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Se casó dos veces y tuvo tres hijos; el mayor, Dmitri, del primer matrimonio, y los otros dos, Iván y Alexei, del segundo. Su primera esposa pertenecía a una familia noble, los Miusov, acaudalados propietarios del mismo distrito. ¿Cómo aquella joven dotada, y además bonita, despierta, de espíritu refinado —ese tipo que tanto abunda entre nuestras contemporáneas—, había podido casarse con semejante «calavera», como llamaban a mi desgraciado personaje? No creo necesario extenderme en largas explicaciones sobre este punto. Conocí a una joven de la penúltima generación romántica que, después de sentir durante varios años un amor misterioso por un caballero con el que podía casarse sin impedimento alguno, se creó ella misma una serie de obstáculos insuperables para esta unión. Una noche tempestuosa se arrojó desde lo alto de un acantilado a un río rápido y profundo. Así pereció, víctima de su imaginación, tan sólo por parecerse a la Ofelia de Shakespeare. Si aquel acantilado por el que sentía un cariño especial hubiera sido menos pintoresco, o una simple, baja y prosaica orilla, sin duda aquella desgraciada no se habría suicidado. El hecho es verídico, y seguramente en las dos o tres últimas generaciones rusas se han producido muchos casos semejantes. La resolución de Adelaida Miusov fue también, sin duda, consecuencia de influencias ajenas, la exasperación de un alma cautiva. Tal vez su deseo fue emanciparse, protestar contra los convencionalismos sociales y el despotismo de su familia. Su generosa imaginación le presentó momentáneamente a Fiodor Pavlovitch, a pesar de su reputación de gorrista, como uno de los elementos más audaces y maliciosos de aquella época que evolucionaba en sentido favorable, cuando no era otra cosa que un bufón de mala fe. Lo más incitante de la aventura fue un rapto que encantó a Adelaida Ivanovna. Fiodor Pavlovitch, debido a su situación, estaba especialmente dispuesto a realizar tales golpes de mano: quería abrirse camino a toda costa y le pareció una, excelente oportunidad introducirse en una buena familia y embolsarse una bonita dote. En cuanto al amor, no existía por ninguna de las dos partes, a pesar de la belleza de la joven. Este episodio fue seguramente un caso único en la vida de Fiodor Pavlovitch, que tenía verdadera debilidad por el bello sexo y estaba siempre dispuesto a quedar prendido de unas faldas con tal que le gustasen. Pero la raptada no ejercía sobre él ninguna atracción de tipo sensual.

Adelaida Ivanovna advirtió muy pronto que su marido sólo le inspiraba desprecio. En estas circunstancias, las desavenencias conyugales no se hicieron esperar. A pesar de que la familia de la fugitiva aceptó el hecho consumado y envió su dote a Adelaida Ivanovna, el hogar empezó a ser escenario de continuas riñas y de una vida desordenada. Se dice que la joven se mostró mucho más noble y digna que Fiodor Pavlovitch, el cual, como se supo más tarde, ocultó a su mujer el capital que poseía: veinticinco mil rublos, de los que ella no oyó nunca hablar. Además, estuvo mucho tiempo haciendo las necesarias gestiones para que su mujer le transmitiera en buena y debida forma un caserío y una hermosa casa que formaban parte de su dote. Lo consiguió porque sus peticiones insistentes y desvergonzadas enojaban de tal modo a su mujer, que ésta acabó cediendo por cansancio. Por fortuna, la familia intervino y puso freno a la rapacidad de Fiodor Pavlovitch.

Se sabe que los esposos llegaban frecuentemente a las manos, pero se dice que no era Fiodor Pavlovitch el que daba los golpes, sino Adelaida Ivanovna, mujer morena, arrebatada, valerosa, irascible y dotada de un asombroso vigor.

