Habíamos permanecido en el extranjero durante un año aproximadamente. Después de pasar el verano de 1904 en Beaulieu y Abbazia, y varios meses en Wiesbaden, partimos hacia Rusia a comienzos de 1905. No consigo recordar en qué mes. Una de las claves es que en Wiesbaden me habían llevado a la iglesia ortodoxa rusa de esa localidad —era la primera vez en mi vida que pisaba una iglesia— y eso pudo ocurrir en la Cuaresma (durante el oficio le pregunté a mi madre de qué estaban hablando el sacerdote y el diácono; ella me contestó susurrando, en inglés, que estaban diciendo que debíamos amarnos los unos a los otros, pero yo entendí que lo que ella quería decir era que aquellos dos vistosísimos personajes ataviados con ropajes brillantes de forma cónica estaban diciéndose mutuamente que siempre seguirían siendo buenos amigos). Procedentes de Frankfurt, llegamos a Berlín en plena nevasca, y a la mañana siguiente tomamos el Nord-Express, que penetró atronador en la estación procedente de París. Doce horas después llegó a la frontera rusa. Contra el telón de fondo invernal, el ceremonioso cambio de vagones y locomotoras adquirió un extraño y nuevo significado. Por primera vez se combinaron orgánicamente en mí el excitante sentimiento de haber llegado a la rodina, a la «patria», con la confortablemente crujiente nieve, las profundas huellas que se marcaban en su superficie, el rojo brillo del cañón de la chimenea y el montón de troncos de abeto del rojo ténder, ocultos bajo su capa particular de nieve transportable.
Yo no había cumplido todavía los seis años, pero aquel año en el extranjero, un año de decisiones difíciles y esperanzas liberales, había expuesto a aquel niño ruso a las conversaciones de los mayores. No podía evitar que, a su modo, le afectaran también la nostalgia de su madre y el patriotismo de su padre. En consecuencia, este regreso a Rusia, mi primer regreso consciente, me parece ahora, al cabo de sesenta años, un ensayo, ya que no del gran regreso a casa que jamás llegará a producirse, sí al menos del haberlo soñado constantemente durante mis largos años de exilio.
El verano de 1905 no había producido todavía en Vyra ningún lepidóptero. El maestro de la escuela nos llevó a dar instructivos paseos («Eso que oís es el ruido de alguien que está afilando una hoz»; «Ese campo de ahí descansará durante un año»; «Oh, no es más que un pajarillo, no tiene ningún nombre especial»; «Ese campesino está borracho porque es pobre»). El otoño alfombró el parque de los variadísimos colores de las hojas, y Miss Robinson nos enseñó una maravillosa técnica, que tanto había disfrutado el otoño anterior el Hijo del Embajador, uno de los personajes del pequeño mundo que ella creaba. Consistía, primero, en ir cogiendo del suelo y, después, ordenando sobre una gran hoja de papel, una serie de hojas de arce que formaban un espectro casi completo (sólo faltaba el azul..., ¡gran decepción!), con verdes que pasaban gradualmente al amarillo limón, amarillos limón que pasaban gradualmente al anaranjado, y así sucesivamente, pasando por los rojos hasta los morados, otra vez a los rojos y de nuevo hasta el verde (que resultaba cada vez más difícil de encontrar, como no fuera en ciertos fragmentos de algún último y valiente borde) pasando por el amarillo limón. Las primeras heladas alcanzaron a los asters, pero seguimos sin irnos a la ciudad.
