Siempre me estremecía de horror al abrir su cómoda, en cuyos cajones solía serpentear un revuelto fárrago de trapos, cintas, trozos de seda, el pasaporte, un tulipán marchito, pedazos sueltos de pieles comidas por las polillas, un amplio surtido de anacronismos (polainas, por ejemplo, de las que llevaban las jovencitas hace siglos) y otras muestras no menos disparatadas de porquerías mil. Frecuentemente, además, caía sobre el maravillosamente organizado cosmos de mis cosas un diminuto y sucísimo pañuelo de encaje, o alguna media suelta y rota. Cualquiera hubiese dicho que sus duras rodillas eran capaces de romper todo cuanto rozaban.
Tampoco entendía ni jota acerca del funcionamiento de un hogar. Sus fiestas eran espantosas. Siempre había, en un platillo, chocolatinas rotas, como las que ofrecería a sus invitados una pobre familia de provincias. A veces me preguntaba a mí mismo ¿por qué la amo? Tal vez por el cálido iris avellana de sus plumosos ojos, o por el ondulado natural de su cabello castaño, o tal vez debido a cierto ademán especial de sus redondeados hombros. Pero probablemente la verdad fuese que la amaba porque ella me amaba a mí. Para ella yo era el hombre ideal: inteligente, con agallas. Y no había ninguno que vistiese mejor que yo. Recuerdo que, cuando estrené mi smoking, ella entrelazó las manos, se hundió en una butaca, y murmuró: «Oh, Hermann...» Aquel embeleso rozaba casi la adoración.
Con el tal vez inadecuado propósito de, embelleciendo más incluso la imagen del hombre al que ella amaba, hacerle un favor a Lydia y proporcionarle una felicidad aún mayor, me aproveché de la confianza que tenía en mi palabra para, durante los diez años que vivimos juntos, contarle un número de mentiras sobre mí, mi pasado y mis aventuras tan disparatado que excedía con mucho la capacidad de almacenamiento de mi mente, siempre presta para toda clase de referencias. Pero ella lo olvidaba todo. Su paraguas pasaba, por turnos, temporadas en casa de todos nuestros conocidos; su barra de labios aparecía en lugares tan incomprensibles como el bolsillo de la camisa de su primo; la noticia que yo había leído en el diario de la mañana me la contaba por la noche, más o menos de la siguiente forma: «Veamos, dónde lo leí, y qué era exactamente... Ay..., pero si lo tenía en la punta de la lengua... ¡Anda, ayúdame tú, por favor!» Darle una carta para que ella se encargase de echarla al correo equivalía a tirarla al río y dejar el resto a la intuición de la corriente y a los ocios piscatorios del destinatario.
Mezclaba fechas, nombres, caras. Una vez hecha una invención, jamás volvía yo sobre ella; y Lydia la olvidaba enseguida, y la anécdota se hundía hasta el fondo de su conciencia, pero siempre quedaban en la superficie los permanentemente renovados anillos de su humilde y cautivada admiración. Su amor casi cruzaba la frontera que limitaba todos sus demás sentimientos. Ciertas noches, cuando rimaban junio y plenilunio, sus pensamientos más profundamente posados se convertían en tímidos nómadas. Esta situación no duraba, y esos pensamientos no llegaban muy lejos, y el mundo volvía a cerrarse con cerrojo; un mundo, por otro lado, muy simple, tanto que la mayor complicación que podía albergar apenas si era la búsqueda de un número de teléfono que Lydia había anotado en una de las páginas de un libro que ella misma le había prestado precisamente a la persona a quien quería llamar.