Ésta acabó por huir con un estudiante que se caía de miseria, dejando en brazos de su marido un niño de tres años: Mitia [1]. El esposo se apresuró a convertir su casa en un harén y a organizar toda clase de francachelas. Además, recorrió la provincia, lamentándose ante el primero que encontraba de la huida de Adelaida Ivanovna, a lo que añadía una serie de detalles sorprendentes sobre su vida conyugal. Se diría que gozaba representando ante todo el mundo el ridículo papel de marido engañado y pintando su infortunio con vivos colores. «Tan contento está usted a pesar de su desgracia, Fiodor Pavlovitch, que parece un hombre que acaba de ascender en su carrera», le decían los bromistas. No pocos afirmaban que se sentía feliz al mostrarse en su nuevo papel de bufón y que para hacer reír más fingía no darse cuenta de su cómica situación. ¡Quién sabe si procedía así por ingenuidad!

Al fin logró dar con la pista de la fugitiva. La infeliz se hallaba en Petersburgo, donde había terminado de emanciparse. Fiodor Pavlovitch empezó a prepararse para partir. ¿Con qué propósito? Ni él mismo lo sabía. Tal vez estaba verdaderamente decidido a trasladarse a Petersburgo, pero, una vez adoptada esta resolución, consideró que tenía derecho, a fin de tomar ánimos, a emborracharse en toda regla. Entre tanto, la familia de su mujer se enteró de que la desgraciada había muerto en un tugurio, según unos, a consecuencia de unas fiebres tifoideas; según otros, de hambre. Fiodor Pavlovitch estaba ebrio cuando le dieron la noticia de la muerte de su esposa, y cuentan que echó a correr por las calles, levantando los brazos al cielo y gritando alborozado: «Ahora, Señor, ya no retienes a tu siervo [2]». Otros aseguran que lloraba como un niño, hasta el punto de que daba pena verle, a pesar de la aversión que inspiraba. Es muy posible que ambas versiones se ajustasen a la verdad, es decir, que se alegrase de su liberación y que llorara a su liberadora. Las personas, incluso las peores, suelen ser más cándidas, más simples, de lo que suponemos..., sin excluirnos a nosotros.

CAPITULO II

Karamazov se desembaraza de su primer hijo

Cualquiera puede figurarse lo que sería aquel hombre como padre y educador. Abandonó por completo al hijo que había tenido con Adelaida Ivanovna, pero no por animosidad ni por rencor contra su esposa, sino simplemente porque se olvidó de él. Mientras abrumaba a la gente con sus lágrimas y sus lamentos y hacia de su casa un lugar de depravación, Grigori, un fiel sirviente, recogía a Mitia. Si el niño no hubiera hallado esta protección, seguramente no habría tenido a nadie que le mudara la ropa. También su familia materna le había olvidado. Su abuelo había muerto; su abuela, establecida en Moscú, estaba enferma; sus tías se habían casado. Por todo lo cual, Mitia tuvo que pasar casi un año en el pabellón donde habitaba Grigori. Y si su padre se acordaba de él (verdaderamente era imposible que ignorase su existencia), habría terminado por enviarlo al pabellón para poder entregarse libremente a su disipada vida.

Así las cosas, llegó de París un primo de la difunta Adelaida Ivanovna, Piotr Alejandrovitch Miusov, que después pasaría muchos años en el extranjero. A la sazón, era todavía muy joven y se distinguía de su familia por su cultura y su exquisita educación. Entonces era un occidentalista convencido, y en la última etapa de su vida sería un liberal del tipo de los que hubo en los años 40 y 50. En el curso de su carrera se relacionó con multitud de ultraliberales, tanto en Rusia como en el extranjero, y conoció personalmente a Proudhon y a Bakunin. Le gustaba recordar los tres días de febrero de 1848 en París y dejaba entrever que había estado a punto de luchar en las barricadas. Éste era uno de los mejores recuerdos de su juventud. Poseía una bonita fortuna: alrededor de mil almas, para contar a la antigua. Su soberbia propiedad estaba a las puertas de nuestro pueblo y limitaba con las tierras de nuestro famoso monasterio. Apenas entró en posesión de su herencia, Piotr Alejandrovitch entabló un proceso interminable con los monjes para dilucidar ciertos derechos, no sé a punto fijo si de pesca o de tala de bosques. El caso es que, como ciudadano esclarecido, consideró un deber pleitear con el clero.

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