Aquel invierno de 1905-1906, en el que llegó Mademoiselle procedente de Suiza, fue el único de mi infancia que pasé en el campo. Fue un año de huelgas, disturbios y matanzas inspiradas por la policía, y supongo que mi padre prefirió que su familia permaneciera lejos de la ciudad, en nuestra tranquila finca del campo, en donde la popularidad de que gozaba entre los campesinos podía mitigar, tal como adecuadamente intuyó, los riesgos de los desórdenes. Fue también un invierno especialmente riguroso, que produjo toda la nieve que Mademoiselle hubiese podido esperar de la penumbra hiperbórea de la remota Moscovia. Cuando se apeó en la pequeña estación de Siverski, desde la cual todavía tenía que recorrer casi diez kilómetros en trineo para llegar a Vyra, no me encontraba en el andén para recibirla; pero eso es lo que hago ahora cuando intento imaginar lo que vio y sintió en esa última etapa de su fabuloso e inoportuno viaje. Su vocabulario ruso estaba formado, es cierto, por una breve palabra, la misma solitaria palabra que años más tarde se llevaría a su regreso a Suiza. Esta palabra, que en su pronunciación podría ser transcrita fonéticamente como «giddy-eh» (de hecho se trata de gde, con una e como la del yet inglés), significaba «¿Dónde?». Y eso era mucho. Cuando la emitía ella, a semejanza del estridente grito de un pájaro perdido, acumulaba semejante fuerza interrogadora que le bastaba para todas sus necesidades. «¿ Giddy-eh, giddy-eh?», gemía, no sólo para averiguar en dónde estaba sino también para expresar la suprema desgracia: la de ser una extranjera, náufraga, sin un céntimo, enferma, en pos de la bendita tierra donde por fin sería entendida.
Puedo visualizarla, por poderes, en mitad del andén que acaba de pisar, y mi enviado le ofrece vanamente un brazo que ella no ve. («Y me encontré allí, abandonada, comme la comtesse Karenine», protestó quejumbrosamente más tarde, de forma elocuente ya que no correcta.) La puerta de la sala de espera se abre con un gemido especial, propio de los días en los que la helada ha sido más intensa; una bocanada de aire caliente sale hacia el exterior, casi tan profusa como el vapor que emite la jadeante locomotora; y se le acerca nuestro cochero Zahar, un hombre corpulento que lleva una zamarra de cordero con el pelo hacia adentro y cuyos enormes guantes asoman por la faja roja donde se los ha guardado. Oigo crujir la nieve bajo sus botas de fieltro mientras se encarga del equipaje, y luego las tintineantes guarniciones, y después su nariz, que se limpia con un diestro ademán del pulgar y el índice, un pellizco-seguido-de-una-sacudida, sin interrumpir su marcha hacia el trineo. Lentamente, con sombría aprensión, «Madmazelya», como la llama el criado, monta en el trineo, agarrándose a él porque está muerta de pánico por temor a que el vehículo se mueva antes de que su vasta forma quede encajada y a salvo. Finalmente, se aposenta con un gruñido y confía los puños a su pequeño manguito afelpado. Al oír el húmedo chasquido de los labios del cochero, los dos caballos negros, Zoyka y Zinka, tensan sus cuartos traseros, mueven los cascos, vuelven a tensarse; y luego Mademoiselle se cae hacia atrás cuando el pesado trineo se ve arrancado de su mundo de acero, piel y carne, para entrar en un medio libre de fricción por el que se desliza a lo largo de un camino espectral que parece casi no tocar.
Durante un momento, gracias a la repentina irradiación de una solitaria farola'situada al final de la plaza de la estación, una sombra exageradísima, portadora también de un manguito, corre junto al trineo, remonta la cuesta de una ola de nieve, y desaparece, dejando que Mademoiselle sea engullida por lo que, posteriormente, llamará, con tanto temor como entusiasmo, «le steppe». Una vez en la ilimitada penumbra, el intermitente centelleo de las remotas luces del pueblo será para ella el guiño de los amarillos ojos de los lobos. Tiene frío, está congelada hasta el punto de ser incapaz de moverse, helada «hasta el centro mismo de su cerebro», porque suele elevarse con las hipérboles más rebuscadas cuando no se arrastra por los dichos más pedestres. De vez en cuando vuelve la vista atrás para asegurarse de que el segundo trineo, en el que viajan su baúl y su caja de sombreros, la sigue, siempre a la misma distancia, como esos amistosos buques fantasma de los que suelen hablar los exploradores de las aguas polares. Y permítaseme que no me olvide de la luna: porque por fuerza tiene que haber luna, ese redondo e increíblemente claro disco que tan bien armoniza con las tremendas heladas rusas. De modo que ahí asoma, saliendo de entre un rebaño de nubecitas moteadas a las que tiñe de vagas iridiscencias; y, a medida que se remonta en el aire, va glaseando las huellas dejadas por los esquíes en la calzada, donde cada centelleante onda de nieve queda subrayada por una hinchada sombra.