Expliqué a mi hermano mi malvado plan, y le convencí de que lo aceptara. En cuanto regresamos de aquel paseo, dejamos a Mademoiselle resoplando en la escalera de la entrada y corrimos hacia el interior de la casa como si pretendiéramos escondernos en alguna habitación remota. De hecho, no paramos de correr hasta llegar al otro extremo de la casa y, una vez allí, cruzamos la terraza y volvimos a salir al jardín. El gran danés al que me he referido más arriba estaba acomodándose alborotadamente en un montón de nieve, pero mientras se preguntaba cuál de sus dos piernas traseras debía levantar primero, nos vio y nos siguió galopando alegremente.
Seguimos los tres un sendero sin mayores dificultades, y tras haber recorrido unas zonas en las que la nieve era más espesa, llegamos al camino que conducía al pueblo. A estas horas el sol ya se había puesto. La noche llegó con temible rapidez. Mi hermano declaró que tenía frío y estaba cansado, pero yo le apremié a que siguiera, y finalmente le hice montar en la grupa del perro (que era el único miembro del grupo que seguía pasándoselo en grande). Habíamos recorrido más de tres kilómetros, y la luna era fantásticamente luminosa, y mi hermano, en completo silencio, había empezado a caerse de vez en cuando de su montura, cuando Dmitri, provisto de una lámpara, nos alcanzó y nos llevó de vuelta a casa. «Giddy-eh, giddy-eh?», gritaba frenéticamente Mademoiselle desde el porche. Yo pasé rozándola sin decir palabra. Mi hermano rompió a llorar, y se entregó. El gran danés, que se llamaba Turka, volvió a sus interrumpidas ocupaciones relacionadas con los útiles e informativos montones de nieve que había alrededor de la casa.
4
Durante nuestra infancia aprendemos muchas cosas acerca de las manos, ya que viven y planean a la altura de nuestras cabezas; las de Mademoiselle eran desagradables, debido al lustre de rana de su tensa piel, que estaba además salpicada de pardas manchas equimosas. Antes de su llegada, ningún desconocido me había acariciado la cara. En cuanto se presentó, Mademoiselle me dejó desconcertado con aquellos golpecitos en la mejilla con los que pretendía demostrar su espontáneo afecto. En cuanto pienso en sus manos recuerdo sus peculiares costumbres. Su forma de pelar, más que afilar, los lápices, con la punta dirigida hacia su estupendo y estéril pecho enfundado en lana verde. Su costumbre de insertarse el meñique en la oreja, y hacerlo vibrar con gran rapidez. El ritual que observaba cada vez que me entregaba un nuevo cuaderno. Jadeando siempre un poco, con los labios entreabiertos y emitiendo en rápida sucesión una serie de resoplidos asmáticos, abría el cuaderno para marcarle el margen; a saber, grababa una profunda vertical con la uña del pulgar, doblaba el borde de la página, lo presionaba, lo soltaba, lo alisaba con el canto de la mano y, después de todo esto, daba media vuelta al cuaderno y me lo colocaba delante de mí para que empezara a usarlo. Después venía lo de la plumilla nueva; antes de dármela humedecía su brillante punta con sus susurrantes labios y luego la sumergía en el tintero bautismal. A continuación, deleitándome en cada uno de los trazos de cada una de las límpidas letras (debido sobre todo a que el anterior cuaderno había sido terminado con el mayor de los descuidos), yo inscribía con exquisito cuidado la palabra Dictéemientras Mademoiselle buscaba en su colección de pruebas ortográficas algún fragmento especialmente difícil.
5
Entretanto, el escenario ha cambiado. El árbol orlado y el alto montón de nieve con su hueco amarillento han sido retirados por un silencioso atrecista. Altas nubes que escalan el cielo avivan la tarde de primavera. Sombras oculares se agitan en los senderos del jardín. Terminan por fin las clases y Mademoiselle nos lee en la terraza, donde las esteras y las sillas de mimbre desprenden bajo el calor un penetrante aroma a galleta. En los blancos alféizares, en los alargados asientos de las ventanas, cubiertos de descolorido calicó, el sol se rompe en geométricas gemas después de atravesar los romboides y cuadrados de las cristaleras de colores. Esta es la época en la que Mademoiselle se encontraba más en forma.