Era rolliza, baja, bastante amorfa, pero a mí sólo me excitan las gorditas. De nada me sirve la señorita alargada, la moderna descarnada, la orgullosa puta lista que sube y baja por Tauentzienstrasse con sus relucientes botas bien atadas. No sólo me he sentido siempre eminentemente satisfecho por mi sumisa compañera de lecho, por sus querubínicos encantos, sino que últimamente he notado, con agradecimiento hacia la naturaleza y un estremecimiento de sorpresa, que la violencia y la dulzura de mis alegrías nocturnas crecían hasta alcanzar un vértice exquisito gracias a cierta aberración que, al parecer, no es tan infrecuente entre treintañeros hipersensibles como al principio creí. Me refiero a un conocido tipo de «disociación». En mí empezó de manera fragmentaria unos meses antes del viaje a Praga. Por ejemplo, me encontraba en cama con Lydia, llegando ya a la conclusión de la breve serie de caricias preparatorias a las que se suponía que ella tenía derecho, cuando de repente mi conciencia me decía que aquel diablillo de la Escisión se había hecho con el poder. Sepultado mi rostro en los pliegues del cuello de Lydia, y mientras sus piernas comenzaban a entrelazarme, el cenicero, golpeado, caía al suelo desde la mesilla de noche, el universo entero caía tras él... y al mismo tiempo, incomprensible y deliciosamente, me encontraba en pie, plantado en el centro mismo de la habitación, apoyada una mano en el respaldo de la silla en donde ella había dejado las medias y las bragas. La sensación de encontrarme en dos sitios a la vez me proporcionaba una excitación extraordinaria; pero esto no fue nada comparado con lo que tenía que venir después. En mi impaciencia por escindirme, me llevaba a Lydia a la cama tan pronto como terminábamos la cena. La disociación había alcanzado ahora su fase perfecta. Me sentaba en una butaca a media docena de pasos de la cama en la que Lydia había sido adecuadamente instalada y distribuida y, desde mi mágico punto de vista, contemplaba las ondulaciones y estremecimientos que recorrían de arriba abajo mi musculosa espalda, a la luz de laboratorio de una potente lámpara que, desde la mesilla de noche, hacía resaltar un destello madreperla en el rosa de sus rodillas, un brillo bronceado en la melena que se le diseminaba por la almohada... que eran los únicos pedacitos de ella que conseguía ver mientras esa espalda mía tan ancha no se apartaba para mostrar de nuevo su jadeante cara frontal al atento público. La fase siguiente llegó cuando comprendí que cuanto mayor era el intervalo que separaba mis dos yoes, mayor también era mi éxtasis; por consecuencia, decidí sentarme cada noche unos cuantos centímetros más apartado de la cama, y pronto las patas traseras de la butaca llegaron al umbral de la abierta puerta del dormitorio. Con el tiempo llegué a encontrarme sentado en la salita, mientras seguía haciendo el amor en la habitación. No bastaba. Anhelaba descubrir algún medio que me permitiera alejarme al menos cien metros del iluminado escenario en donde yo mismo estaba actuando; anhelaba contemplar esa escena del dormitorio desde un remoto anfiteatro perdido en la neblina azul bajo las alegorías flotantes de una estrellada cúpula; contemplar a una pareja, pequeña pero bien perfilada y activa, por medio de unos anteojos de ópera, unos prismáticos de campaña, un tremendo telescopio, algún instrumento óptico de poder hasta ahora desconocido y que iría creciendo en proporción a mi cada vez mayor arrobamiento. De hecho, jamás retrocedí más allá de la cómoda de la salita, e incluso en esta posición me encontré con que mi visión de la cama quedaba obstaculizada por el marco de la puerta, a no ser que abriese el armario del dormitorio y obtuviese así una visión del reflejo de la cama en el espejo o spiegeloblicuo. Hasta que, ay, una noche de abril, mientras las arpas de la lluvia gorgoteaban afrodisíacamente en la orquesta, y estaba sentado yo a la máxima distancia, en la fila quince, dispuesto a contemplar un espectáculo excepcional —y que, en efecto, había comenzado ya, con mi yo escénico en colosal forma, y más imaginativo que nunca—, me llegó, procedente de la lejana cama en la que yo creía encontrarme, el bostezo de Lydia y su voz estúpida diciéndome que, si no pensaba meterme en cama aún, le llevase el libro rojo que se había dejado en la salita. El libro se encontraba, efectivamente, en la consola junto a mi butaca, y más que llevárselo lo arrojé hacia la cama con un revoloteo de páginas agitadas. Este sobresalto tan extraño como espantoso rompió el hechizo. De repente yo era como un ave insular perteneciente a una especie que ha perdido la capacidad de elevarse en el aire y que, como el pingüino, vuela sólo en sueños. Hice los mayores esfuerzos por recobrar la escisión, y tal vez lo habría logrado a la postre, si no hubiera sido porque una obsesión nueva y maravillosa obliteró en mí todo deseo de reanudar aquellos divertidos pero más bien triviales experimentos.