El resto de la galería compensaba el carácter severo de este vestíbulo. Mr. Cummings era un maestro del ocaso. Sus pequeñas acuarelas, adquiridas en diferentes momentos a cinco o diez rublos cada una por diversos miembros de la familia, llevaban una existencia bastante precaria dado que iban alejándose hacia rincones cada vez más oscuros hasta quedar por fin completamente eclipsadas por alguna elegante fiera de porcelana o una fotografía enmarcada. Después de haberme enseñado no solamente a dibujar cubos y conos sino también a dar sombra con suaves y oblicuas líneas convergentes a aquellas de sus partes que debían quedar eternamente de espaldas a mí, el amable y anciano caballero se divertía pintando ante mis ojos hechizados sus húmedos paraísos: un anochecer de verano con un cielo anaranjado, un pastizal que terminaba en la franja negra de un lejano bosque, y un río luminoso que repetía el cielo y se alejaba infinitamente, serpenteando cada vez más lejos.
Posteriormente, de 1910 a 1912, más o menos, ocupó su lugar el conocido «impresionista» (término de la época) Yaremich; un tipo carente de humor y educación, partidario del estilo «osado» a base de chafarrinadas de colores diluidos y pinceladas sepia y pardo oliváceo, por medio de las cuales tenía yo que reproducir en enormes hojas de papel gris formas humanoides que modelábamos en plastelina y colocábamos en actitudes teatrales contra un fondo de terciopelo con multitud de pliegues y efectos de sombra. Era una deprimente combinación de, como mínimo, tres artes diferentes, todas ellas imprecisas, y al final me rebelé.
Le sustituyó el famoso Dobuzhinski, al que le gustaba darme sus clases sobre la superficie del piano nobileque había en una de las bonitas salas de la planta baja, y en la que él entraba con un paso particularmente insonoro, como si temiera despertarme del estupor en que me sumía durante los ratos en que escribía mis versos. Me hacía representar de memoria, y con todo el detalle que me fuera posible, objetos que sin duda había visto yo mil veces sin haberlos visualizado adecuadamente: una farola, un buzón de correos, el dibujo de tulipanes del cristal emplomado de la puerta de la calle. Quiso enseñarme a encontrar las ocultas coordinaciones geométricas existentes entre las delgadas ramas de los árboles deshojados de los bulevares, un sistema de vanados toma y daca visuales que exigían una gran exactitud en la expresión lineal que no llegué a alcanzar en mi adolescencia, pero que apliqué de forma agradecida en mi fase adulta, no sólo para dibujar los genitales de las mariposas durante los siete años que pasé en el Museo de Zoología Comparada de Harvard, cuando me sumergía en el luminoso pozo de los microscopios para registrar con tinta china tal o cual estructura nueva; sino también, quizá, para ciertas aplicaciones de la cámara lúcida que he utilizado en la composición literaria. Sentimentalmente, sin embargo, siento una deuda mayor incluso para con los ejercicios de color realizados anteriormente con mi madre y su ex maestro. Con qué alegría se sentaba Mr. Cummings en un taburete, retiraba con las dos manos hacia atrás las colas de su —¿qué? ¿llevaba levita? Sólo veo el ademán— y procedía a la apertura de la negra caja metálica de pinturas. Me gustaba la agilidad con que empapaba su pincel en los diversos colores, con el acompañamiento del rápido entrechocar de los diversos recipientes esmaltados en los que los intensos rojos y amarillos rozados por el pincel se encontraban apetitosamente ofrecidos; y, tras haber recolectado su miel de este modo, dejaba el pincel de planear y zambullirse, y, con dos o tres barridos de su lozana punta, empapaba el papel «Vatmanski» con una regular extensión de cielo anaranjado sobre el que, mientras ese cielo permanecía aún húmedo, quedaba depositada luego una nube alargada de color negro rojizo.
—Y eso es todo, querido muchacho —solía decir él—. Este es todo el secreto.
En una ocasión conseguí que me dibujara un tren expreso. Vi cómo su hábil lápiz iba creando las formas del quitapiedras y los complicados faros delanteros de una locomotora que parecía haber sido comprada de segunda mano para la compañía Transiberiana después de que hubiera cumplido su deber, en los años sesenta, en Promontory Point, estado de Utah. Después la seguían cinco decepcionantes vagones muy feos. Una vez terminado el conjunto, perfilaba con cuidadosas sombras el humo que salía de la gruesa chimenea, inclinaba la cabeza, y, tras un momento de satisfecha contemplación, me daba el dibujo. Yo también intenté poner cara de satisfacción. Se le había olvidado el ténder.
Un cuarto de siglo después averigüé dos cosas: que Burness, que para entonces ya había fallecido, había tenido fama en Edimburgo como erudito traductor de los poemas románticos rusos que fueron el altar y el frenesí de su adolescencia; y que mi humilde profesor de dibujo, cuya edad solía yo sincronizar con la de mis tío-abuelos y ancianos criados de la familia, se había casado con una joven estonia, aproximadamente por la misma época en que yo me casé. Cuando me enteré de este acontecimiento ulterior sentí una extraña conmoción; era como si la vida me hubiera usurpado mis derechos creativos entrometiéndose más allá de los límites subjetivos que de forma tan elegante y económica habían quedado establecidos en los recuerdos de infancia que me parecía haber firmado y sellado personalmente.
—¿Y qué sabe de Yaremich? —le pregunté a M. V. Dobuzhinski, una tarde de verano de los años cuarenta, mientras paseábamos por un hayedo de Vermont—. ¿Aún se le recuerda?
—Desde luego que sí —contestó Mstislav Valerianovich—. Era un hombre excepcionalmente dotado. Ignoro si era un buen profesor, pero sí sé que tú eras el peor alumno que haya tenido jamás.
CAPITULO QUINTO
1
He notado a menudo que después de haberle prestado a uno de los personajes de mis novelas algún apreciado elemento de mi pasado, este elemento acababa languideciendo en el mundo artificial en donde con tanta brusquedad lo había situado. Aunque seguía presente en mis recuerdos, su calor personal y su antiguo atractivo desaparecían y, con el tiempo, acababa por identificarse mucho más con la novela que con mi anterior yo, en donde parecía estar completamente a salvo de las intromisiones del artista. En mi memoria se han derrumbado las casas tan silenciosamente como ocurría en las películas mudas de antaño, y el retrato de mi institutriz francesa, que una vez presté al muchacho que aparecía en uno de mis libros, se va desvaneciendo rápidamente desde que quedó englobado en la descripción de una infancia completamente distinta de la mía. El hombre que soy se rebela contra el creador de ficciones, y éste es mi desesperado intento de salvar lo poco que queda de la pobre Mademoiselle.
Esa mujer alta y robusta entró en nuestra existencia en diciembre de 1905, cuando yo tenía seis años y mi hermano cinco. Ahí está. Veo con la mayor claridad su abundante melena negra, peinada hacia arriba y que empezaba encubiertamente a encanecer; las tres arrugas de su austera frente; sus ceñudas cejas; sus ojos acerados tras los quevedos de montura negra; esa sombra de bigote; esa tez salpicada de erupciones que en los momentos de ira deja aparecer un enrojecimiento adicional en la zona de la tercera, y más amplia, de sus barbillas, que con tanta majestuosidad se extiende sobre la envolantada elevación de su blusa. Y ahora se sienta, o mejor dicho, emprende la tarea de sentarse, temblando la gelatina de su papada, dejando caer penosamente sus prodigiosas posaderas, con tres botones a un lado; luego, en el último segundo, rinde su masa al sillón de mimbre, que, de puro pánico, estalla en una salva de crujidos.