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Otra parte del ritual consistía en subir con los ojos cerrados. «Escalón, escalón, escalón», iba diciendo la voz de mi madre mientras me llevaba hacia arriba, e, infaliblemente, la superficie de la nueva huella recibía el pie confiado del niño ciego; bastaba con levantarlo un poco más de lo usual para que la punta del zapato no chocase con la contrahuella. Esta ascensión lenta y en cierto modo sonambulística, realizada en una oscuridad engendrada por mí mismo, me permitía disfrutar de placeres obvios. El mayor de todos ellos era no saber cuándo llegaría el último peldaño. Al final de la escalera, levantaba automáticamente el pie al oír el engañoso aviso, «Escalón», y entonces, con una momentánea sensación de exquisito pánico y una brusca contracción muscular, el pie se hundía en el fantasma de un peldaño, acolchado, por así decirlo, con el material infinitamente elástico de su propia existencia.

Es sorprendente que mi lenta retirada a la cama fuera tan metódica. En efecto, esta complicada forma de subir la escalera revela ahora algunos valores trascendentales. De hecho, sin embargo, yo me limitaba a ganar tiempo ampliando al máximo cada segundo. Todo este proceso continuaba cuando mi madre me entregaba a Miss Clayton o a Mademoiselle para que me desnudaran.

En nuestra casa de campo había cinco baños, y toda una miscelánea de venerables lavamanos (uno de los cuales siempre iba a buscar a su oscuro escondrijo cada vez que lloraba, a fin de notar en mi hinchada cara, que tanto me avergonzaba mostrar, el tacto lenitivo del chorro que emitía cuando pisaba su herrumbroso pedal). Solíamos bañarnos regularmente al anochecer. Para las abluciones matutinas usábamos las bañeras redondas de caucho importadas de Inglaterra. La mía tenía un diámetro de un metro y veinte, y su borde me llegaba a la altura de la rodilla. Sobre la enjabonada espalda del niño agachado, un criado protegido por su delantal vertía con cuidado una jarra llena de agua. Su temperatura variaba de acuerdo con las ideas hidroterapéuticas de los sucesivos preceptores. Hubo un sombrío período, que coincidió con el despertar de la pubertad, en el que nuestro preceptor, que casualmente era estudiante de medicina, ordenó que nos rociaran con auténticos diluvios helados. Sin embargo, la temperatura de nuestro baño nocturno era constante, de 28° Réaumur (35° centígrados), medidos por un gran y comprensivo termómetro cuyo soporte de madera (sujeto con un cabo de húmeda cuerda por el agujero del asa) le permitía disfrutar del baño en compañía de los peces y cisnes de celuloide.

Los retretes estaban separados de los baños, y el más antiguo de todos era un cacharro bastante suntuoso pero más bien sombrío, con magníficos artesonados y un tirador de terciopelo rojo con una borla al final que, cuando lo accionabas, producía un gorgoteo y un engullimiento bellamente modulados y discretamente asordinados. Desde esa esquina de la casa se divisaba Héspero y se oían los ruiseñores, y fue allí donde, más tarde, compuse mis versos juveniles, dedicados a bellas mujeres a las que no había abrazado, y también el lugar donde estudié morosamente, en un escasamente iluminado espejo, la inmediata erección de un extraño castillo en una España desconocida. De pequeño, sin embargo, a mí me correspondía un retrete más modesto, situado en un estrecho hueco que había entre un gran cesto de mimbre que contenía la ropa sucia, y la puerta que conducía al baño de las habitaciones de los niños. Me gustaba que esta puerta permaneciera abierta; a través de ella veía, medio adormecido, el brillo del vapor que se elevaba por encima de la bañera de caoba, la fantástica flotilla de cisnes y esquifes, y también a mí mismo provisto de un arpa y a bordo de uno de los barcos, así como la peluda polilla que se golpeaba contra el reflector de una lámpara de keroseno, los cristales emplomados de la ventana, y sus dos alabarderos, que eran sendos rectángulos de color. Doblándome por la cintura en mi caliente asiento, me gustaba apoyar el centro de mi frente, específicamente su ofrión, en el liso y confortable borde de la puerta, y luego girar un poco la cabeza para que la puerta se moviese a un lado y a otro sin que su borde dejara de mantener su consolador contacto con mi frente. Un ritmo ensoñado permeaba mi ser. El reciente «escalón, escalón, escalón» era sustituido por el goteo de un grifo. Y, combinando fructíferamente el movimiento rítmico con el sonido rítmico, me entretenía en descifrar los dibujos del linóleo, y en localizar caras allí en donde una grieta o una sombra ofrecían a la vista algún point de repère. Quiero hacer un llamamiento a los padres: jamás, jamás en la vida hay que decirles a los niños eso de «Venga, date prisa».

