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Mr. Burness era un escocés grandote de florido rostro, ojos azul pálido y lacio pelo pajizo. Dedicaba las mañanas a dar lecciones en una escuela de idiomas, y luego acumulaba por las tardes más clases particulares de las que cabían holgadamente en esas horas. Como viajaba de una parte a otra de la ciudad se veía obligado a depender del torpe trote de los abatidos caballos izvozchik(de alquiler) para llegar a casa de sus alumnos, se presentaba, si tenía suerte, con un cuarto de hora de retraso como mínimo para su clase de las dos (dondequiera que tuviese que darla), pero llegaba más tarde de las cinco para la de las cuatro. La tensión que suponía esperarle y confiar en que, por una vez, su sobrehumana tenacidad cedería ante el gris muro de cierta nevada especialmente impenetrable, constituía uno de esos sentimientos que confiamos no volver a experimentar en la vida de adulto (pero que volví a padecer cuando las circunstancias me forzaron a dar lecciones y cuando, en mis habitaciones amuebladas de Berlín, tuve que esperar a cierto alumno de pétrea expresión que comparecía siempre, a pesar de los obstáculos que yo iba interponiéndole mentalmente en su camino).

La misma oscuridad que iba cerrándose en la calle parecía un subproducto de los esfuerzos de Mr. Burness por llegar a nuestra casa. Al final se presentaba el criado para cerrar los voluminosos postigos azules y correr las floreadas cortinas. El tic-tac del reloj de pared del aula sonaba con una entonación cada vez más monótona y enervante. La presión de mis apretados calzoncillos sobre la ingle y el áspero tacto de los calcetines negros rozándome la cara interior de mis piernas dobladas se combinaban con la leve presión de una humilde necesidad, cuya satisfacción me empeñaba en seguir aplazando. Transcurría casi una hora sin que hubiera señales de Mr. Burness. Mi hermano se iba a su habitación y tocaba al piano algún estudio, y luego se empeñaba en interpretar una y otra vez algunas de las melodías que más detestaba yo: las consignas dadas a las flores artificiales en Fausto (... dites-lui qu'elle est belle...) o la queja de Vladimir Lenski (... Koo-dah, koo-dah, koo-dah vi udalilis'). Yo solía entonces bajar del último piso, que era el de los niños, deslizándome lentamente por la barandilla hasta el segundo, en donde se encontraban las habitaciones de mis padres. Las más de las veces ellos habían salido de casa a esta hora, y la creciente penumbra de aquellas habitaciones actuaba sobre mis jóvenes sentidos de forma curiosamente teológica, como si esta acumulación de cosas conocidas en la oscuridad hiciera los mayores esfuerzos por ir formando la imagen definida y permanente que acabó quedándoseme grabada gracias a esta repetida exposición.

Las tinieblas sepia de la tarde ártica de pleno invierno invadían las habitaciones e iban espesándose hasta reducirlo todo a un opresivo color negro. Aquí un ángulo broncíneo, allí una superficie de cristal o de caoba lustrosa en medio de la oscuridad, reflejaban los restos de luz procedentes de la calle, en donde los globos de las altas farolas alineadas en el centro de la calzada habían empezado a difundir su fulgor lunar. Sombras de gasa se agitaban en el techo. El seco sonido de un pétalo de crisantemo cayendo en aquel silencio sobre el mármol de una mesa tañía mis nervios.

El tocador de mi madre tenía un práctico mirador asomado a la calle Morskaya en dirección a la plaza Maria. Apoyando los labios en la delgada tela que velaba el cristal, saboreaba gradualmente el frío de su superficie a través del visillo. Algunos años más tarde, cuando estalló la Revolución, vi desde este mismo mirador varios combates, y también, por primera vez en mi vida, a un muerto: se lo llevaban en una camilla y, de la pierna que le colgaba, un mal calzado compañero intentó repetidas veces arrancarle la bota a pesar de los puñetazos y empujones que le daban los camilleros, y todo esto sin dejar de avanzar a un buen trote. Pero en la época de las lecciones de Mr. Burness no se veía nada más que la oscura y callada calle, y su hilera de farolas suspendidas en torno a las cuales pasaban una y otra vez los copos de nieve con movimientos graciosos y casi deliberadamente desacelerados, como si pretendieran mostrar cómo hacían este número y qué fácil era realizarlo. Desde otro ángulo se divisaba un flujo de nieve más generoso a la luz de una farola de gas más brillante y dotada de un nimbo violeta, y llegaba un momento en el que el recinto saledizo donde me encontraba parecía remontarse despacito hacia arriba, como un globo. Hasta que por fin, uno de los fantasmales trineos que se deslizaban por la calle se detenía, y con desgarbado apresuramiento Mr. Burness, envuelto en su shapkaforrada de zorro, corría hacia la puerta de casa.

Desde el aula, en donde yo le había precedido, oía sus vigorosos pasos acercándose con estrépito, y, por frío que fuese el día, su sonrojado rostro aparecía sudando abundantemente en el momento de entrar. Recuerdo la terrorífica energía con la que apretaba su pluma contra el papel al escribir con la letra redondilla más redonda que se pueda imaginar, la tarea que nos encargaba para que se la presentásemos en la siguiente lección. Al final de la clase solíamos conseguir que nos recitara cierto limericky la gracia consistía en que cada vez que aparecía en los versos la palabra «chillar», en lugar de ser pronunciada por él la sustituíamos nosotros por chillidos que emitíamos involuntariamente debido a que Mr. Burness nos pegaba un tremendo apretón en la mano que sostenía en su gruesa garra mientras iba diciendo los versos:

There was a young lady from Russia

Who (apretón) whenever you'd crush her.

She (apretón) and she (apretón)...

Cuando llegaba al tercero, el dolor que sentíamos era tan terrible que jamás seguíamos hasta el final.

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El tranquilo y barbudo caballero ligeramente jorobado, aquel anticuado Mr. Cummings que me dio clases en 1907 o 1908, había sido también profesor de dibujo de mi madre. Llegó a Rusia a comienzos de los años noventa como corresponsal e ilustrador del Graphicde Londres. Según las habladurías, su vida se había visto oscurecida por las desgracias matrimoniales. La melancólica dulzura de sus modales compensaba las limitaciones de su talento. Llevaba siempre un úlster, a no ser que hiciera un tiempo muy benigno, y entonces lo cambiaba por esos abrigos de lana pardo-verdosa conocidos con el nombre de loden.

A mí me cautivaba su manera de utilizar la goma especial de borrar que llevaba en el bolsillo del chaleco, su forma de tensar la página con una mano, y su modo de sacudir luego, con el dorso de los dedos, lo que él llamaba «las gutículas de la percha». Silenciosa y tristemente, ilustraba con ejemplos las leyes marmóreas de la perspectiva: largos y rectos trazos de su lápiz, sostenido con elegancia y de punta increíblemente afilada, hacían que las líneas de la habitación que él creaba de la nada (paredes abstractas, el techo y el piso empequeñeciéndose con la distancia) se unieran en un remoto punto hipotético con atormentadora y estéril precisión. Atormentadora porque me recordaba las vías del ferrocarril, simétrica y engañosamente convergentes ante los enrojecidos ojos de mi máscara favorita, un mugriento maquinista; y estéril porque esa habitación permanecía sin amueblar y completamente vacía, desprovista incluso de las neutras estatuas que suelen encontrarse en el vestíbulo de los museos.

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