de seda y dibujos rococó de deportes invernales corona la reajustada (algodón hidrófilo en una de las orejas de Casimir) luz. Revelado: un cálido, brillante, elegante (estilo «imperio ruso») salón de una casa embozada de nieve —que pronto será conocida con el nombre de «le château»— construida por el abuelo de mi madre, el cual, debido a que temía los incendios, encargó una escalera de hierro de modo que cuando la casa se incendió hasta quedar reducida a cenizas, algún tiempo después de la Revolución Soviética, aquellos peldaños finamente forjados a través de cuyas contrahuellas caladas se veía el cielo, quedaron en pie, solitarios pero todavía conduciendo hacia arriba.
Algunos detalles más de ese salón, por favor. Las relucientes molduras blancas de los muebles, las rosas bordadas de la tapicería. El piano blanco. El espejo ovalado. Colgado de tensos cordones, inclinada su pura frente, se esfuerza por retener esos muebles que parecen a punto de volcarse y ese plano inclinado de brillante piso que se escabullen de su abrazo. Las lágrimas de la araña, que emiten un delicado tintineo (están cambiando de sitio las cosas en la habitación del piso de arriba donde se alojará Mademoiselle). Lápices de colores. La caja anuncia detalladamente una gama completa que nunca está representada del todo por los lápices que contiene. Estamos sentados a una mesa redonda mi hermano y yo y Miss Robinson, que mira de vez en cuando su reloj: con tanta nieve, los caminos deben de estar intransitables; de todos modos, la indefinida francesa que va a sustituirla tendrá que enfrentarse a los múltiples obstáculos profesionales que la aguardan.
Ahora los lápices de colores en movimiento. El verde, con un simple giro de la muñeca, era capaz de engendrar un encrespado árbol, o el remolino dejado por un cocodrilo al sumergirse. El azul trazaba una sencilla línea horizontal en la página: y ya teníamos el horizonte de todos los mares. Un indeterminado lápiz despuntado siempre se empeñaba en fastidiarnos. Había un lápiz ocre que solía tener la punta rota, y lo mismo ocurría con el rojo, pero a veces, inmediatamente después de que se partiera, todavía podíamos utilizarlo cogiéndolo de forma que la punta suelta quedara sujeta, de forma bastante insegura, por una astilla sobresaliente. El diminuto señor de morado, uno de mis preferidos, se había reducido tanto por el uso que casi no había modo de cogerlo. Sólo el blanco, ese larguirucho albino de la familia de los lápices, conservaba su longitud original, o así fue al menos hasta que descubrí que, lejos de ser una estafa porque no dejaba marcas sobre la página, era la herramienta ideal que me permitía imaginar lo que yo quisiera mientras garabateaba con él.
Estos lápices, ay, también han sido distribuidos entre los personajes de mis libros a fin de mantener ocupados a diversos niños ficticios; ahora ya no son del todo míos. En algún lugar, el piso de un capítulo, la habitación realquilada de un párrafo, también he situado ese espejo inclinado, y la lámpara de petróleo y la araña con sus gotas. Quedan pocas cosas, muchas han sido despilfarradas. ¿He regalado también a Box (hijo y esposo de Youlou, el Perro del ama de llaves), ese viejo dachshundpardo que duerme en el sofá? No, creo que todavía es mío. Su canoso hocico, con esa verruga en la arrugada comisura de los labios, está embutido en la curva de su corvejón, y un suspiro hincha de vez en cuando sus costillas. Es tan viejo y tiene un dormir tan acolchado de sueños (zapatillas masticables y algunos olores recientes) que ni siquiera se mueve cuando suenan afuera leves tintineos. Después, una puerta neumática resopla y se cierra con estrépito en el vestíbulo. Al final, Mademoiselle ha llegado; yo había confiado en que no fuera así.
3
Otro perro, el amable semental de una feroz familia, un gran danés al que no se le permitía entrar en casa, tuvo un agradable papel en una aventura que ocurrió, si no al día siguiente, al cabo de muy pocos. Resultó que mi hermano y yo nos quedamos a cargo de la recién llegada. Según la reconstrucción que hago ahora, mi madre se había ido probablemente, con su doncella y la joven Trainy, a San Petersburgo (un viaje de unos setenta y cinco kilómetros), en donde mi padre estaba muy comprometido en los graves acontecimientos políticos de aquel invierno. Estaba embarazada y muy nerviosa. Miss Robinson, en lugar de quedarse y explicarle sus deberes a Mademoiselle, también se había ido, para trabajar de nuevo con la familia de un embajador, de la que nosotros llegamos a saber tantas cosas como las que ellos sabrían de nosotros a partir de ese momento. A fin de demostrar que ésta no era forma de tratarnos, concebí inmediatamente el proyecto de repetir nuestra excitante empresa del año anterior, cuando nos escapamos de Miss Hunt en Wiesbaden. El campo que nos rodeaba esta vez era un desierto nevado, y resulta difícil imaginar cuál podía ser exactamente el objetivo del viaje que planeé. Acabábamos de regresar de nuestro primer paseo vespertino con Mademoiselle, y yo palpitaba de frustración y odio. Bastaron unos leves estímulos para conseguir que el mojigato Sergey sintiera también parte al menos de mi rabia. Tener que habérselas con alguien que hablaba un idioma desconocido (todo el francés que sabíamos se reducía a unas pocas frases cotidianas), y, por si esto fuera poco, ver contrariados todos nuestros hábitos más queridos, era más de lo que nadie puede soportar. La bonne promenadeque ella nos había prometido se convirtió en un tedioso paseo, sólo por aquellos caminos cercanos a la casa en los que la nieve había sido retirada, y el helado suelo cubierto de arena. Nos hizo ponernos cosas que jamás usábamos, ni siquiera en los días más fríos (espantosas polainas y capuchas que entorpecían todos nuestros movimientos). Nos llamó a su lado cuando yo intenté seducir a Sergey para que explorase conmigo las cremosas y tersas ondulaciones de nieve que se habían formado sobre lo que en verano eran parterres floridos. Tampoco nos permitió caminar por debajo de aquel sistema de carámbanos enormes que, a modo de tubos de órgano, colgaban de los aleros y ardían esplendorosamente a la luz del bajo sol. Y había rechazado, tachándolo de ignoble, uno de mis entretenimientos preferidos (inventado por Miss Robinson): tenderme boca abajo en un pequeño trineo de felpa con un cabo de cuerda atado a un extremo, del que tiraba una mano refugiada en un mitón de cuero, y que me llevaba por un camino nevado bajo arcadas de árboles blancos, mientras Sergey iba, no tendido sino sentado, en un segundo trineo, tapizado de felpa roja, y sujeto a la parte trasera del mío, que era azul, y los tacones de un par de botas de fieltro, justo delante de mi cara, caminando bastante aprisa, con las punteras vueltas hacia dentro, y, de vez en cuando, haciendo saltar un fragmento de hielo con una u otra suela. (La mano y los pies eran los de Dmitri, nuestro más antiguo y bajito jardinero, y el camino, la avenida de jóvenes robles que parece haber sido la principal arteria de mi infancia.)