La fase final en el curso de mi vaga navegación llegaba cuando arribaba a la isla de mi cama. Desde la terraza o desde el salón, en donde la vida continuaba sin mí, mi madre subía para traerme el cálido murmullo de su beso de buenas noches. Con los postigos cerrados, una vela encendida, Dulce Jesús, quietecito y tranquilo, noséqué-nosécuántos, el niño arrodillado sobre la almohada que pronto acogería su ronroneante cabeza. Las oraciones en inglés y el pequeño icono con un bronceado santo ortodoxo griego formaban una inocente asociación que recuerdo con placer; y encima del icono, en lo alto de la pared, allí donde la sombra de alguna cosa (¿del biombo de bambú que había entre la cama y la puerta?) ondeaba a la cálida luz de la vela, una acuarela enmarcada mostraba un crepuscular sendero que serpenteaba a través de uno de esos fantasmalmente densos hayedos europeos en los que no hay más sotobosque que la enredadera ni más ruidos que los fuertes latidos del propio corazón. En un cuento de hadas inglés que mi madre leyó en una ocasión, había un niño que saltaba de la cama para entrar directamente en un cuadro, y allí, montado en su caballo de juguete, avanzaba por un camino pintado entre árboles silenciosos. Mientras permanecía arrodillado sobre la almohada en una neblina de amodorramiento y talqueado bienestar, medio sentado en los gemelos y terminando a toda prisa la oración, me imaginaba que trepaba hasta el cuadro que colgaba encima de mi cama y me sumergía en el interior de aquel hayedo encantado, que, a su debido tiempo, llegué a visitar.

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Una desconcertante serie de nodrizas e institutrices inglesas, algunas de ellas retorciéndose nerviosas las manos, otras sonriéndome de forma enigmática, vienen a mi encuentro cuando vuelvo a entrar en mi pasado.

Entre ellas tuvimos a la lerda de Miss Rachel, a la que recuerdo casi sólo en relación con las galletas Huntley and Palmer (las magníficas galletas de almendra que aparecían en la primera capa de aquellas cajas de lata forradas con papel azul, y las insípidas coscaranas del fondo), que compartía ilícitamente conmigo después de que me lavase los dientes. Tuvimos también a Miss Clayton que, cuando me hundía en la silla, me metía el dedo entre dos vértebras y luego, sonriente, se ponía muy tiesa para mostrarme lo que quería de mí: me contó que un sobrino suyo de mi edad (cuatro años) criaba orugas, pero todas las que ella cogió para mí y guardó en una jarra destapada con unas hojas de ortiga, se escaparon una noche, y el jardinero dijo que se habían ahorcado. Tuvimos a la adorable Miss Norcott, morena y de ojos aguamarina, que perdió un guante blanco de niño en Niza o Beaulieu, que yo busqué vanamente en la playa, entre los guijarros coloreados y los glaucos pedacitos de cristal transformados por el mar. La encantadora Miss Norcott fue despedida bruscamente una noche en Abazzia. Me abrazó a la luz tenue de la madrugada, en las habitaciones de los niños, envuelta en un impermeable claro y llorando como un sauce babilónico, y aquel día no hubo modo de consolarme, ni siquiera con el chocolate que preparó especialmente para mí la vieja nodriza de los Peterson, ni con el pan con mantequilla especial, sobre cuya superficie mi tía Nata, captando hábilmente mi atención, dibujó una margarita, y después un gato, y luego la pequeña sirena cuya historia había estado leyendo con Miss Norcott, y que también nos había hecho derramar lágrimas, de modo que me puse a llorar otra vez. Y luego vino Miss Hunt, tan miope, cuya breve estancia con nosotros en Wiesbaden terminó el día en que mi hermano y yo —a los cuatro y cinco años respectivamente— conseguimos burlar su nerviosa vigilancia subiendo a bordo de un vapor que, antes de ser capturados de nuevo, nos permitió descender un buen tramo del Rhin. Y Miss Robinson, la de la nariz sonrosada. Y otra vez Miss Clayton. Y una persona horrible que me leía The Mighty Atom, de Marie Corelli. Y otras más. A partir de cierto momento desaparecieron de mi vida. Fueron sustituidas por otras de nacionalidades francesa y rusa; y el escaso tiempo que nos quedó para hablar en inglés fue el de algunas clases ocasionales con dos caballeros, Mr. Burness y Mr. Cummings, ninguno de los cuales se alojaba con nosotros. En mis recuerdos aparecen ambos relacionados con los inviernos en San Petersburgo, donde teníamos una casa en la calle Morskaya.

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