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Todo se desarrolló sin obstáculos. Aliocha franqueó la valla casi por el mismo sitio que el día anterior y se dirigió furtivamente al pabellón. No quería que le viesen. Tanto la propietaria como Foma podían estar de parte de su hermano y seguir sus instrucciones, en cuyo caso, o le expulsarían o advertirían de su presencia a Dmitri apenas le viesen llegar.

Se sentó en el mismo sitio que el día anterior y esperó. El día era igualmente hermoso, pero el pabellón le pareció más destartalado que la víspera. El vasito de coñac había dejado una señal redonda en la mesa verde. A su mente empezaron a acudir ideas extrañas, como ocurre siempre en el tedio de las esperas. ¿Por qué se había sentado en el mismo sitio que el día anterior y no en otro cualquiera? Se apoderó de él una vaga inquietud. Llevaba no más de un cuarto de hora, cuando, desde el matorral que había a unos veinte pasos del pabellón, llegaron a él los acordes de una guitarra. Aliocha se acordó de que el día anterior había visto cerca de la valla, a la izquierda, un banco rústico. De él salían los sonidos musicales. Acompañándose con los acordes de la guitarra, una voz de tenorino cantó con floreos de gañán:

—Una fuerza implacable

me ata a mi bienamada.

Señor, ten piedad

de ella y de mí,

de ella y de mí.

El cantante enmudeció. Otra voz, ésta de mujer, acariciadora y tímida, murmuró:

—¿Cómo es que le vemos tan poco, Pavel Fiodorovitch? Nos tiene usted olvidadas.

—Eso no —repuso la voz de hombre, firme pero cortésmente.

Se vela que era el hombre el que dominaba y que la mujer se sometía gustosa a este dominio.

«Debe de ser Smerdiakov —pensó Aliocha—. Por lo menos, ésa es su voz. La mujer es sin duda la hija de la propietaria, esa que ha vuelto de Moscú y va con vestido de cola a buscar sopa a casa de Marta Ignatievna.»

—Los versos me encantan cuando son armoniosos —prosiguió la voz de mujer—. Continúe.

La voz del tenor siguió cantando:

—La corona no me importa

si mi amiga se porta bien.

Señor, ten piedad

de ella y de mí,

de ella y de mí.

—Estaría mejor —opinó la mujer— decir, después de eso de la corona, «si mi amada se porta bien». Resultaría más tierno.

—Los versos son verdaderas simplezas —afirmó Smerdiakov.

—¡Oh, no! Yo adoro los versos.

—No hay nada más tonto. En seguida me dará la razón. ¿Acaso nosotros hablamos en rimas? Si las autoridades nos obligaran a hablar en verso, ¿duraría esto mucho? Los versos no son cosa sería, María Kondratievna.

—¡Qué inteligente es usted! ¿Dónde ha aprendido todo eso? —dijo la voz de mujer con acento cada vez más acariciador.

—Pues aún sabría mucho más si la suerte no me hubiera sido adversa. Y, en este caso, habría matado en duelo a todo el que me llamara desgraciado por no tener padre y haber nacido de una mujer hedionda. Esto me lo echaron en cara en Moscú, donde lo sabían por Grigori Vasilievitch. Grigori me reprocha que me rebele contra mi nacimiento. «Destrozaste las entrañas a tu madre.» Cierto, pero habría preferido morir en su vientre que venir al mundo. En el mercado se decía, como me ha contado su madre con su falta de delicadeza, que la mía era una tiñosa que apenas medía metro y medio de altura... Odio a Rusia, María Kondratievna.

—Si fuese usted húsar, no hablaría así, sino que desenvainaría su sable para defender a Rusia.

—No solamente no quiero ser húsar, María Kondratievna, sino que deseo la supresión de todo el ejército.

—Y si viene el enemigo, ¿quién nos defenderá?

—¿Para qué queremos que nos defiendan? En mil ochocientos doce, Rusia fue víctima de la gran invasión de Napoleón primero, el padre del actual. Fue una lástima que los franceses no nos conquistasen, que una nación inteligente no sojuzgara a un pueblo estúpido. Si nos hubiesen conquistado, ¡qué distinto habría sido todo!

—¿O sea que valen más que nosotros? Pues yo no cambiaría uno de nuestros buenos mozos por tres ingleses —dijo María Kondratievna con voz dulce y sin duda acompañando sus palabras de la mirada más lánguida.

—Eso va en gustos.

—Usted es como un extranjero entre nosotros, el más noble de los extranjeros: no me da vergüenza decírselo.

—Verdaderamente, en la maldad, la gente de allí y de aquí se parece. Todos son unos granujas, con la diferencia de que el bribón extranjero lleva botas lustradas y el bribón ruso vive sumergido en la miseria sin lamentarse. Convendría fustigar al pueblo ruso, como decía ayer Fiodor Pavlovitch, con sobrada razón, aunque esté tan loco como sus hijos.

—Sin embargo, a usted le infunde un gran respeto Iván Fiodorovitch: usted mismo me lo ha dicho.

—No obstante, me ha llamado ganapán maloliente. Me considera un revolucionario, pero está equivocado. Si yo tuviese dinero, haría tiempo que me habría marchado de Rusia. Dmitri Fiodorovitch se conduce peor que un lacayo, es un manirroto, un inútil. Sin embargo, todo el mundo se inclina ante él. Yo no soy más que un marmitón, desde luego, pero, con un poco de suerte, podría abrir un restaurante en Moscú, en la calle de San Pedro. Yo guiso platos a la carta, y en Moscú eso sólo lo saben hacer los extranjeros. Dmitri Fiodorovitch es un desharrapado, pero si desafía a un conde, éste acudirá al campo del honor. Pues bien, ¿qué tiene ese hombre que no tenga yo? El es mucho más ignorante. ¡Cuánto dinero ha despilfarrada!

—¡Un duelo! ¡Qué interesante! —observó María Kondratievna.

—¿Por qué?

—Es impresionante tanta bravura, sobre todo si se enfrentan dos oficiales jóvenes, pistola en mano, por una mujer hermosa. ¡Qué cuadro! Si se permitiera asistir a las mujeres, yo no faltaría.

—Para mirarlo no está mal, pero cuando el blanco es la cabeza de uno, el espectáculo carece de atractivo. Usted echaría a correr, María Kondratievna.

—¿Y usted? ¿Saldría corriendo?

Smerdiakov no se dignó contestar. Tras una pausa, se oyó un nuevo acorde y la voz de falsete entonó la última copla.

—Aunque me pese,

me voy a ir de aquí

para gozar de la vida.

Me estableceré en la capital

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