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y no me lamentaré,

no, no me lamentaré.

En este momento se produjo un incidente. Aliocha estornudó. En el banco se hizo el silencio. Alexei se levantó y fue hacia la pareja. Entonces pudo ver que, en efecto, el cantante era Smerdiakov. Iba vestido de punta en blanco, con el pelo abrillantado, e incluso rizado, al parecer, y relucientes las botas. María Kondratievna, la hija de la propietaria, no era fea, pero tenía la cara redonda y sembrada de pecas. Llevaba un vestido azul claro con una cola que no se acababa nunca.

—¿Vendrá pronto mi hermano Dmitri? —preguntó Aliocha con toda la calma que pudo aparentar.

Smerdiakov se levantó lentamente. Su compañera hizo lo mismo.

—Yo no estoy enterado de las idas y venidas de Dmitri Fiodorovitch, porque no soy su guardián —repuso Smerdiakov con gran aplomo y cierto matiz de desdén.

—Lo he preguntado por si acaso usted lo sabía —dijo Aliocha.

—Ni sé dónde está ni quiero saberlo.

—Mi hermano me ha dicho que usted le informa de todo lo que sucede en la casa y que, además, le ha prometido avisarle si llega Agrafena Alejandrovna.

Smerdiakov, impasible, alzó la vista y la fijó en Aliocha.

—¿Cómo se las ha arreglado usted para entrar? Hace una hora que el cerrojo está echado.

—He saltado la valla. Perdóneme, María Kondratievna. Deseo ver a mi hermano cuanto antes.

—¿Habrá alguien capaz de quererle mal? —murmuró la joven, halagada—. Así suele introducirse Dmitri Fiodorovitch en el pabellón. Cuando uno lo ve, ya está instalado.

—Voy en su busca. Necesito verle. ¿No podrían decirme dónde está en este momento? Se trata de un asunto importante y que le interesa.

—Nunca nos dice adónde va —balbuceó María Kondratievna.

—Incluso aquí, en esta casa amiga, su hermano me acosa con sus preguntas sobre mi amo. Qué pasa en su casa, quién viene, quién sale, si hay alguna novedad... Dos veces me ha amenazado de muerte.

—¿Es posible? —exclamó Aliocha, atónito.

—Un hombre de su carácter no se detiene ante nada. ¡Si lo hubiese oído ayer! «Si Agafrena Alejandrovna logra burlarme y pasar la noche en casa con el viejo, no respondo de tu vida», me dijo. Me da tanto miedo su hermano, que si me atreviera lo denunciaría. Es capaz de todo.

—El otro día —añadió María Kondratievna— le dijo: «Te machacaré en un mortero.»

—Eso es hablar por hablar —respondió Aliocha—. Si pudiera verle, le diría algo sobre esto.

—Le voy a decir lo que sé —dijo Smerdiakov, después de reflexionar un momento—. Vengo aquí con frecuencia como vecino. No hay ningún mal en ello. Iván Fiodorbvitch me ha enviado hoy, a primera hora, a casa de Dmitri Fiodorovitch, calle del Lago, para decirle que acudiese sin falta a la taberna de la plaza, donde comerían juntos. He ido, pero ya no le he encontrado. Eran las ocho. Su patrón me ha dicho textualmente: «Ha venido y se ha marchado.» Cualquiera diría que están de acuerdo. En este momento tal vez esté en la taberna con Iván Fiodorovitch, que no ha venido a comer a casa. Fiodor Pavlovitch hace ya una hora que ha comido y ahora está durmiendo la siesta. Pero le ruego encarecidamente que no diga nada de esto. Es capaz de matarme por cualquier nimiedad.

—¿De modo —dijo Aliocha— que mi hermano Iván ha citado a Dmitri en la taberna?

—Sí.

—¿En esa taberna que hay en la plaza y que se llama «La Capital» ?

—Exactamente.

Aliocha daba muestras de gran agitación.

—Gracias, Smerdiakov. La noticia es importantísima. Voy ahora mismo a la taberna.

—No me descubra.

—Descuide. Me presentaré allí como por casualidad.

—¿Adónde va por ahí? —exclamó María Kondratievna—. Voy a abrirle la puerta.

—No, por aquí es más corto el camino. Saltaré la valla.

Impresionado por la noticia de la cita, Aliocha corrió a la taberna. No le parecía prudente entrar tal como iba vestido; preguntaría en la escalera por sus hermanos y los haría salir. Cuando se acercaba a la taberna, se abrió una ventana y desde ella le gritó Iván:

—¡Aliocha!, ¿puedes venir para estar conmigo un rato? Te lo agradeceré de veras.

—No sé si con este hábito...

—Estoy en un comedor particular. Entra en la escalera. Voy a tu encuentro.

Un momento después, Aliocha estaba sentado a la mesa en que Iván comía solo.

CAPITULO III

Los hermanos se conocen

El comedor particular consistía simplemente en que la mesa de Iván, próxima a la ventana, estaba protegida por un biombo de las miradas indiscretas. Se hallaba al lado del mostrador, en la primera sala, por la que circulaban los camareros continuamente. El único cliente era un viejo militar que tomaba el té en un rincón. De las otras salas llegaba el rumoreo propio de esta clase de establecimientos: llamadas, estampidos de botellas al descorcharse, el choque de las bolas en las mesas de billar. Se oía un organillo. Aliocha sabía que a su hermano no le gustaban estos locales, y no iba a ellos casi nunca. Por lo tanto, su presencia allí no tenía más explicación que la cita que había dado a Dmitri.

—Voy a decir que traigan una sopa de pescado a otra cosa. No vas a vivir de té solamente —dijo Iván, que parecía encantado de la presencia de Aliocha. Había terminado ya de comer y estaba tomando el té.

—De acuerdo. Y después de la sopa, té —dijo alegremente Aliocha—. Tengo apetito.

—Y cerezas en dulce, ¿no? ¿Te acuerdas de cómo te gustaban cuando eras niño y estabas en casa de Polienov?

—¿Conque te acuerdas? Sí, quiero cerezas: todavía me gustan.

Iván llamó al camarero y pidió una sopa de pescado, té y cerezas en dulce.

—Me acuerdo de todo, Aliocha. Entonces tú tenías once años y yo quince. A esta edad, y con cuatro años de diferencia, la camaradería entre los hermanos es imposible. Ni siquiera sé si te quería. Durante los primeros años de mi estancia en Moscú no pensaba en ti. Luego, cuando tú llegaste, creo que sólo nos vimos una vez. Y ahora, en los tres meses que llevo aquí, hemos hablado muy poco. Mañana me voy, y hace un momento estaba pensando cómo podría verte para decirte adiós. O sea que has llegado oportunamente.

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