¡Qué enorme cantidad de volúmenes nos leyó en esa terraza! Su tenue voz leía velozmente, sin debilitarse jamás, sin el menor tropiezo ni vacilación, pues era una formidable máquina lectora que actuaba con absoluta independencia de sus enfermos tubos bronquiales. Hubo de todo: Les Malheurs de Sophie, Le Tour du Monde en Quatre Vingt Jours, Le Petit Chose, Les Miserables, Le Comte de Monte Cristo, y otros muchos. Se sentaba allí, y destilaba su voz lectora desde la quieta prisión de su persona. Aparte de los labios, lo único que se movía en su búdico bulto era una de sus sotabarbas, la más pequeña pero también la más auténtica. Los quevedos de montura negra reflejaban la eternidad. De vez en cuando alguna mosca se posaba en su severa frente y al instante saltaban sus tres arrugas juntas, como tres atletas sobre tres vallas. Pero no había nada capaz de cambiar la expresión de su cara, esa cara que tan a menudo he pretendido dibujar en mi cuaderno, pues su impasible y simple simetría ofrecían a mi vacilante lápiz una tentación mucho mayor que el ramo de flores o el cimbel que reposaban ante mí sobre la mesa, y que eran el modelo que se suponía que yo estaba dibujando.
Mi atención erraba después más lejos incluso, y era entonces, quizá, cuando la rara pureza de su rítmica voz lograba su verdadero propósito. Me quedaba mirando un árbol, y el temblor de sus hojas tomaba prestado aquel ritmo. Egor cuidaba de las peonías. Una cauda trémula daba unos pasos, se detenía como si de repente se hubiese acordado de algo, y después seguía su camino, haciendo honor a su nombre. Salida de ninguna parte, una c blanca se posaba en el umbral, se tostaba al sol con sus angulosas alas anaranjadas completamente abiertas, las cerraba luego de repente para mostrar la diminuta letra escrita con tiza en su oscuro dorso, y remontaba el vuelo con la misma brusquedad. Pero la más constante fuente de hechizo de aquellos ratos de lectura era el dibujo arlequinado de los cristales de colores incrustados en el blanco armazón que había a ambos extremos de la terraza. Visto a través de estos cristales mágicos, el jardín adquiría un aspecto extrañamente quieto y distante. Mirando por el cristal azul, la arena mudaba su color a un tono ceniza, mientras que unos árboles de tinta nadaban en un cielo tropical. El amarillo creaba un mundo ambarino empapado de un brebaje especialmente intenso de luz solar. El rojo hacía que el follaje se convirtiera en un goteo rubí oscuro que colgaba sobre un sendero rosa. El verde empapaba el verdor de un verde más verde. Y cuando, después de tanta intensidad, pasaba a un cuadrado de cristal corriente e insípido, con su mosquito solitario o su segador cojo, era como tomarse un trago de agua cuando no se siente sed, y sólo veía el vulgar banco blanco bajo unos árboles normales. Pero, de todas las ventanas, éste es el cristal a través del que, más adelante, siempre preferí mirar la sedienta nostalgia.
Mademoiselle no llegó nunca a saber cuán potente había sido el regular flujo de su voz. Sus declaraciones posteriores se referían a otras cosas. «Ah —suspiraba—, comme on s'aimait: ¡cómo nos queríamos! ¡Aquellos días felices en el château! ¡La muñeca de cera que enterramos aquel día bajo el roble! [No: era un Golliwogg relleno de lana.] Y aquella vez que tú y Sergey os escapasteis y me dejasteis perdida y gritando en la espesura del bosque! [Exageración.] Ah, la fessée que je vous ai flanquée: ¡Los azotes que os di! [Una vez trató de darme un cachete, pero jamás volvió a intentarlo.] ¡ Votre tante, la Princesse, a la que diste un puñetazo con tu manita porque se había comportado mal conmigo! [No lo recuerdo.] ¡Y tu costumbre de susurrarme al oído tus problemas infantiles! [¡Jamás!] ¡Y el rincón de mi cuarto en el que te encantaba refugiarte porque allí te sentías tranquilo y seguro!»